–¡Ya sabía que no me iba a fallar! –me dice Osvaldo alborozado cuando atravieso la puerta de su barsucho de morondanga--. Lo estaba esperando porque quiero que me cuente cómo fue su regreso al “gallinero”. Hablemos de su River, porque de mi San Lorenzo prefiero olvidarme. Dele, cuente, cuente. Supongo que fue con su hijo. Yo cuando voy a la cancha si no voy con el Beto me siento muy solo y me deprimo. Aunque más me deprime ver jugar a Los Cuervos. La pandemia me vino bien para no ir. Dejé de pagar la cuota y me ahorré unos cuántos pesos. ¿Usted, siguió pagando, jefe?

–Como el mejor, Osvaldo, como el mejor –le respondo rápido–. Desde que inventaron eso de “Tu lugar en el Monumental”, el que no paga pierde su butaca y se queda afuera. Así que Joaquín y yo estamos siempre al día con la cuota, a pesar de que uno se siente un boludo, porque además la aumentaron más del ciento por ciento en plena cuarentena. La pasión por la banda todo lo puede y los dirigentes se aprovechan. Mi pibe hizo todos los trámites durante la semana. Tuvo que entrar mil veces porque la web se colapsaba. Pero entró, reservó y consiguió todo. Hasta me mandó un “wasap” muy bonito para asegurarse que estaba todo listo, buen diseño, con la foto, fondo negro, número de asiento, de fila, de sector en la platea, y un letrero que decía: “Asistencia confirmada”. Con eso uno iba seguro, tranquilo, y feliz a ver a la gloriosa banda roja. Hasta la app “Cuidar” para eventos deportivos actualizamos con Joaco.

–Bueno, no se queje, entraron sin drama y se vieron dos golazos de ese crack que tienen ustedes, el pibe Julián Álvarez, que la rompe. Disfrutenló ahora porque seguro se lo lleva el Barsa, que buena falta le hace, o el PSG, que sigue sumando estrellas.

–¿“Entraron sin drama, dijo”? Le cuento, Osvaldo, tranquilo que le cuento. Llegamos bien, tres horas antes para saborear la vuelta como se merecía. Las filas para entrar prolijas, la gente feliz y mansa. Gritaban y saltaban sin sacarse los barbijos. Se nota que el cagazo dura, lo que no está mal. De a poco la cola avanzaba, pero vimos que en una puerta del costado, sobre la vereda, se formaba otra que cada vez tenía más gente que protestaba a los gritos. “Y a esos giles qué les pasa –preguntó mi hijo–. Arman bardo y se va a pudrir todo”. “Seguro no garparon –le respondí– y por eso los rebotan”. Llegamos a los molinetes, Joaquín primero. Apoya el carnet y pasa sin problema. Yo venía más atrás. Llego. Apoyo el carnet y el molinete tira: “Acceso denegado”. El empleado me dice, “pruebe en el de al lado”. Pruebo: “Acceso denegado”, igual en todos los molinetes.

El que empiezo a armar bardo soy yo. Muestro DNI, carnet de socio, el wasap tan bonito que claramente dice “Asistencia confirmada”, pero no hay caso. Me mandan para atrás y me indican la fila que se había armado en la vereda.

Mi hijo ve que no paso y no entiende nada. Me llama y le digo: –¿Viste la “fila de “los giles”?, bueno, soy uno más. Nos dicen que vamos a entrar de a poco y que tenemos que revalidar el carnet adentro. Que si está todo bien nos van a dar una pulserita blanca y con eso entramos. Vos andá a la platea y esperame allá.

Mi pibe se niega, solidario, no quiere dejarme solo. Lo tranquilizo, la “fila de los giles” avanza y parece que todo se va a solucionar rápido. De pronto, se paraliza. Pasan los minutos y la cola está quieta. La que está inquieta es la gente. Empiezan de nuevo los gritos, las puteadas, pero sigue inmóvil. Pasa media hora y no hay nadie que explique nada. Los ánimos se caldean. Todos muestran los carnets, los DNI, gritan que hace un año y medio que pagan y que falta poco para que empiece el partido. Quieren entrar. Empiezan los empujones. Sigue todo parado y siguen los silencios de los empleados, que como siempre “reciben órdenes”. Lo mismo dice la policía que empieza a formarse frente a la cola, a dos metros de distancia. Gases preparados, bastones, escudos, caras de guerra. Un paisaje conocido. La gente los putea, los tipos dicen que no pueden hacer nada, que la culpa es del Club, que no saben qué pasa. La “fila de los giles” sigue creciendo, porque son cientos a los que el molinete les tira “acceso denegado”.

–Jefe, hágala corta quiere, que es a mí, ahora, al que me están puteando de todas las mesas –se impacienta Osvaldo.

–Aguante Osvaldo, con alguien me tengo que sacar la bronca. Mi hijo me sigue llamando, le digo que no llame más, que voy a salir de la fila porque se va a pudrir todo. Quiere venir a buscarme. Lo paro. “Si salís –le digo– no sirve para nada, y encima nos vamos a quedar afuera los dos. Esperame ahí, que algo voy a inventar”.

Ya se empiezan a llevar presos a los más enardecidos. La hinchada putea a todos los directivos de River. Se acuerdan del presidente y de toda su familia. Hasta de su novia nueva se acuerdan. Dejo la cola y encaro a un policía:

–Oficial, hágame entrar. Tengo 70 años y ya no estoy para recibir palos.

–No me joda –me dice el tipo–, usted no tiene 70 ni en pedo. Gracias le digo, me alegró la tarde.

–Más de 69 no le doy –dice el cana completando la gastada.

Busco otro, repito lo mismo, también reboto. Y otro más. Ése se conmueve y me da una ayudita. El resto lo hago yo con mi experiencia callejera.

–Ya está, ya se agrandó Chacarita --me carga Osvaldo.

–¡Pasé Osvaldo, pasé! –casi que le grito entusiasmado al mozo. Sigo el relato y me siento el gran Víctor Hugo Morales-- Avanzo hasta el último molinete: “Acceso denegado”, otra vez más. El tipo me dice que tengo que ir a una mesa que hay debajo del puente Labruna, a más de una cuadra de la entrada a mi platea. Corro, llego, me chequean el carnet: todo bien. Me dan la famosa pulserita, que es una tira chota de papel blanco. Les pregunto por qué mierda no hicieron seguir pasando a la gente que está afuera, en la misma situación que yo estaba. La respuesta es simple: “Se nos acabaron las pulseritas, la suya es una de las últimas, tuvo suerte señor”. Ya no tengo tiempo de discutir porque se escucha la ovación: River salió a la cancha. Corro de nuevo, subo las escaleras y asomo a “Mi lugar en el Monumental”, ése por el que pagué más de un año sin poderlo usar.

A Joaquín, mi hijo, se le ilumina la cara cuando me ve, nos abrazamos, me desplomo sobre el asiento de madera que está todo cagado por las palomas, como siempre y como todos los asientos de esa Belgrano media, que debería llamarse Belgrano mierda.

–Bueno jefe, ya está, este cuervo le puso la oreja, pero seguro que a los 25 minutos, cuando Julián Álvarez clavó ese bombazo y se abrazó con su hijo, la bronca se le pasó de golpe. Vio ganar a su River y con su hijo al lado. Ojalá yo pudiera festejar así con el Beto, pero ustedes tienen unos jugadores y un técnico que se los envidia el mundo. El pibe Álvarez es un fenómeno, y ayer me gustó ese otro chico, Simón, que tiene tranco y estampa de crack. Aunque la posta jefe, es que los giles no eran solo los que estaban en esa fila, los giles somos todos los que seguimos yendo a la cancha a pesar de la guita que no alcanza, de la violencia de los barras y de la policía que pega y después pregunta. Mientras los dirigentes se lavan las manos, hacen negocios y se nos cagan de risa en la cara. Giles somos todos jefe, todos. Pero como dice siempre Luciana, la novia de mi hijo: “Osvaldo querido, el corazón tiene razones que la razón no comprende. Y tomá mate con chocolate, como dice mi jefa”.