Podría mencionar muchas canciones que me marcaron en distintos momentos, despertando edades y registros muy diferentes. Hay huellas que recuerdo de niño, como impresionarme de escuchar a Pavarotti o a Freddie Mercury cantar con esos caudales increíbles de voz o bailar “Bohemian Rhapsody” saltando apasionado, emulando ser todos los instrumentistas.

Fue un hito para mí que, con 12 años, en el viaje de egresados a Córdoba de séptimo grado, un amigo, Marce, me haya acercado a la rocola del salón, ponga una moneda, levante las cejas y me diga “escucháte este tema”. Y sonara a todo volumen “Dulce condena” de Los Rodríguez mientras yo abría los ojos y la boca de par en par. Y no es que haya sido un ferviente seguidor de la banda, pero ese momento significó parte de lo que después siguió en la escuela secundaria con el rock, el punk, el grunge, el reggae…

Pero hubo una etapa en la cual la escucha empezó a tomar otras dimensiones y llamaron mi atención la música clásica, el jazz, la bossa y diversos folclores del mundo. Eso que de alguna manera había sonado en mi casa desde pequeño, volvió a dimensionarse al acercarme a los 20 años. Entre el universo que se me abría por entonces estudiando actuación, estaba el degustar filosofías, conocer poetas, obras o leer a los ensayistas más experimentales del arte. Así fue que me llegó casi al mismo tiempo un libro de Artaud junto al disco verde amarillento de Pescado Rabioso que me disponían a buscar “La sed verdadera”.

Por esos tiempos nos fuimos a vivir con mi hermano a un departamento en Parque Chacabuco, el “Dios de la adolescencia” estaba en crisis. Ya había sonado bastante música en mi vida, pero siempre quedaba por descubrir aquello que nos sorprenda y pueda ponerse a girar varias veces en el equipo para bailarlo, acostarse en el piso con ojos cerrados y auriculares y mostrárselo con emoción de hallazgo a un ser querido. Mariano, amigo desde la primera infancia, me regala entonces el disco Bicicleta de Serú Girán. Algunos temas me gustaban mucho y otros la verdad no tanto, pero cuando llegó “Desarma y sangra” algo en mí vibró de otra manera. Sentí una profunda conexión con esa canción, que yo asocié a un estado de lucidez y honestidad. Ese piano clásico, pero nada solemne, que inicia sensible, con maestría, y da lugar a la voz de un Charly sutil en uno de sus mejores momentos vocales, enunciando lo más fuerte y voraz con belleza arrasadora. Me acuerdo cómo le presté atención a sus respiraciones antes del comienzo de cada frase. Pianos, sintetizadores que llegan a la cima del drama atravesando los pasajes más hermosos y emocionales hasta alcanzar un in-crescendo que queda suspendido en un silencio, del cual la voz, ya en otro lugar, vuelve a aparecer: “Miro alrededor… ” para concluir en la fragilidad más grande que puede implicar desarmar y sangrar. Y ese último momento del piano, que retorna mágico y culmina con los bajos del sintetizador que crece en corporeidad, hace que se vivencie una obra de arte en menos de cuatro minutos. De esas obras a las que, si uno se entrega, tarda un tiempo en volver.       

 No pude evitar pegarme al parlante y recibir todo eso que iba llanamente al pecho y conmoverme hasta llorar. Me atravesaba directamente en ese dolor que significa dejar atrás a alguien. Dejar de ser alguien y empezar a ser otro. Ese soltarse y entregarse, en un salto a lo desconocido, llorando y riendo al mismo tiempo.

Sin lugar a dudas en esa época, hermosa y vertiginosa, donde yo volvía a componer mis temas desde otro lugar, esa canción fue confidente de lo que estaba vivenciando y durante mucho tiempo la volví a escuchar, sólo en algunas ocasiones, cuando necesitaba volver al corazón, para recordarme algo de lo esencial, del “amor sagrado”.

Al día de hoy creo que es una de las canciones más profundas que se pueden haber escrito. Una pequeña e inquietante pieza dramática del estilo de la brevísima “Separata”, que ya había esbozado un temprano Charly del primer disco de Serú. Me resulta, aún más impresionante pensar que la música de “Desarma y sangra” la haya hecho, como afirmó el mismo García, un niño de tan sólo 12 años: “Todo está atrás, cuando eras chico”, dijo. Y me hace retornar al principio, a percibir el impacto y las trasformaciones que me causaban esas primeras escuchas de la niñez, donde cada conjunción de sonidos ocupaba el espacio y se convertía en los universos más variados, produciéndome todo tipo de transiciones. Seguramente Charly tenga mucha razón en pensar que es allí, en esa patria que es la infancia, donde suceden las fuentes de inspiración que pueden llegar a venirnos después. 

Sebastián Kotliar explora e indaga en diversas artes desde muy pequeño. De espíritu inquieto, lo convocan las artes plásticas, la magia, el canto, la poesía y la creación de historias. Como cantautor, desarrolla la canción tomando elementos del teatro, diversas poéticas y géneros musicales. De impronta rioplatense, hay fusionados en su crisol sonoro elementos del rock, la música clásica, el jazz y folclores latinoamericanos, donde el decir se pone en foco de un modo metafórico, representativo y sensible. Actualmente está presentando su segundo disco, Días y cuerdas con la co-producción artística de Eugenio Schraier. Tocará el sábado 30 de octubre en el Antiguo Tambo de Parque Avellaneda a las 17hs. Y sino, también lo hará elsSábado 13 de Noviembre en Casa Dasein.