Está tan flaco que un pintor lo invita a posar como San Sebastián. Como todo en su vida, registra la anécdota en el diario, que es crónica íntima de la desesperación, la tuberculosis, pensamientos, borradores de narraciones y, esta conjunción, que todavía desvela a tantos teóricos, se ofrece como paradigma de escritores. A veces predomina un tono de letanía, pero casi siempre hay un estallido de magnesio como en el estudio de un fotógrafo y entonces suceden insights, visiones del absurdo, aforismos que combinan lo filosófico con la ironía de lo absurdo. Por ejemplo: “El verdadero camino va por una cuerda que no fue tendida en lo alto, sino apenas sobre el suelo. Parece tendida más para tropezar que para caminar por ella”.

Cuando advierte que “adelgaza en todas las direcciones” confirma que su cuerpo ha tomado una decisión, la más productiva. Su naturaleza lo orienta hacia la literatura. Todo tiende con apremio hacia la escritura y anula los goces del sexo, la comida, la música y, en la lista de obstáculos se incluyen, además la guerra fría con su padre y, ominosa, la oficina. Sus fuerzas, que juzga exiguas, reunidas, sólo pueden ser empleadas en una sola dirección: escribir. Camina por las calles nevadas, caminar no sólo es una gimnasia, como nadar en el Moldava, que también lo apacigua. Lector de Dostoievski, percibe en la atmósfera de su ciudad una cierta forma de soledad que sólo puede definir como rusa.

El membrete de la carta pertenece a la Compañía de Seguros Contra Accidentes de Trabajo, fechada en Praga, el 20 de septiembre de 1912, está dirigida a una joven empleada de una fábrica de gramófonos de Berlín. “Señorita”, empieza la carta, “ante el caso muy probable de que no pudiera acordarse de mí lo más mínimo, me presento de nuevo: me llamo Franz Kafka, y soy el que la saludó a usted por primera vez una tarde en casa del señor director Brod, luego le estuvo pasando por encima de la mesa, una tras otra, fotografías del viaje a Talía, y cuya mano, que en estos momentos está pulsando las teclas, acabó por estrechar la suya, con la cual confirmó usted la promesa de estar dispuesta a acompañarle el próximo año en un viaje a Palestina”. Kafka habrá de volver una y otra vez sobre la memoria de ese primer encuentro con Felice Bauer.

La correspondencia va desde el 20 de septiembre de 1912 hasta el 16 de octubre de 1917 y comprende casi 850 páginas, la misma voluminosidad que tienen sus diarios. Kafka se autorretrata como chiflado por su nerviosismo, un carácter de arrebatos y también víctima de una serie de trastornos de salud. Atormentada, adictiva, la correspondencia le impone a veces tres compulsivas cartas diarias. Si la respuesta se hace esperar lo evisceran la ansiedad y el abatimiento. En su retorno a la escena primera, escribirá: “Le di a usted la mano por encima de la gran mesa antes de ser presentado, pese a que usted se había levantado, y probablemente no tenía ganas de darme la suya. La miré sólo furtivamente, me senté y todo pareció hallarse dentro del más perfecto orden, pero su presencia me hacía sentir una leve excitación”. Más tarde, se acordará que había mal tiempo y Felice calzaba unas zapatillas que le había prestado la señora Brod mientras se le secaban las botas. Kafka vuelve una y otra vez sobre ese encuentro, necesita recuperar el instante. Si pretende saberlo todo sobre ella es también para componer la doliente novela erótica de los recuerdos recíprocos. En la especularidad de la proyección amorosa llega a sugerirle que lleve también un diario. La autocompasión, por cierto, es una de las constantes: “Mi vida, en el fondo. Consiste y ha consistido siempre en intentos de escribir, en su mayoría fracasados”. La admiración por Flaubert puede explicar su pasión por lo descriptivo e impone conjeturar que estas cartas, además de entrega y confesión, por qué no, son ejercicio de estilo.

En “Del desierto al libro” sostiene Edmond Jabés: “Creo que en el momento de escribir no pertenecemos ni al pasado ni al presente. He citado a menudo el ejemplo del enamorado dirigiendo una carta a la mujer de su vida. Él dice que está desesperado – realmente lo está – salvo precisamente en el instante en que lo escribe. Quizá siente un cierto placer estético en pulir sus frases”. Hace ya semanas que vengo leyendo los diarios de Kafka y la correspondencia a Felice: ambas escrituras suceden en un mismo espacio de tensión. Y no se puede pasar por alto que en ambas, al dejar claro que su razón de ser es la escritura, Kafka está atajándose ante cualquier fantasía de matrimonio y paternidad.

No obstante, la cancelación de compromisos, la historia con Felice avanza y se profundiza. Durante el primer período de las cartas, aunque no volverán a verse hasta unos meses de haberse conocido, algo ocurre en Kafka: su escritura gana, además de densidad, el impulso hacia la ficción. Logra escribir “La condena” y “La metamorfosis”. Después, los primeros capítulos de una novela de iniciación traducida primero como “América” y en una traducción reciente, “El desaparecido”. Felice no es únicamente la amada imposible por decisión propia, es también lectora y, sobre todo, su obsesión por ella debe entenderse como motor literario. Elías Canetti escribió un ensayo sobre la correspondencia: “Conozco personas cuya vergüenza aumentó al leer las cartas, personas que no se libraban de la sensación de que no debieron entrar allí. Las cartas son más íntimas de lo que sería una representación completa de la dicha. No existe un relato comparable de una persona dubitativa, ninguna exposición pública de semejante fidelidad. Se trata del espectáculo descarado de una impotencia emocional, porque todo lo que esta supone reaparece una y otra vez, indecisión, miedos, frialdad, falta de amor descrita con todo detalle, un desvalimiento de tales dimensiones que solo la extrema exactitud de la descripción hace creíbles”.

Jabés tiene razón cuando sostiene que “la escritura nos obliga a adoptar una distancia en relación a nosotros mismos. Es en esa distancia que se hacen los libros. Cuando creemos haberlo conseguido nos convertimos en lo que hemos escrito. Nos hemos inventado una historia, una vida más verdadera. Es el lenguaje y sólo él lo que da existencia. El escritor no se ha hecho singular escribiendo. Se ha vuelto anónimo”. Tal era fue el deseo infructuoso de Kafka al pedirle moribundo a su amigo Brod que quemara todos sus papeles, todos. Brod no le obedeció. Y, por su parte, más tarde, Felice cedió las cartas

 

Siento el riesgo de la repetición. Pero no, porque al escribir sobre Kafka siempre encuentro una zona de interés nueva. Y me justifico: cómo no volver sobre los detalles de una escritura inagotable que abre puertas amenazantes que dan a la investigación personal más arriesgada y exhaustiva sobre dos cuestiones centrales: la culpa y la angustia. Se ha dicho que Kafka, él solo, es toda una literatura, una que afecta también a quienes deciden escribir sobre él. También estas anotaciones están bajo su sombra.