Hay algo de la cotidianeidad que se escapa y sólo es posible agarrarlo al vuelo cuando comparamos. Cuando miramos nuestro mundo nos parece demasiado obvio, pero al observar otros mundos, otras historias, podemos volver al nuestro y decirnos: qué desastre, adónde vamos, qué estamos haciendo. O decir qué maravillosa la vida, que las futuras generaciones la libren de todo lo malo, como decía Trotsky.
La literatura es una herramienta humana completamente inútil, salvo por esa pequeña gran posibilidad: leer esos mundos nos hace pensar directamente en el nuestro y, si tenemos suerte, nos darán ganas de cambiarlo. Algo de eso deben haber pensado Víctor Goldgel y Clyo Mendoza cuando ensayaban sus últimas novelas y le daban dele que dele a la lapicera o las teclitas: este mundo que describo le grita a este otro en el que vivo, para que se despabile de una vez.
Leer es otro acto completamente inútil, como escribir. No hay nada mejor que ser improductivos: leer para entender, entender porque sí, porque nos deja un sabor un poco mejor. Ni realismo desmedido ni utopía esperanzadora, los dos libros de este mes son bombas neutrónicas de la más hermosa ficción, la que nos hace querer seguir conociendo esos mundos de personajes tan diferentes a nosotros y tan iguales a ellos mismos. La que nos deja resonando una pregunta que, gota a gota, horada nuestra normalidad.
Son dos muestras de literatura que desuellan la política sin enunciarlo. A través de una sumatoria de voces e historias -en ambas historias operan las metahistorias, las narraciones y cuentos que cuentan otros personajes y otros tiempos-, aparece finalmente la silueta de algunos personajes que bien pueden ser un abuelo muerto, un niño cadáver de una guerra, o la propia sociedad diseccionada.
Modesta Dinamita, de Víctor Goldgel (Blatt & Ríos)
Floreal ha muerto 92 años después de haber nacido, y un coro de voces se junta a despedirlo. ¿Pero quién es este anarquista que estuvo preso en Ushuaia, armó bibliotecas populares, tuvo un hijo desaparecido y una novia revolucionaria que lo dejó por la causa, y que ahora es despedido por hijos, nietas, amigos en medio de una Buenos Aires inundada hasta las rodillas?
Goldgel, que se ha doctorado en Letras y publicado ensayos entre la literatura y la Historia, toma prestada en esta novela la voz de una decena de personajes para engendrar la vida de Floreal, un imprentero, linotipista, obrero anarquista, que acaba de morir pero que aún tiene mucho para decir. Y lo hace con una maestría asombrosa para ponerle piel y voz a cada personaje: a viejos compañeros de militancia anarquista repletos de historias, gestos y fracasos; al hijo rico y la hija que abrazó la humildad; a dos nietas jóvenes que emergen como universos posibles (una de ellas heteronormada, cheta, de espiritualidad new age; otra lesbiana, en el universo de lo popular), y más.
La coralidad de Modesta Dinamita es corrosiva. Se completa con las historias en primera persona de Floreal sobre sus orígenes y su acercamiento a la activación política, la aparición de Silvio Gesell (anticapitalista en Europa y magnate en Buenos Aires), las disputas entre anarquismo, socialismo y comunismo durante las primeras décadas del Siglo XX en la Argetntina. Allí, libertarios y anarcos usan la violencia para convencerse de que el mundo precisa de sacudones -y la violencia está justificada allí, dirá Floreal, en los fines- y que ellos le darán un poco de trotyl a un capitalismo que todo lo hace más injusto.
En tiempos donde emergen anarcocapitalistas y tendencias antisistema que profesan inconfesable amor por el sistema económico de la desigualdad, leer a Goldgel es volver a las fuentes de una tensión que más de 100 años después sigue abierta y sin sutura. ¿Cómo combatir la injusticia de un sistema que se traga todo y lo devuelve hecho moda? Modesta Dinamita no tiene la respuesta, pero te deja el sistema plagado de preguntas.
Furia, de Clyo Mendoza (Sigilo)
Que un libro tan cabalmente violento, que aborda la violencia de género, pero también la violencia del modo de ser masculino, la violencia del territorio, la violencia de la conquista y de la guerra, la violencia que engendra y promueve violencia para sostener todo en su mismo sitio, sea tan profundamente bella y poética, es posible porque Clyo Mendoza es ante todo una poeta.
En esta primera novela (antes ganó el Premio Internacional de poesía Sor Juana Inés de la Cruz en 2017), la oaxaqueña cercana a los 29 años demuestra toda su capacidad de narrar y construir un universo de belleza y metáforas, para circundar la muerte y tratar de hacer de ella algo humano.
En una sociedad machista y violenta, donde la Conquista primero y la guerra contra el narcotráfico después han dejado miles de muertes, la voz de Mendoza emerge también producto de una coralidad que toma la voz prestada de desertores de una guerra. De niños soldados, de indígenas y distintos habitantes que narran las historias, de madres que esperan a sus hijos.
Un mercader que cuenta historias, un hombre que busca a su padre, un trabajador de la morgue y la alucinación como otro modo de desenfocar la realidad. Porque en Furia, la historia se desenfoca en varios momentos: alucinaciones, alucinógenos, locura, diferentes estados que atraviesan diferentes sujetos en ese desierto mexicano.
Furia es, además de la denuncia de la rotura que provoca el modo de vida actual, la sujeción que imponen los mandatos de género y de sentido. La moral estatal, la moral social y el modo en que operan sobre el individuo incluso en la más absoluta soledad. Y es también el legado de aquellas narraciones alucinadas o especiadas que Mendoza supo recoger desde pequeña en la sierra oaxaqueña, entre poblaciones indígenas y distintas culturas. Otra vez, entonces, se trata de una recopilación de universos disímiles que nos muestran, en la oposición y su brillo, tanto de nuestra propia y distante realidad.