El tercer largometraje de Julia Solomonoff, Nadie nos mira, no es autobiográfico pero transmite sensaciones que la guionista y directora argentina, radicada en Nueva York, experimentó en carne propia: la soledad que siente un inmigrante latino en Estados Unidos. Solomonoff vivió en la Gran Manzana entre 1997 y 2001, luego regresó al país y, al poco tiempo, se produjo el estallido en la Argentina. Y desde 2009 vive en la ciudad estadounidense dando clases de cine en universidades. Con lo cual sabe lo que se siente lejos de casa. La realizadora había debutado detrás de cámaras con Hermanas (2005) y su segundo largometraje, El último verano de la Boyita (2009), también hablaba de una auténtica mirada de género. 

El film que se estrena mañana en la cartelera porteña tiene como gran protagonista al actor Guillermo Pfening, quien hace unas semanas ganó el Premio al Mejor Actor en el Festival de Tribeca por su composición de Nico, un hombre que abandona una prometedora carrera actoral en la Argentina, luego de la ruptura amorosa con su productor. Nico llega a la ciudad de Nueva York atraído por la idea de que su talento lo ayudará a encontrar el éxito por su cuenta y a recuperar su autoestima. Pero eso no es lo que descubrirá. Demasiado rubio para hacer de latino y con un inglés poco fluido, Nico se ve obligado a hacer malabares para sobrevivir. Se niega a volver a casa fracasado y logra mantenerse a flote gracias a su habilidad para pretender ser algo que no es. Sin embargo, termina perdiéndose en sus propias mentiras. Theo, el bebé que cuida, pasa a ser su único vínculo amoroso. 

“La historia empezó con la sensación de estar dividido entre dos culturas y sentir el desencuentro de dos idiomas y de dos maneras de ver el mundo muy distintas”, cuenta Solomonoff sobre el germen de Nadie nos mira. Pero luego se puso a pensar quién sería el personaje para contar eso dentro de una trama ficcional. “Cuando volví a Nueva York, ya siendo madre, empecé a observar las plazas y una cosa que llamó la atención fueron los niñeros varones (era la crisis de 2009 allá) que tenían una especie de ventaja del mercado en una sociedad que empezaba a tener más parejas de mujeres o madres solteras decididas a tener hijos solas. Y empezaban a tener esta necesidad de niñero figura paterna”, agrega la realizadora. 

–¿Cree que una ciudad tan grande como Nueva York, donde transcurre la historia, promueve aún más la vida solitaria de quien recién llega?

–Sí, tiene que ver con el tamaño de la ciudad, pero también con la cantidad de gente que fluctúa en Nueva York. La estadística señala que el 40 por ciento de las personas que viven en Nueva York no son norteamericanas. Tampoco son necesariamente inmigrantes que van a quedarse. Una cosa muy llamativa, una escena de la película que voló: socialmente, en las fiestas, la gente te pregunta cómo te llamás, qué hacés y cuánto tiempo te quedás. Y el “cuánto tiempo te quedás” al principio te parece inofensivo y después te das cuenta de que va por el lado de “cuánto tiempo voy a invertir en esta relación” si uno se está yendo mañana. 

–Es una ciudad muy migratoria...

–Sí, es como un puerto en ese sentido. El “qué trabajás o qué hacés” tiene que ver con una parte un poco utilitaria de las relaciones. No es “quién sos” sino “qué hacés”, tiene que ver con si se puede coincidir en algo, si hay un punto en común para ayudarse mutuamente. Es una pregunta un poquito cargada porque hay algo de especulación en “qué te puedo sacar, qué me podés dar y qué te puedo dar”. Y la tercera, de “cuánto tiempo te quedás”, ya es cálculo puro: “¿Vamos a ser amigos o vamos a charlar un rato y no voy a verte nunca más?”. Eso moldea mucho las relaciones. Cuando empezás a prestar atención te resulta impresionante lo común que es esa manera de relacionarse. 

–En ese sentido, Nadie nos mira no sólo habla de la soledad del inmigrante sino también de los prejuicios que se generan en torno del mismo, ¿no?

–Sí, eso está casi marcado desde el título. Los prejuicios, pero también cómo uno es percibido, termina determinando muchas veces quiénes somos; es decir, la relación entre quienes nosotros creemos que somos y cómo los otros nos ven. En la película sí está el prejuicio de qué se espera de una persona que es latina. Hay un montón de preconceptos que marcan después cómo uno se relaciona. 

–En la película cobra una vigencia notoria el desarraigo a partir de la llegada al poder de Donald Trump. ¿Así fue leída en el Festival de Tribeca?

–Hay dos cosas. La palabra desarraigo me parece súper importante porque siento que cuando se habla de inmigración, muchas veces se lo hace en relación a una inmigración muy extrema, de situaciones que vienen de refugiados o de violencia. Hoy en Estados Unidos la palabra inmigración remite muy directamente al conflicto del muro con México. Es una manera muy limitante de ver la inmigración y, al mismo tiempo, cuando uno la ve en puntos tan extremos que tienen que ver con la supervivencia económica, se ve al inmigrante como una persona que viene de una situación prácticamente desesperada a mejorar su calidad de vida y su objetivo es conseguir la green card. Y esa es una manera muy reduccionista de hablar de las migraciones. Justamente yo elegí una inmigración menos urgente, menos desesperada porque me parece que es la que permite hablar de identidad, de desarraigo, de diferencias culturales, porque no era la asimilación lo que me interesaba contar. La película no es aspiracional en ese sentido sino que es más crítica. Con la llegada de Trump, las fronteras que arman generan una sensación de persecución, pero aparte empieza a tener efectos muy fuertes no solamente en las fronteras sino, por ejemplo, hasta en las universidades. Ciertos intercambios ya no sé si son posibles. Yo doy clases en universidades y ha bajado mucho el número de personas que quieren ir a estudiar a Estados Unidos. Al no sentir si pueden tener todas las garantías no es un país al que quieran ir. Eso tiene un efecto en la cultura también. 

–¿Por qué está presente el tema de la identidad en todos sus largometrajes?

–No es algo que yo decida. Es algo que sucede. Quizás el tema de la identidad me ha ido tomando más porque al vivir afuera estás todo el tiempo pensando quién sos, cómo te presentás y cómo te leen y te entienden y todo lo que se pierde en esa traducción. También está la cuestión de comparar culturas. Creo que se ha convertido en un tema que no elegí, sino que me atraviesa.