Desde hace unos años, grupos de científicos vienen proponiendo nombrar la era geológica que estamos viviendo como Antropoceno, debido al impacto que las actividades humanas han tenido sobre la Tierra: grandes urbanizaciones, experimentos nucleares, calentamiento global. La Tierra ha sido afectada no solo por lo que el hombre hizo sino por lo que el hombre es, por el resultado de su lucha interna entre el empuje a la conservación de la vida y su impulso a la destructividad. Ahora, la humanidad es víctima de una situación de descuido sanitario, alimentario y ambiental que, sumado a contingencias azarosas, facilitó el descontrol de un virus. Spinoza, padre de la libertad de pensamiento moderno que inspiró, entre otros, a Freud y a Lacan, dijo en su Ética que la perseverancia en la continuidad de la propia vida requiere vivir en un mundo que promueva necesariamente el valor de la vida de los demás, porque el universo está interconectado e interdeterminado.

Nuestra cultura está organizada alrededor de un ideal de consumo y una oferta de goces. Con la actual pandemia y la cuarentena global asistimos a la aparición de restricciones opuestas a la saturación del deseo. Como siempre, la historia nos enfrenta con la dialéctica de las oposiciones. La concepción de una sociedad individualista en la que el otro es contagioso o peligroso, se materializa. Y contamina la concepción del sí mismo: “yo soy potencialmente contagioso o peligroso, o sea, culpable”. El miedo se pone a la orden del día, sobrevivir es lo que más importa.

La enfermedad es consustancial a la vida, pero muchos de los problemas que nos asolan podrían haber sido evitados. Si se contara con presupuesto destinado a la investigación, si se controlara el negocio de las armas, el futuro sería más previsible y manejable. Son decisiones políticas. Pero... ¿hasta dónde es posible detener, controlar, evitar? Más allá del deseo está el “más allá del principio del placer”. ¿Quién dijo que el hombre busca su bienestar? ¿Quién dijo que la sociedad avanza hacia su mejoría? Freud nos ha advertido al respecto: “El ser humano no es un ser manso... El prójimo no es solamente un posible objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, usarlo, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, martirizarlo y asesinarlo...”

Hay quienes pretenden llevar la voracidad hasta el límite, quedarse con aquel plus de producción y de goce irreductibles, eliminar el resto. La imagen de un planeta arrasado, invadido por la marginalidad y el hambre, controlado por un autoritarismo despiadado y que hace de la discriminación el mayor ideal, un lugar sin agua, con el aire enrarecido, donde finalmente ni los amos puedan vivir ni tengan a quien vender sus productos... ¿nos aterroriza o nos fascina?

¿Sufrimos todos del llamado “síndrome de Estocolmo”, el amor al torturador, la identificación con el poderoso e idealizado agresor? Las actitudes crueles nos invaden, se naturalizan. “¿En qué medida, así como nuestro organismo natural se puede ver afectado por el virus, los signos que corresponden a nuestra producción cultural pueden verse infectados por un modo de funcionamiento viral que se introduce en ellos para hacerlos repetir un código ajeno?” (Grupo Pandemos, FADU) Los virus son aptos para recibir la proyección de lo inhumano que nos parasita. En este sentido, la salida de la trampa masoquista es la apuesta del tratamiento psicoanalítico que, pese a todas las dificultades, no ha dejado de intentar su terapéutica resistida, a nadie le resulta fácil escuchar la verdad, aunque sea liberadora.

¿Queremos estar mejor y no lo estamos por “comodidad”, por falta de prevención o por presiones económicas? ¿O es que además el empuje a la destructividad ejerce su labor interna, en las tinieblas? Muchos pronósticos auguran que nadie se arriesgaría a oponerse a los voraces generadores del desequilibrio social o ambiental. Éstos por su parte se apoderan de los discursos ecologistas de una manera romántica, descontextualizada, que oculta las causas del daño, como un nuevo modo de sometimiento. El sujeto tiene impulsos hacia la vida, pero también alberga tendencias hacia la destructividad. Vida y muerte no sólo entran en tensión, sino que se entrelazan y ligan, pero en esta lucha, la vida precisa que la muerte no triunfe. Es tan difícil hacer futurología cuando el mañana una y otra vez nos desconcierta con lo imprevisible...

¿Quién o quiénes serán los deconstructores actuales capaces de enfrentar el entramado tóxico que ataca a la humanidad? Para promover una reacción que debe ser global. ¿Habrá quienes, como Spinoza, excomulgado a los 24 años, logren sostener el valor de la conservación de la vida solidaria frente a la amenaza de los defensores del conservadurismo destructivo? Muchas voces fueron capaces de conmover a las sociedades para ir en pos de anhelos vitales. Queremos suponer que sucederá así en la actual era tecnológica.

 

Diana Litvinoff es psicoanalista (Asociación Psicoanalítica Argentina).