Robin Wood confiaba en el correo. Donde estuviera, guardaba el guión en un sobre, iba al buzón más cercano y lo despachaba a las oficinas de Editorial Columba, para que los dibujantes recrearan su imaginación con tinta china. “Y nunca me falló”, se ufanaba. El guionista paraguayo falleció el domingo a la noche, a los 77 años, y la noticia causó desolación en el ambiente de la historieta argentina, donde se hizo célebre gracias a personajes como Nippur de Lagash, Dago, Gilgamesh el inmortal, Mark y Pepe Sánchez, entre muchísimos otros.

Wood era sinónimo de aventura. No sólo por el género que cultivaba para sus relatos, sino por la imagen que había contruido de sí mismo. Si otros guionistas, como Carlos Trillo, hablaban de la historieta como lenguaje adulto, de la crítica europea dedicada a la disciplina y analizaban la producción industrial local, Wood contaba en cuanta entrevista le hicieran –que eran muchas- sobre su infancia en orfanatos, sus trabajos como lavaplatos, camionero, en los obrajes madereros y en las fábricas porteñas. También recordaba cuando pateó el tablero, se compró una máquina de escribir portátil y anunció en Columba que “se iba de viaje”. Lo miraron como si estuviera loco, aseguraba, pero él cumplió mandando casi a diario los guiones que hacían falta para llenar de aventuras esas revistas que vendían a razón de medio millón de ejemplares por número. Solía mencionar de cuando escribía desde un kibutz israelí, pero en una entrevista para Página/12 contaba de otras experiencias, como los yurtis mongoles. Eran épocas más aventureras para el mundo, pero sobre todo para Wood, que aprovechó esos años para erigir una imagen de sí mismo tanto o más exótica que la de sus personajes.

En la Argentina cuenta con una legión de fans devotos que acudían a reindirle pleitesía cada vez que pisaba el país, fuese para una gran convención de cómics o una presentación de libros. Su vigencia entre el público era tal que, tras muchos años sin publicar ni una página en los espacios locales, finalmente los editores se pusieron a facturar con sus relatos. Dago, en particular, sigue recopilándose en el país, aunque los fans más acérrimos buscaban cómo agenciarse sus aventuras publicadas en Italia, donde jamás dejó de aparecer.

Su permanencia –y la de sus creaciones- tiene varias explicaciones. Desde luego, lo suyo era el relato más “de fórmula”. Así, Dago siempre es un proscripto que descubre y frustra algún entuerto del poder mientras visita circunstancialmente las sábanas de la dama de turno, junto a la que lamenta no poder quedarse; Gilgamesh siempre estaba en alguna búsqueda y Nippur buscaba alejarse del poder. Pero además, sus héroes tenían debilidades. Debilidades que no eran ni la kryptonita ni bajezas morales, pero que los hacían humanos, accesibles a los lectores, que terminaban identificándose con sus penurias. 

Por otro lado, y aunque lo suyo no era el relato de aventuras construido con sentido crítico, como en otros autores, en su obra ocasionalmente asomaba cierto existencialismo, como en el caso de Gilgamesh, el inmortal. Y además de su prolífica producción (aseguraba escribir diariamente el guión de al menos ocho páginas de historieta y tener publicados más de diez mil), tenía por sobre otros colegas que transitaban el mismo género la ventaja de una mejor prosa. Wood abundaba en florituras y a veces pecaba de cursi, pero no caía en las parrafadas agotadoras de otros.

Wood tenía otra faceta, que era la de la historieta humorística, que destiló en Mi novia y yo, y Pepe Sánchez (una parodia de las películas de espías), ambas con Carlos Vogt y también muy recordadas entre los lectores locales.

Otro aspecto que quizás explique su vigencia es que, en un espacio notablemente conservador como la Editorial Columba, Wood se las arreglaba para relatar historias que podían involucrar a la Iglesia, papas pedófilos, nepotistas y hasta sacrílegos, y aún así caminar la delgada línea de lo que le permitían publicar. En una entrevista con este medio destacaba que la actual era “una edad de oro porque se puede hacer cualquier cosa”. En su juventud y el pico de su popularidad, algunos temas, como el adulterio, estaban vedados, contaba. “Columba era muy tradicionalista. Se la ha acusado de un montón de cosas. Sucede que ellos tenían esa postura, que era muy respetable. Pero no había censura. A mí sí me corrigieron algunas cosas, pero jamás me molestó. Era su editorial y ellos la manejaban como les parecía de acuerdo con sus ideas”, opinaba en esa entrevista con Página/12 y aseguraba que jamás se preocupó por excederse de los límites. “¿Para qué? Si las reglas estaban claras y era su empresa, estaban en todo su derecho. Además, Columba publicaba en una época muy difícil. A ellos los controlaban los militares, como también se controlaba el cine, la radio”, agregaba.

Wood nació el 24 de enero de 1944 en una colonia “socialista-comunista” de irlandeses y escoceses en Paraguay, y pasó su infancia entre ese país y la Argentina. Su educación formal llegó apenas hasta la primaria, pero Wood era culto y autodidacta. Leía vorazmente y eso se advertía en sus historias, que sacaban de la galera mil referencias. Cuando Página/12 lo entrevistó en 2012, durante su visita a la convención rosarina de historietas Crack Bang Boom, el guionista paraguayo recitaba a Lorca, contaba anécdotas junto a Umberto Eco y “de las vueltas de Garibaldi en el Río de la Plata”. Así, ecléctico, también leía dos o tres libros nuevos a la semana y releía un poco más.

Fruto de sus primeros años itinerando por orfanatos le quedó la lectura como refugio y también cierta propensión a la soledad. Aseguraba que no tenía amigos, aunque era sociable (y no había que darle mucha cuerda para que hablara como para llenar varias páginas de entrevista). La clase de invitado que siempre rendía en las convenciones: traía público y su charla de sobremesa, cuando la jornada terminaba, siempre incluía alguna anécdota interesante.

De sus primeros tiempos como guionista insistía en contar la historia del rechazo en una fábrica, el aguacero y su nombre en un puesto de diarios. Contaba de cómo una llegada tarde lo había dejado fuera del turno de trabajo y, al volver bajo la lluvia a su pensión, se había encontrado su nombre en la tapa de una revista: en Editorial Columba habían aceptado las páginas de muestra que habían dejado junto a su compañero Lucho Olivera. Nacía Nippur, pero sobre todo, renacía Robin Wood. Para ambos significó un notable ascenso social. Era una época donde se ganaba bien como historietista, más en la editorial líder del rubro. Wood recordaba la relación previa con Lucho como la de “dos muertos de hambre locos por Sumeria”, y de ese entusiasmo conjunto había surgido el personaje.

Para Editorial Columba, en tanto, también fue un momento simbólico. Quizás sin saberlo, acaban de encontrar al autor que se convertiría en su estandarte. Aún hoy, décadas después de que la editorial cerró y pese a las decenas de guionistas y dibujantes que cobijaron sus páginas, Wood es el más célebre y más representativo de todos.

A Wood sus múltiples trabajos previos a su vida como guionista, consideraba, le habían permitido pensar personajes y situaciones. Pero también hacerlos más cercanos. “Un producto hecho con ganas llega al pueblo, y si además viviste la vida de las personas que te leen, de una manera u otra los retratás”, observaba. Incluso aseguraba que “la historieta de Columba fue la verdadera historieta justicialista: la leían los peones y el medio pelo”.

De su método de trabajo no decía mucho. Lo asemejaba a la escritura automática y juraba que se sentaba a escribir sin ninguna idea, que simplemente las palabras iban surgiendo unas tras otras.

Desde hace algunos años arrastraba una enfermedad y había cruces públicos de su entorno por su salud y el legado de su obra, que ya preparaban a sus lectores para el desenlace del domingo. Por otro lado, el mismo Wood había hablado de la muerte en otras ocasiones. “El día que Robin Wood no pueda escribir, estará muerto”, aseguró alguna vez. Y a Página/12 le había dicho, mirando a su alrededor en una convención de cómics, que “el día que me muera voy a estar muy, muy enojado, porque esto, hermano... pucha, es maravilloso”.

 

Robin Wood para principiantes

Nippur de Lagash: la primera, y una de las más populares historietas de Wood fue una creación conjunta con el dibujante Lucho Olivera. Narra la historia de un general sumerio que es obligado al exilio tras una invasión. Nippur recorre el mundo antiguo y en esos periplos gana fama como aventurero, pero también como hombre sabio.

Dago: La vida de Dago recuerda a la del Conde de Montecristo. Dago es un noble veneciano caído en desgracia y dado por muerto por sus enemigos, pero que persiste en acecharlos desde las sombras, mientras vende su espada como mercenario o viaja por Europa para terminar siempre involucrado en las intrigas palaciegas. En la Argentina aún se publican sus aventuras en tomos recopilatorios de las editoriales Comic.ar y Revolver.

Mi novia y yo: era una serie creada para la revista Intervalo (la antología de historietas orientadas al público femenino de Editorial Columba) y era una suerte de parodia de la vida del propio guionista. Tino, el protagonista, era periodista en la editorial “Palomita”, una clara referencia a la propia Columba. Junto con Pepe Sánchez son dos de los títulos más recordados, gracias a su costado humorístico.

 

Mark: Fue una historieta de acción post-apocalíptica que el guionista paraguayo creó junto a Ricardo Villagrán, inspirada en la película The Omega Man (Boris Sagal, 1971). La historia cuenta que los directivos de Columba desconfiaban del material y tardaron tres años en publicar sus primeros episodios.