Se me rompió tres veces el auto en el lapso de una semana y dos días. El fin de mes es para locos, y, como dice el dicho, todo el mundo lo es. No suelo justificar mi desgracia con hechizos o gualichos, pero en este fin de mes me veo resignado a sacarme la mufa con una curandera. "Creer o reventar", me decía en opción mi abuelo materno, que, con el tiempo, entendí que más que una opción era su resignación encubierta, su resignación con carpa ante mi presencia curiosa e infantil. Podría haberme dicho, puteando, "estos hijos de puta están destruyendo todo, otra vez, otra vez", pero elegía la opción falsa como para mantener la administración de mis fantasías.

Se me rompió el auto, no anda. Tres veces en nueve días. Es mucho para tan poco tiempo, entndé. Encima, a fin de mes. Y no sólo no marcha, sino que repararlo me implica un gasto mayor que los que puedo costear. Anda mal. Ando igual. Cambió todo. Necesito tregua.

Estaba en la esquina estacionado. Lo dejé ahí para comprar unas salchichas y hacerme unos panchos como para satisfacer mi apetito de destrucción. No venía bien, te dije, más bien mal, más mal que bien, tirando casi exclusivamente a mal. Un amigo me dijo -no hablaba de amor, pero no me importó de qué hablaba- "¿Cómo puede destruirse en un día lo que se construyó durante años, décadas?

Es así, qué va a ser, le dije. Y me acordé de mi abuelo, de mi tío abuelo, de mi viejo, y de mi otro abuelo radical del Correo Argentino, todos, atados tipo ristra de salames. Lo sabían, porque yo ya lo había oído de ellos una centena de veces.

Bueno, pero quería decir otra cosa. Me olvidé. ¡Me olvidé, viste! Qué te dije. Eso me pasa, ando mal de la memoria, tengo muchas cosas en la cabeza, y no tengo nada a la vez, porque no me sale nada de lo que me debería salir, puro chirimbolo de encubrimiento. Debo tener algo, alguna trombosis leve o algún tumor. Yo tenía buena memoria, siempre tuve buena memoria, estudié Derecho por eso, y ahora, de un día para el otro, no me sirve para nada. Treinta años de memoria para que un día, vaya a saber por qué razón inconfesable, se va, toda. Entndé.

Para qué vas a construir como una hormiga si podés destruir como un buitre, así, de un zarpazo. La eficacia de la destrucción no encuentra competencia entre los obreros de la construcción, están condenados al polvo.

Bueno, pero viste, quería contarte otra cosa. Y no. Me olvido de lo que hablo, aún de lo que olvido. Ando mal. Entndé. Y a una velocidad que a veces no llego ni a escucharme, incluso a olvidarme que hablo. Pero ahí me re cago, se me "hirve" la cabeza, me meto a la ducha fría del susto, llamo a mi psiquiatra, le hablo de mis anginas de pecho infantiles, rezo un Ave María, dos, tres a veces, me tapo los pies con una mantita al crochet, me como unos panchos, mayonesa, savora, uno y uno, alterno, seis, doce me como.

Es así, qué vá a sé, como decía mi abuelo radical del Correo Argentino. La otra noche también. Dejé estacionado el auto en la esquina de la despensa porque tenía ganas de comer unos panchos. Me bajé, había salchichas pero no pan, entonces me compré unas patynesas. Y me fui a mi casa caminando, 200 metros, tampoco caminé 5 kilómetros. Llegué. Me comí unos panchos con mostaza y mayonesa. Doce. Miré a Del Moro, a Fantino. Me acosté. Dormí. 

Me levanto al otro día, muy temprano, con dolor de hombros. Me sonó una alarma que golpeó a todo el sueño. Voy a buscar el auto, y no está. ¡No está! ¡Era eso! ¡No! ¡¿ Y el auto?! ¡¿Ey, no viste un auto acá?! Yo lo había estacionado con la cola en línea amarilla, sólo la cola, el 75% del auto bien estacionado, como máximo una multa, ¡¿pero que me lo lleve la grúa por eso?! No puede ser, le digo al mozo del bar que está enfrente de la despensa. Me dice que de ahí nunca se llevan autos las grúas. ¿Seguro? Entonces me lo chorearon. Y, eso es más probable que la grúa por acá, me dice el pelotudo. Lo puteo con la vista, lo ameritaba su insensibilidad, y empiezo a llamar a mi seres queridos cercanos. Llamo al 911*. La policía dice que en breve llega al lugar. Mi hermano también. Me dice tranquilo, si todavía no hiciste la transferencia. Le digo que me quiero matar, que todavía no es ni mío, que nunca tuve nada, que todo siempre fué de otro, que con lo que me costó, con lo que me sigue costando, con lo que me costará, con lo que me habrá de costar durante doce años de crédito prendario, y ya es propiedad de otro. Entndé. Qué destino desgraciado. Por lo menos cuatro años de laburo condonados a la urbe, o a la arbitrariedad de un hijo de remil utilitarias de putas. Empiezo a correr. No puedo quedarme en ese lugar. Corro abrigado por la sospecha de que ando mal, corro una vuelta manzana para dejarlo atrás, atletismo de desesperación, corro otra vuelta más, más rápido, ya sobre la manzana próxima a mi casa, busco abandonarme. Lloro e insulto. Me pego en la cabeza. Piso caquita de perro. Me lo merezco. Y ahí está, en la calzada de mi casa. El auto. Estacionado. En frente. Con la alarma encendida. Y lloro, lloro, lloro, lloro. Aún lo hago mientras testimonio ante la policía. Que no entiendo qué hace acá. Me recomiendan Flores de Bach y Constelaciones Familiares. Supongo que, por lo que me interroga, alguien los llamó por un auto robado.