En la Argentina, como en otros países latinoamericanos, la palabra clientelismo huele a feo. En esta etiqueta suele haber sustrato moral y maniqueo cuando se lo usa para descalificar a otro, mucho más si lo que está en juego es el intercambio de recursos del Estado. Gabriel Vommaro y Hélène Combes proponen, en cambio, entrar al clientelismo para poder salir de él. El clientelismo político es un intento de sentar bases para alcanzar una idea más acabada de este fenómeno; para ello proponen una definición que supere las más convencionales y simplificadoras. El clientelismo “es una relación política personalizada entre actores provistos de recursos desiguales, en la que hay intercambio de bienes por lo general públicos; una relación regulada por principios morales puestos en juego de manera contradictoria a la vez por los actores involucrados en ella”. En una extendida charla, Vommaro cuestionó las miradas instrumentalistas del término y planteó una discusión política profunda y desmitificadora del término.

–En el libro El clientelismo político definen la noción de clientelismo. ¿Qué papel juega la dimensión moral en esta definición?

–Intentamos reunir allí miradas de tipo instrumentalistas que ven al clientelismo como una negociación calculada, y la mirada culturalista de la antropología que da peso a la dimensión normativa, esto es, cómo los patrones culturales intervienen en la creación de hábitos culturales del clientelismo. Hay una larga tradición que analiza cómo el clientelismo se entrelaza con vínculos de parentesco, de amistad, con otro tipo de relaciones sociales muy arraigadas en ciertas comunidades.

–¿La definición que ustedes proponen estaría a mitad de camino entre estas dos miradas?

–Nuestra definición toma las relaciones clientelares como relaciones moralmente construidas, donde los criterios de justicia, el cómo y el qué del intercambio son criterios morales que se arman por las partes en una relación reflexiva y recursiva. Intentamos no pensar los vínculos clientelares como gobernados por materia inconsciente que hace que los clientes actúen siguiendo cierto patrón que no comprenden pero que los lleva.

–De hecho, en el libro ponen en cuestión la idea mecanicista del cliente como autómata que no racionaliza.

–Esa es una primera cuestión. La segunda –para la cual fue importante el alcance comparativo de nuestra investigación, que trabaja terrenos, países y contextos históricos muy diferentes– es pensar que el clientelismo en la actualidad es un asunto moral en un doble sentido. Tal como decía, los actores negocian la justicia y aquello que se intercambia, así como el cómo y la forma en que se producen esos vínculos.

–¿A qué se refiere con “el cómo y la forma”?

–Me refiero a qué es merecer un bien y qué es ser un buen referente, un buen dirigente: ser agradecido, ser leal, ser bueno. Son formas de construir estos vínculos personalizados en términos morales. El segundo sentido de la moralidad se relaciona con que el clientelismo es cada vez más un problema de tensión pública, en el que se interesan las ONGs vinculadas con los derechos humanos, con el tema de la transparencia y con la corrupción, así como los organismos multilaterales que financian programas sociales y quieren que el gasto no sea usado para fines políticos. Y es un problema público que también se moviliza en campañas electorales, entre candidatos que se denuncian mutuamente; eso ocurre tanto a nivel general como local. El clientelismo es también una etiqueta, no solo una relación.

–¿Con qué sentido es usada como etiqueta?

–Es un término usado para descalificar. Eso lleva a preguntarse a qué cuestiones está asociado el clientelismo como problema en diferentes momentos históricos y en diferentes contexto regionales. Hay buenos trabajos de etnografía que muestran muy bien cómo, por ejemplo en barrios populares, circulan denuncias de clientelismo entre los propios actores. Ya no se trata de un tema que se apropia el investigador ilustrado para echar luz a un fenómeno culto, pasa a ser una categoría que usan los actores. En estos lugares se usa la etiqueta para acusar, denunciar actores, partidos que consideran que actúan de modo inapropiado. En un barrio puede pasar que haya referentes políticos de diferentes sectores que compiten por el mismo electorado y que entre ellos circule mucha información.

–¿De qué tipo?

–Del tipo “bajan bolsones, se llevan a la gente de las narices”. En el vínculo más clásico –que se da entre el mediador, el cliente, el vecino de un barrio–, también puede aparecer la frase: “yo no te manipulo, vos haces lo que querés”; allí ingresa la idea de clientelismo como manipulación entre las partes.

–En el libro, la dimensión moral aparecía como un aspecto externo a la definición de clientelismo que era usada para descalificar aquello concebido como clientelismo. Sin embargo, usted lo presenta como un elemento constitutivo de su definición.

–Es que creo que son dos dimensiones de la vida moral del clientelismo que están íntimamente conectadas. Las podemos diferenciar. Por ejemplo, cuando las personas negocian los términos de una relación personalizada donde hay vínculos laborales difusos, que no están reglamentados, donde también hay arreglos morales mediante los cuales se negocian los términos de esa relación. Pero al mismo tiempo, en los vínculos clientelares, los clientes de un barrio son también telespectadores, lectores de diarios o redes sociales. No son personas que viven en un frasco, sino que consumen imágenes de su propio barrio y de ellos mismos.

–¿Cree que reproducen –e, incluso, actúan– esos estereotipos que consumen?

–Reciben los estereotipos y pueden usarlos critica o acríticamente. Pueden usarlo para confirmar el discurso: “todos los políticos son malos, todos roban…” o  para decir: “no soy como ellos”. Hace un tiempo hice una comparación etnográfica junto a Julieta Quiros, que se llama “Usted vino por su propia decisión”.

–¿Por qué eligieron ese título?

–Porque era lo que le decía una dirigente barrial a una persona que iba a participar de un acto. Ante la mirada del observador académico, era importante dejar asentado que la otra persona estaba yendo sin ser manipulada. Los estereotipos y las observaciones críticas de cómo se da la política cara a cara son incorporadas y asimiladas por los propios actores. Por eso, volviendo a la pregunta, esas dos caras de la vida moral de las relaciones se conectan mucho y por eso son muy dependientes de la historicidad en la que se inscriben. No es lo mismo el problema clientelar de los años ‘50 para la antropología del mediterráneo, que el problema clientelar de la Argentina o de México en los años 2000.

–¿Qué explican los dichos de esa dirigente? ¿En qué medida, ustedes como investigadores quedan aferrados a la “responsabilidad subjetiva” que subyace a esa frase? ¿O tienen una mirada más holística, de conjunto, de ese tipo de relación?

–Dos cuestiones importantes. La primera es que las relaciones clientelares deben ser pensadas en configuraciones sociales más amplias. Pongo como ejemplo el clientelismo de la Italia de los años ‘60, donde las clases medias colocaban a sus miembros en el Estado a través de las redes de la Democracia Cristiana, eso nos lleva a pensar cómo se configura la sociabilidad de las clases medias en las ciudades del centro y sur de Italia y cómo se crean los canales de acceso al Estado. Si bien hay una reconstrucción más holística de las condiciones de profundidad que conforman al clientelismo como relación, al mismo tiempo el investigador que quiere tomar en serio esta vida moral del clientelismo debe reconstruir las configuraciones morales del clientelismo.

–¿A qué se refiere, concretamente?

–A analizar cómo aparece el problema clientelar en cada país, de qué tipo de sectores sociales se trata, qué bienes son intercambiados, intentamos mirar también los criterios de justicia o de vínculo que se construye en cada caso. Y junto con eso, de hablar y observar a los actores en su vida cotidiana. Eso permite remitir las formas de hablar, las formas de decir, las formas de asimilar cierto tipo de valores, que se vinculan con las variables macro que aparecen de un análisis holístico. Lo de las mediciones es un gran debate, hasta el momento la ciencia política ha fracasado en la elaboración de instrumentos viables para medir este fenómeno, porque desconoce esta vida moral del fenómeno. Puede haber variables cuantitativas, pero es necesario además tener una inmersión cualitativa en el campo. 

–¿A qué tipo de instrumentos cuantitativos se refiere?

–En las últimas décadas aparece la cuestión del problema clientelar vinculado con la manipulación de bienes de origen público. Eso está muy vinculado con la efectividad de los programas sociales en cuanto a ser o no manipulados en pos de vínculos clientelares, por ejemplo en América Latina. Hubo intentos de medir esta manipulación preguntándoles a las personas si habían sido tentadas a votar o ir a tal acto a cambio de un bolso de comida. En general, las encuestas de este tipo dan resultados muy bajos, porque muy poca gente admite eso. También se han hecho preguntas tales como: “¿Usted conoce alguien que…?” Y sí, todo el mundo dice conocer a alguien que… con lo que termina siendo una teoría del rumor más que de la práctica clientelar. La necesidad de cuantificar fenómenos de este tipo lleva a caminos sin salida.

–Ciertamente, sobre todo si se proponen variables de medición discretas con el objetivo de “explicar” un tipo relación de una alta complejidad.

–Claro, son relaciones de larga duración en las que las personas intercambian cosas como parte de un vínculo que por ahí tiene que ver con otras cuestiones que exceden a ese intercambio. Un fenómeno muy interesante, que se da en los casos mexicano y argentino principalmente, es que los vínculos en que median bienes de origen público están vinculados con políticas sociales que combaten la pobreza, con transferencia de recursos de los Estados a las clases populares. Y una gran parte de esas políticas pasan a través de mediaciones locales, formas de intermediación que establecen relaciones de largo plazo con las personas, entonces es muy raro que alguien llegue con bolsas de comida a un barrio y las reparta, puede pasar pero es raro. Realmente, pensar los vínculos clientelares como puro intercambio y pretender medir la frecuencia de ese intercambio, es desconocer otra dimensión que para mí es la más central.

–¿Qué rasgos tiene esa otra dimensión del clientelismo que no se logra cuantificar?

–La literatura muestra que, en primer lugar, las relaciones clientelares no son las únicas relaciones que hay en los barrios o la única forma que toma la política, no son tampoco las formas fundamentales en que se relacionan entre sí. Uno estudia los vínculos clientelares cuando le interesa pensar cosas más complejas.

–¿Cómo cuáles?

–Como la transformación del vínculo del Estado con ciertos grupos sociales, la redefinición de formas de participación política. Fuera de este contexto es común que a uno le pregunten cuán clientelar es una sociedad.

–Y se pierden de vista las singularidades, que ustedes logran mostrar en esta mirada comparatista. Por ejemplo, ¿qué rasgos diferenciales presenta el caso italiano que trabajan en el libro?

–Allí, los vínculos clientelares tienen que ver mucho con el modo en que las clases medias resolvían estrategias del acceso de sus miembros al Estado. El caso italiano nos permite salir de la asociación de clientelismo con hambre o necesidad, del sentido biológico de la necesidad. Se trata de relaciones personalizadas que establecen criterios locales de intercambio entre una persona que controla cierto bien y otra que quiere acceder a él. Se trata de bienes de muy diverso tipo, y el intercambio no supone que el cliente está necesitado en el sentido de que si no tiene ese bien se muere. Eso es caer en una mirada moral del observador, una mirada catastrofista que suspende cualquier tipo de comprensión del fenómeno porque todo es terrible: la urgencia, el pobre…

–¿Cómo describe la relación entre el Estado y lo local, desde este tipo de vínculos?

–Se trata de los vínculos de las personas con el Estado, en este caso, de cómo los partidos o movimientos son o no mediadores entre los bienes públicos y los ciudadanos. También hay cuestiones vinculadas con tradiciones culturales que son importantes. El caso japonés muestra la presión de las bases hacia los diputados, a través de los koenkai, que son clubes locales. En ciertos momentos las presiones para que los diputados se hicieran cargo de fiestas de sus seguidores fueron tan grandes que debieron sacar una ley para prohibir las erogaciones de los diputados hacia sus clientelas, no tanto para proteger al cliente de ser manipulado sino para proteger al diputado de la presión ejercida desde abajo. Si salimos de la simplificación de asociar clientelismo con pobreza y con necesidad podemos reconstruir estas complejidades culturales, de configuración social, organizativas, para comprender cómo resuelven ciertas personas determinados problemas o la apropiación de recursos.

–En el libro retoman una idea elocuente de Denis Merklen: la relación de las clases populares con lo político no puede analizarse solo desde la relación clientelar. ¿Cómo discutir la mirada simplificadora y estereotipada de la relación de los pobres con la política?

–El libro empieza definiendo el clientelismo y termina proponiendo salir del clientelismo. El libro nace de nuestra propia incomodidad: Hélène y yo estábamos disconformes con el concepto, con cómo era definido y tratado. Este libro se propone sentar bases para tener una idea más acabada del clientelismo. Creemos que es mejor pensar cómo se construye la economía moral de los vínculos políticos o cómo los actores construyen las relaciones vinculadas con un determinado rol. Hay elementos que aportan herramientas más ajustadas para pensar esos vínculos políticos personalizados que la etiqueta del clientelismo. Nosotros decidimos entrar a ese concepto y salir con una definición más compleja. Con nuestra definición asumimos que se puede permanecer en el clientelismo a condición de tomar todas estas dimensiones. Cuando yo digo salir y entrar no me refiero al fenómeno sino al concepto. Si usamos este concepto, definámoslo mejor, incorporando estas dimensiones que no habían sido pensadas. Y cuando el concepto se estira demasiado, salgamos del concepto, pensemos otras cuestiones.

–¿Cómo lidia un investigador con sus propias convicciones, valores y percepciones, cuando estudia los vínculos clientelares?

–Cuando me entrevistan sobre el libro, me preguntan: “¿el clientelismo es bueno o malo, le hace bien o mal a la gente?”. Como científicos sociales estudiamos actores que nos gustan y otros que no. Una primera dimensión es la comprensión del fenómeno, los mecanismos que lo constituyen, la lógica de sus lineamientos, sin la cual es imposible ningún tipo de juicio. Pero además, en los casos argentino y mexicano que estudiamos en el libro, frente al estigma de ciertos sectores sociales nos parecía que tener una definición más compleja y ajustada del fenómeno era proponer una mirada menos simplista, menos estigmatizadora del modo en que hacen política ciertos grupos sociales. Nuestra dimensión política está ahí. 

–¿Qué responde cuando le preguntan si el clientelismo es bueno o malo?

–Que si yo hiciera el mundo de cero como una masa de plastilina, probablemente no le pondría “clientelismo” a este mundo, le pondría paz, justicia, igualdad. Pero como científico social no me dedico a hacer el mundo que deseo con plastilina, sino a comprenderlo, entonces poco importa si para mí el clientelismo es bueno o malo.