América Latina es una de las regiones más inseguras del mundo.

25 de cada 100 homicidios que ocurren en el mundo se llevan a cabo en Latinoamérica. La tasa de homicidios promedio a nivel global llega a 7 cada 100.000 habitantes. En América Latina hemos llegado a superar los 30 homicidios por cada 100.000 habitantes. ¿A qué se debe esta grave inseguridad ciudadana? Algunas personas dirán que la causa está fundamentalmente a la pobreza, una forma simplista e injusta de reducir el tema de la seguridad a una especie de “victimización social”. Según esta perspectiva, todos los pobres latinoamericanos serían delincuentes en potencia. No podemos en absoluto aceptar esta hipótesis simplificadora y de derecha.

Hay factores objetivos de la inseguridad y también otros que tienen que ser tenidos en cuenta, como por ejemplo los culturales. En América Latina, lamentablemente hemos fallado mucho en la capacidad de reconocernos los unos con los otros. La paz nace del derecho que tiene una persona con ideas diferentes a las nuestras a ser reconocida y respetada, como nosotros a ser reconocidos y respetados por ella. Lamentablemente, en Colombia el otro no ha sido incorporado en nuestra cultura. Esto explica por qué todavía nuestra diversidad, que debería ser un factor de enriquecimiento, nos lleva a enfrentarnos y a desarrollar conflictos que nos posicionan en las mayores tasas de homicidios a nivel global.

La inseguridad también se debe a factores de carácter militar. El 52% de las armas ligeras del mundo están aquí en América Latina. Somos la región más armada por habitante, más inclusive que Estados Unidos, porque, lamentablemente, todo el inventario de armas que quedó disponible después de la Guerra Fría, por el contrabando y el cambio de drogas por armas, terminó llegando a América Latina.

Del mismo modo, la inseguridad está relacionada con la forma cómo estamos entendiendo la justicia. Hay dos concepciones contrapuestas de justicia. La que podríamos llamar “justicia punitiva”, que enfatiza la necesidad de más penas, más cárceles, más punición, más castigo; y la denominada “justicia restaurativa”, la resocialización como redención de penas, la descongestión carcelaria, no considerar a los criminales como personas desechables, sino darle la oportunidad de que recuperen su ciudadanía. En este marco tenemos dos sistemas distintos de justicia penal. Por un lado, la justicia penal que parte de la presunción de inocencia y que rodea de garantías al ciudadano para que tenga derecho a su defensa. Por otro, la justicia neoliberal, que es la que está de moda ahora en América Latina, impuesta por los fiscales de Estados Unidos: la justicia de los anónimos, de los testigos falsos, de la delación y las confesiones a oscuras. Esta concepción de justicia contribuye seriamente a la inseguridad que vivimos.

Patologías globales

La seguridad ciudadana se ve afectada por lo que podríamos llamar “patologías globales”.

La primera surge de que América Latina es una región exportadora de drogas vegetales concentradas. Y lo es no porque con nuestra oferta hayamos inducido la demanda en Estados Unidos y en Europa, sino porque fue esa demanda la que fue creando nuestra oferta creciente. En los años 70, el señor Nixon resolvió que el tráfico de drogas era un problema de seguridad nacional para los Estados Unidos y la lucha contra las drogas le abrió las puertas para formas de intervención que todavía estamos viviendo. Además, se volvió un factor electoral, con lo que trasladaron la responsabilidad de las drogas a los países productores, renunciando así a asumir sus propias responsabilidades como país consumidor. En resumen, en América Latina estamos persiguiendo los eslabones débiles de la cadena de las drogas (los campesinos cocaleros, los micro traficantes, los portadores de droga de pequeña escala), mientras hemos abandonado la lucha contra los eslabones duros de la cadena, que están representados por los narcotraficantes, los lavadores de dólares; o sea, por los grandes carteles.

La solución no sería necesariamente salir del prohibicionismo que tenemos desde hace 100 años para caer en la legalización que permitiría un mercado de libre consumo de drogas, sino la descriminalización progresiva. En lugar de meter en la cárcel a los campesinos y cocaleros de Bolivia, démosle la posibilidad de sustituir sus cultivos o démosles la posibilidad a los consumidores de distinguir entre consumos adictivos y recreativos, estableciendo una dosis mínima. Implementemos medidas que no busquen meter en la cárcel a todos los que están relacionados con las drogas, sino a aquellos que están vinculados con el narcotráfico. Esta es la propuesta que, como secretario general de la Unión de Naciones Suramericanas, UNASUR, llevé a consideración de la Asamblea de Naciones Unidas que se ocupó de políticas alternativas frente al manejo de las drogas.

La segunda patología global es el terrorismo. Hay que trabajar en ordenamientos antiterroristas, pero estableciendo una clara diferencia entre el derecho legítimo a protestar y a expresar sus demandas en las calles, que poseen los movimientos y las organizaciones sociales, de lo que son estructuras que persiguen fines de desestabilización política, económica o institucional. La confusión entre ambos niveles puede ser muy peligrosa en una democracia, porque puede terminar, como ha sucedido en Colombia, en la persecución a ciudadanos y ciudadanas que se expresan en una protesta legítima, sometiéndolos al control, la persecución y hasta el asesinato por parte del Estado.

La tercera patología global es el calentamiento global. Esta es una de las principales amenazas que tenemos en el futuro cercano. América Latina tiene el mayor número de huracanes y de tormentas tropicales en el Caribe y el mayor número de terremotos y sismos en la zona andina. Somos víctimas del calentamiento global. Por eso, aunque firmamos todas las normas de la Convención de París, tenemos que rechazar abiertamente que países como Estados Unidos hayan renunciado al aporte que debe hacer para reducir este calentamiento, a través de la reducción de gases. El calentamiento global y los desastres naturales que el mismo genera constituye una de las patologías que compromete nuestra seguridad ciudadana.

La cuarta patología es el armamentismo, que ha tenido una macro expresión en el fortalecimiento de los presupuestos militares de la región, no solo en la época de las dictaduras sino también recientemente. Países como Colombia o Brasil, por ejemplo, tienen unos presupuestos militares que ya superan niveles históricos. En esto tienen muchísimo que ver las autoridades norteamericanas que han conseguido involucrarnos y vendernos las más diversas y disparatadas hipótesis de conflictos. Luego de la Segunda Guerra Mundial se firmaron una serie de instrumentos interamericanos de defensa que pretendían defendernos frente a supuestas agresiones externas. Pero lo que no sabíamos es que esos instrumentos, como el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, TIAR, se iban a convertir en instrumentos de intervención sobre nuestras fuerzas armadas y nuestras estrategias de defensa. Por eso, el papel que han venido cumpliendo organismos como la Escuela de las Américas, el Consejo Interamericano de Defensa o la OEA, en su expresión militar, ha sido la de convencernos de una serie de falsas hipótesis de conflicto, para vendernos las armas y las municiones que nos permitan enfrentarlas. De esta manera, cuando asistían los altos mandos militares a Washington, participaban de ejercicios o juegos de guerra relativos a lo que pasaría si Chile se enfrentara con Argentina; o si hubiera una guerra entre Colombia y Venezuela.

Rechazar esta perspectiva, que estaba asociada a la posibilidad de vendernos equipamiento militar, fue uno de los grandes logros de la UNASUR. Por iniciativa del presidente Lula se creó el Consejo Suramericano de Defensa, en el cual comenzamos a trabajar, no en hipótesis de conflicto entre nosotros, sino en amenazas regionales a la seguridad como el narcotráfico, el terrorismo o la corrupción, que también tiene que enfocada desde una visión progresista, ya que los casos de corrupción han sido utilizados de una manera casi diabólica por los medios de comunicación. Con el apoyo de los poderes económicos se ha utilizado la corrupción como una forma de persecución a los líderes progresistas. El caso más significativo es el del mismo Lula en Brasil, pero también el de Correa en Ecuador, Evo en Bolivia, o Cristina en Argentina. Es la utilización de la corrupción como arma política para perseguir especialmente a las figuras progresistas.

Hacia un Sistema Suramericano de Defensa

Entender la seguridad ciudadana desde una perspectiva democrática y basada en los derechos humanos ha sido uno de los fundamentos centrales y articuladores de lo que fue el nacimiento de la UNASUR.

Desde su tratado constitutivo, UNASUR estableció sus fundamentos. En primer lugar, la necesidad de garantizar la continuidad democrática, en una región que había logrado salir de las dictaduras de los años 70, y que debía mantener como prioridad el someter a escrutinio institucional democrático sus proyectos políticos, no solamente en términos de una democracia electoral, que es el derecho a elegir y a ser elegido, sino también en términos de una democracia funcional, social, sustantiva. Esto es, definir a los gobiernos democráticos en términos de la participación ciudadana y también de una legitimidad democrática construida sobre la base de criterios de justicia social e igualdad. Es imprescindible que el eje articulador de la integración latinoamericana sea la continuidad de la democracia en la región.

La segunda prioridad de UNASUR ha sido el respeto a los derechos humanos, no solamente en su reconocimiento como derechos políticos, que es la usanza que tenía el sistema interamericano, sino también y fundamentalmente como derechos humanos, sociales, económicos y como derechos humanos de nueva generación: derechos genéticos, medioambientales o los relacionados con la nueva problemática de la inteligencia artificial. Una nueva generación de derechos que tratan de protegernos del daño que nos podemos hacer a nosotros mismos con la contaminación ambiental, la degeneración genética o los cambios violentos en la inteligencia artificial. Todo ese conjunto de derechos son el marco de referencia ética para un proyecto político que garantice la efectiva integración latinoamericana.

Por último, el tercer articulador es el tema de la paz. América Latina se puede considerar como un oasis de paz en un mundo afectado por conflictos étnicos, luchas religiosas e inclusive por conflictos propios de la Guerra Fría. Esto no significa, por supuesto, que ya tengamos solucionados todos los desafíos relativos a la construcción de la paz en la región, como hemos indicado, pero sí que hay algunas declaraciones en las cuales está refrendada esta voluntad de ser una zona de paz en el mundo:

La Declaración de las Galápagos, en la cual se relaciona el tema de la paz con la paz ambiental y la paz social, que son criterios constitutivos de un concepto más amplio de seguridad;

La Declaración de Tlatelolco, en la cual la región se declaró libre de armas nucleares. No hay experimentos armamentistas nucleares en América Latina. El concepto de armas nucleares está vetado en la región, así como el rechazo a las bases militares extranjeras en el continente. Por supuesto que en algunas partes existen todavía bases militares, pero esas bases militares son señaladas como estigmas en la región. Tenemos todavía dos grandes enclaves colonialistas en la América Latina: las Malvinas y la base de Guantánamo, en Cuba. Pero esas zonas son precisamente rechazadas como enclaves que no queremos en la región, así como tampoco queremos la presencia de bases militares. Precisamente la región, a través de UNASUR, rechazó la pretensión de poner en Colombia, durante el gobierno del presidente Álvaro Uribe, seis bases militares en la frontera con Venezuela que prácticamente hubieran representado el comienzo de un enfrentamiento armado que no queremos la mayoría de los colombianos con ningún país vecino.

Dentro de esta condición de ser una región de paz, no podía dejar pasar por alto, como colombiano, la firma de los Acuerdos de La Habana del año 2016, en los cuales se pactó el fin de un conflicto armado que tenía Colombia desde hacía más de 50 años, y que nos había costado alrededor de 280.000 víctimas mortales y más de 9 millones de víctimas por desplazamientos, secuestros y combates. Fue una guerra y un conflicto muy duro, violento y sangriento, que se logró salvar con la suscripción de estos acuerdos que giraron alrededor de una agenda sencilla de 5 puntos: la repartición de tierras, que ha sido uno de los grandes factores de enfrentamiento en Colombia desde la época de la independencia; la sustitución social de los cultivos ilícitos de una manera voluntaria y progresiva; el tema de las víctimas, ya que, por primera desde que se venían suscribiendo acuerdos o compromisos de paz, se tuvo en cuenta que los destinatarios de los acuerdos debían ser las víctimas, cosa que le dio a este proceso una gran fortaleza ética; la desmovilización y el desarme; y, finalmente, la justicia transicional para juzgar a las personas que voluntariamente se sometieron a los principios de estos acuerdos. Así, este proceso produjo la desmovilización de más de 12 mil combatientes de las FARC que entregaron más de 12 mil armas y se concentraron en sitios escogidos de integración desde los que están buscando y obteniendo las amnistías para poder hacer y reconstruir su vida civil. Este es un hecho significativo e histórico en los procesos de paz en el mundo. Pero, además, a partir de este momento viene un proceso de transición a través de la aplicación de una justicia para la paz que combina de una manera adecuada tres elementos: verdad, justicia y reparación, para permitir que el resultado final en el paso del conflicto al posconflicto sea la reconciliación de todos los colombianos y colombianas. En este momento, lamentablemente en Colombia hay todavía unas regiones en las cuales se tiende a reproducir una metástasis del viejo conflicto nacional. Pero tenemos fe en que la aplicación de estos mecanismos de pacificación, verdad y justicia nos permitan salir adelante en el curso de los próximos 5 o 6 años. Este es un logro significativo del cual se puede apropiar la región, una salida política a un conflicto armado. En este momento estamos luchando por que la paz acabe de sembrarse en Colombia y podamos vivir finalmente reconciliados.

Vale destacar que el Sistema Suramericano de Defensa constaba de tres unidades. Primero el Consejo Suramericano de Defensa, del cual participaban los ministros de defensa y los altos mandos militares, quienes establecieron hipótesis de confianza entre ellos para enfrentar desafíos comunes de la seguridad regional. Segundo, el Centro de Estudios Estratégicos, que funcionaba en Buenos Aires y que era como el cerebro de los programas de seguridad. Tercero, el Instituto de Estudios Militares que se abrió en Quito, cuyo propósito era unificar los planes de estudio de las academias militares de la región, en función de unos principios básicos como el respeto a los derechos humanos, la aplicación del derecho internacional humanitario y, algo muy importante que no alcanzamos realmente a cristalizar, que era la creación de una Escuela de Facilitadores y Negociadores de Paz en la región. Esta escuela tenía el visto bueno de Naciones Unidas y tenía el propósito de preparar a facilitadores y mediadores de paz para conflictos sociales y situaciones críticas de enfrentamientos, antes que mandar a las fuerzas armadas, la policía o la policía militar.

Necesitamos una política de seguridad regional en América Latina. No queremos la política de seguridad hemisférica que nos vendieron como la única política posible de seguridad nacional, porque ella ha estado al servicio de los intereses de la política exterior norteamericana. Una nueva política de seguridad regional tendría, a mi juicio, cinco ingredientes:

1. El marco indispensable de los derechos humanos. La región tiene que moverse en función del respeto inquebrantable a los derechos humanos.

2. La inclusión social. No podemos desconocer que la inseguridad, de alguna manera, se alimenta y retroalimenta por condiciones objetivas de desigualdad social que existen en la región. Estas condiciones deben hacerse compatibles con nuevos sistemas de convivencia, comenzando ahora, por ejemplo, con mayores esfuerzos en materia de reducción de las asimetrías sociales durante esta época de pandemia.

3. Cooperación entre los países. Se trata de crear mecanismos como redes de inteligencia o la existencia de una Corte Penal Regional que nos permita resolver los conflictos relacionados con las patologías globales, sin la necesidad de ir a los escenarios internacionales.

4. Afirmación de principios fundamentales comunes. Los principios que deberíamos asimilar para darle contenido y un marco de referencia ético a la seguridad deberían ser: la solución pacífica de controversias, la no intervención en los asuntos de los Estados y el respeto al derecho.

5. La democracia. Que todo esto se haga dentro de los esquemas y las reglas del juego democrático en la idea de que nosotros no entendemos el progresismo si éste no es democrático, progresismo sin democracia no es progresismo, y la democracia sin progreso social tampoco es democracia.

Thomas Piketty, uno de los grandes pensadores de nuestro tiempo, dice que esta pandemia podría crear la oportunidad para grandes rectificaciones. Una de estas rectificaciones tendría que ser que América Latina encuadre su concepto de seguridad más allá de un concepto punitivo y regresivo, estableciéndolo sobre una perspectiva democrática, igualitaria y socialmente justa. Los invito a reflexionar sobre esta posibilidad.

El presente texto es una adaptación de la clase que Ernesto Samper realizó en el Curso “Estado, política y democracia en América Latina”, donde fue presentado por Carol Proner. La clase completa puede encontrarse en: www.americalatina.global

El Curso Internacional “Estado, política y democracia en América Latina” es una iniciativa destinada a militantes y activistas sociales, funcionarios públicos, docentes, estudiantes universitarios/as, investigadores/as, sindicalistas, dirigentes de organizaciones políticas y no gubernamentales, trabajadores/as de prensa y toda persona interesada en los desafíos de la democracia en América Latina y el Caribe. Ha sido promovido por el Grupo de Puebla, el Observatorio Latinoamericano de la New School University, el Programa Latinoamericano de Extensión y Cultura de la Universidade do Estado do Rio de Janeiro y la UMET. Fue organizado por la Escuela de Estudios Latinoamericanos y Globales, ELAG, y contó con el apoyo de Página12.

 

Coordinación general: Carol Proner, Cecilia Nicolini y Pablo Gentili