Las lágrimas del tiempo corrían, lúbricas, sobre sus mejillas inundadas de tanto desconsuelo.

“Sólo otra vez”. “Sólo otra vez”. Pensó.

Entre tanta angustia desparramada sobre la cama, los muebles, la habitación oscurecida por la noche y apenas atinándose en claros por la inaudita y platinada luz de la luna llena que encandilaba desde el cielo, “sólo otra vez”, volvió a pensar, ya diciéndolo, ya casi sin fuerza, casi sin ruido, como si fuera nada más que un deseo ronco que desde un exabrupto irrumpía en sus labios atónitos, “respirá”, susurró despacio, de manera casi inaudible, “respirá”, dijo otra vez, de forma más concreta y viviente, “respirá” dijo con fuerza esta vez, “respirá, carajo” empezó a gritar con fuerza, una vez, y otra, y otra vez más, hasta que logró convencerse, después de sacudirla y sacudirla sin cesar, de que ella estaba muerta, que había irrumpido sin apuros ni escándalos estrepitosos en esa zona desconocida para todos los que seguimos vivos, en esa zona de incógnita y desconsuelo a la que no podemos llegar, no al menos, hasta que el de arriba nos diga.

Pegó el grito otra vez, después un amplio y largo alarido, y, al mismo tiempo, dejó de sacudir el ya cadáver, ya sin aire, sin tono, sin un músculo que se le moviera en todo el contorno de su piel, ya fría, ya abandonada del calor de esta puta vida, ya dejada de la mano de Dios y arrimándose a otros bordes, a otros destinos, a otros crepúsculos de sombras y a otras auroras de luz, andá a saber, che; andá a saber che, qué carajos pasa cuando nos morimos, quizá sea eso del túnel y de la luz maravillosa y fantástica que nos hace sentir tan bien, quizás sea algo que no tenga nada que ver con eso, ni las fogatas ardientes del infierno tan temido, ni las maravillosas alturas apapachadoras del paraíso.

“Ella ya era vieja”, pensó, “estaba cansada”, volvió a pensar, “le dolía todo”, “hasta las uñas”, “se le hacía difícil seguir en esta vida, remándola, soportando todo, esforzándose cada vez más para poder hacer lo mínimo, lo mínimo indispensable para no tener que depender de nadie, de nadie que la viniera a asistir en forma permanente y cotidiana”.

Ella no quería reconstruir ese cordón umbilical que había perdido cuando salió del útero, quería mantenerse así, altiva, autónoma, dentro de lo que ella misma podía, dejando pasar los días, entre cosa y cosita que cada vez le costaba más y tanto y tanto hacer, con alguna que otra colaboración de alguna que otra vecina, con alguna que otra colaboración de algún hijo o hija que se acercaba, de algún nieto, de algún pariente, de algún ex alumno de ésos que no dejaban de aparecer por su casa, “no hay nada mejor que ser una maestra jubilada”, pensó, otra vez, “ya casi todos tus alumnos hacen fila en la puerta de tu casa para venir a saludarte, para venir a ayudarte, para venir a consolarte, para venir a recordar juntos antiguas anécdotas de la vida escolar, antiguas anécdotas de patio y pizarrón, y chicles y rayuelas y elásticos y pelotas rompiendo vidrios y pelotas de trapo secuestradas y a la dirección porque si no, no prestan atención y entonces tampoco aprenden…”.

Trató de acomodar el cuerpo, ya invadido por la frialdad de la muerte de la mejor forma que pudo; a pesar de todo, a pesar de siempre, a pesar de tantos años de recorrer los caminos de la vida juntas, “parece que descansara”, pensó, “parece contenta, alegre”, volvió a pensar mientras miraba a la mujer que había partido, ya ida, entrando en los arrabales de la paz más inmensa, entonces, buscó en la mesita de luz, cerca de la cama, la libretita azul en donde estaban anotados todos los teléfonos, entonces, y sólo entonces, llamó al servicio de emergencias, llamó para decir, que, creía, estaba ya casi segura, de que su madre la había abandonado para siempre.

 

Nota: Quedar huérfano siempre es una desgracia, a cualquier edad y por cualquier motivo que fuere. En estos tiempos perdimos al Diego, a Robin Wod y a muchos genios más. Pero la vida sigue y nos sorprende, como Charly, que a pesar de todo y todos sigue vivo, con un talento incólume que resiste como la Torre Eiffel o el Obelisco. Me enamoré de Charly García a los 10 años, ya había leído a Olga Orozco y a Pablo Neruda, pero fue sacando la letra de “Canción para mi muerte” que yo supe que iba a ser poeta. Recuerdo cómo escuchábamos atentamente “Botas locas” (en “Pequeñas anécdotas sobre las instituciones”, 1974), la “canción prohibida”, cuando el proceso militar recién estrenaba las suyas, y cómo pudo, a pesar de todo y de todos, tocar “Los dinosaurios” en recitales repletos de gente. Te queremos Charly, te seguimos queriendo. 

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