A los catorce años Willa Cather fue al peluquero y le pidió que le cortara el pelo al ras. Era el año 1887 y el pelo corto no era una moda para las jóvenes, mucho menos en un pueblo tan chico como Red Cloud, en Nebraska. Rodeado de campos interminables, la familia Cather se había mudado a “las grandes planicies”, entre pioneros europeos que trabajaban en la difusa frontera con el norte y el oeste. El pelo corto le valió una represalia en la escuela y la familia se escandalizó. A ella poco le importó. Llegó aún más lejos: se vistió de traje y galera, y tomó papeles masculinos en las obras de teatro locales. Primero como el padre comerciante de La Bella y la Bestia y después como un militar en la guerra de Secesión. Empezó a firmar como William Cather.

Willa Cather no se sentía cómoda en la vida de pueblo. Adoraba la Ópera, leía desaforadamente a Charles Dickens y a Rudyard Kipling. Cuando empezó la universidad con la ambición de convertirse en doctora, cambió el rumbo al ver un ensayo de su autoría publicado en el diario de la Universidad de Nebraska; no hay nada más poderoso que encontrar el nombre propio impreso en un pedazo de papel. Willa Cather, sin embargo, no fue una periodista de raza. Lo consideraba un viaje acelerado en tren, que te permite mirar todos los pueblos sin detenerse en ninguno. En el ensayo El arte de la ficción, publicado por la editorial argentina Monte Hermoso en un bello volumen que reúne varios textos donde se revelan aspectos de su proceso de escritura, Cather previene a los jóvenes escritores de no caer en la tentación del periodismo, y sortear “aquellas historias que sorprendían y deleitaban por su minucioso detalle fotográfico y que, en realidad, no eran más que vívidos reportajes”.

A pesar de su posterior desprecio por el oficio, Cather trabajó muchos años como periodista y editora para McClure's Magazine, en Nueva York. Vivía en el barrio de Greenwich junto con la editora Edith Lewis, rodeada de inmigrantes polacos, checos, irlandeses, italianos y chinos. Ese ambiente de la ciudad, a comienzos del siglo XX, es lo que se respira en dos relatos de La belleza de aquellos años, volumen de cuentos que Mardulce distribuye en librerías. En “¡Próximamente, Afrodita!”, narra el romance platónico entre dos inquilinos de pensión, un pintor y una secretaria, que tienen objetivos en la vida muy diferentes. Y en “Un zapato dorado” un empresario de la pujante industria del carbón asiste a un concierto que una cantante da en la ciudad. Al compartir un viaje de regreso en tren, los dos mantienen una acalorada discusión sobre la funcionalidad del arte y su manera de mirar la vida.

Cather empezó a escribir a los 38 años de edad. Siempre abjuró de Alexander´s Bridge (1912), su primera novela, una historia de amor plagada de simbolismos, y no fue hasta la aparición de Pioneros (1913) en donde Cather encontró los matices de una voz propia, y de un universo: el campo del Midwest, con sus colonos desgarrados por el trabajo de la tierra, la añoranza de una cultura lejana y la perspectiva de un futuro siempre incierto. Con su segunda, Cather inicia una trilogía de libros hermosos: El canto de la alondra (1915) y Mi Antonia (1918). La descripción de un paisaje vasto e inmenso, en consonancia con la interioridad de los personajes y con un análisis exhaustivo de sus emociones fue lo que caracterizó a su narrativa. Ese universo puede leerse en el cuento “El vecino Rosicky”, en donde un campesino de origen checo recibe una advertencia de su médico de cabecera sobre el estado de salud de su corazón. Al dejar de trabajar, y con demasiado tiempo libre en la casa, el hombre recuerda su viaje errático hasta los campos de Nebraska. “Nada se parecía a la muerte menos que ese lugar; nada era más adecuado que ese lugar para un hombre que había trabajado en las grandes ciudades mientras anhelaba el campo abierto hasta llegar a ser parte de él”.

“El peñón embrujado” es otra muestra de su destreza plástica para convertir el paisaje en poderosas imágenes mentales. La anécdota de un pueblo indígena desaparecido se convierte en una metáfora del desarraigo (aquí se respira el universo de Alice Munro, gran lectora de Willa Cather). El último de los cuentos traducidos y seleccionados por Maximiliano Tomas para esta antología pertenecen al último libro de la escritora nacida en Virginia. Fue publicado de manera póstuma en 1948. “La belleza de aquellos años” no sólo hace referencia al desconsuelo por el paso del tiempo que experimentan los personajes, sino también a la propia Cather. Hacia el final de su vida, Cather gozó de una enorme popularidad aunque no se sentía cómoda en con su vida pública o que la gente le pidiera autógrafos en la calle. La vieja vida de campo en la frontera de Nebraska, de la que había intentado huir en la adolescencia seducida por una vida aventurera y más interesante, volvía a su recuerdo de manera constante.

No le importaba que su rostro hubiera estado en la portada de la Revista Times, que sus libros fueran leídos con el mismo fervor con el que se había leído a Dickens, y el hecho de haber ganado el premio Pulitzer por su novela Uno de los nuestros, una novela bélica que agotó muchas ediciones pero no fue bien recibida por la crítica (Hemingway dijo que Cather nunca había estado en una guerra, y se notaba), Cather en su imaginación habitaba en el Midwest. Luego de la Depresión de 1930, la narrativa norteamericana viró hacia historias de un realismo urbano y visceral, Cather, en cambio, nunca dejó de escribir sobre el campo y su gente; el lugar que, al comienzo de su vida, había sentido ajeno y lejano. Cather vivió la contradicción entre el mundo rural y el deseo de una vida agitada e interesante. Alejada de la ciudad de Nueva York, en una enorme casa al norte de Estados Unidos, en Pittsburgh, años antes de morir de un cáncer de mama a los 73 años, le escribió a su amiga Edith Lewis, con quien compartió treinta y seis años de convivencia: “El final poco importa. Solo nos queda el camino”.