Una madre juega con su pequeña hija al ahora está- ahora no está. La introduce en la poesía, en el mundo, en el lenguaje, en las imágenes. En lo humano. Está adentro de la escena y afuera, vive la experiencia, al mismo tiempo la construye y también la observa. Esta poesía no intenta capturar la experiencia en sí ni enfocarla en cuanto la trasmutación que le imprimen la imaginación o la inteligencia. Ni toma la imagen de una experiencia como una foto por la que agrega o sustrae (o no) la mirada del fotógrafo. Aunque también su poesía es un poco todo eso. No es una filosofía de lo cotidiano sino la que se puede extraerle: mientras se está limpiando la vajilla después de una fiesta, se comprende que “lo que brilla es pasado y preparación para lo que urge, lo que se aproxima”; al mismo tiempo, sin embargo, se sabe que en esa comunión de la noche pasada se formaron constelaciones o pasiones que se leen en marquillas y servilletas retorcidas y que de estar con los otros quedan restos de sal y especias que persisten en subyugar el aire. O bien la vida puede ser como un viaje en avión: estar yendo vaya a saber dónde, suspendida en el aire sin Dios que sostenga. Irene Gruss recela de las “teorías grises” y prefiere despuntar filosofías circunstanciales.

IRENE Y EL MAR 1971

Tampoco se trata de todo lo que una subjetividad es capaz frente a una lisa pared, aunque también; ni de todo lo que una aparentemente insulsa pared contiene, aunque en parte sí. Pero sobre todo es la relación, ese entre la pared y quien la mira y la dice. Aunque tampoco. Es entre esa pared y ese poeta en ese poema y luego en aquel otro poema que es distinto, como ya es distinta la pared, la poeta, la relación. La poesía de Irene no es exactamente de las cosas, de la cotidianeidad, de las acciones mínimas; tampoco de la íntima subjetividad. Es una poeta del acontecimiento, en el sentido que le dan a estas palabras las filosofías actuales. Ese momento de desvío, de descubrimiento en lo que parecía dado, ese destello y también el enunciarlo, una pequeña piedra en el carril perceptivo/ constructivo en que rodamos como mundo cotidiano. Esa irrupción en que Irene se ve de pronto pelando papas, tendiendo ropa o jugando con su hija y nos advierte: ahora está y ahora no está, ahora es y ahora no es o es de otro modo. Anuncia el acontecimiento, se pregunta por las reglas del juego, enuncia que otro mundo es posible si se empieza por detener éste y observar el mecanismo; en el breve descarrilamiento se presienten virtualidades, sombras alternativas, otros posibles paralelos a este mundo incompleto. Y nos deja allí, esperando que vuelva a quitar el pañuelo azul que vela y devela. Pero nos toca a los lectores elegir qué habrá en el lugar de lo que aparece y en el lugar de lo que desaparece, parece tan contundente y regular como una pared y desaparece en su infinita multiplicidad y en la incerteza. El acontecimiento es el momento en que la paloma sumerge su cabeza en el charco, el resto es imagen ya trizada, reflejos. El asombro, el temblor y las plumas empapadas. O la memoria que circula en la vía muerta de lo que una vez fue fuego pero ya no quema.

“Un libro donde lo que se persigue es la creación de un mundo que esté en la realidad, tangible como la piel de una manzana o la dureza de un vidrio. En esa tangibilidad se da, sin embargo, lo que el mundo nos entrega como vértigo, lo que nos ofrece como inabarcable”, decía Irene Gruss, citando a Jorge Aulicino, en el prólogo a La luz en la ventana. La otra mitad puede ser una verdad diferente, un cambio de vías, otra realidad que está también ahí como posibilidad hasta que la realicemos. Irene nos insta. No porque imagina por nosotros cómo será o sería. Tampoco porque quiebra la gramática con que ya fue construido el enunciado que habitamos. Sino porque pone en suspenso la naturalidad de este mundo y por lo tanto su credibilidad, al acercarse con su lupa levemente teñida de ironía y escepticismo. No haciendo trepidar sus profundidades sino las superficies más cercanas, cotidianas y sensibles, o sea las más confiables. Ella las nombra de un modo en que le estallan en la mano. Y el acontecimiento es ese estallido. Dudar de lo que parecía lo menos dudoso en este mundo o de aquello que parecía que no valía la pena dudar, es así como aparecen otros posibles. No un relámpago detrás del que aparecen monstruos, la extrañeza que de pronto se revela en lo que parecía dado o intrascendente; o es el profundo extrañamiento con que de pronto lo observamos. O ambas cosas a la vez. Todo es monstruoso visto con sorpresa ante su pequeña rareza. Así nos alienta Irene a buscar que esos otros posibles, sugeridos por incertidumbre, intentemos o deseemos consumarlos, físicos como manzanas. No los construye por nosotros, considera que sería fácil sobrevolar sobre mundos imaginarios, difícil es ir al ras en el que hay y arrancarle una chispa, piensa Irene (pensaba); el fuego, alimentarlo, ya es tarea nuestra. Su poesía se pregunta y nos pregunta por extensión, ante cada escena íntima y mundana, cotidiana y tenebrosa al mismo tiempo, nuestro acuerdo con esa situación sobre la que se ha puesto el foco.

IRENE Y EL MAR 2001

Pero hay a la vez cierto fastidio porque ya no tendría que ser necesario, como si ya debiéramos ser los animales de incertidumbre y de humilde asombro que nos corresponde y callar. Más fastidio aún cuando lo que ya no debiera ser necesario decir es dicho con estridencias o cuando se intentan nuevas definiciones para lo que se debería asumir indefinido. Calma, calma ante la irrupción y la interrupción, juicio en suspenso, discurso que se triza contra una pared que se triza ante una mirada que se triza ante lo ambiguo de lo que parecía contundente y simple como una pared.

 

Irene no es romántica, el sueño no se cumple porque no es real. Irene no es objetivista, el pájaro real es metafórico. Real es la desconfianza en el sueño y en lo real. Tal vez. Tal vez tampoco. La tragedia ya aconteció, también sus exclamaciones y su catarsis, quedan suspiros en el trayecto de la cama al living, despedidas con grandezas pero con gestos mínimos, soliloquios murmurados. El amor como hablar entre dos sobre cómo conseguir un cigarrillo en medio de la guerra. O quizá nunca hubo o habrá tragedia en el sentido griego. Sólo situaciones cuya gravedad es la estupidez y no la catástrofe. No las ruinas sino la resaca de restos urbanos que va dejando la marea. Retirar suavemente y sin furia los pies, no pretender la sabiduría de los pájaros. No pretender, en todos los sentidos de la palabra. Y si no llega al reverso plagado de margaritas, si no se completa el mundo, si no son margaritas… real es la posibilidad de lo posible, no el sueño, no la realidad. Lo que se ve es irrealidad y lo real se finge (en el sentido originario del término y en el otro también). Probablemente el libro que más se podría considerar su ars poética es En el brillo de uno en el vidrio de uno. “He creído demasiado y he visto demasiado y aún no vi”. Porque hay que ver sin creer y creer sin esperar ni desesperar, sin separar tiniebla y luz. Ver lo pequeñas que son las cosas y lo borroso del punto de vista. El derrame físico, la ilusión óptica y la imagen como herida que nos separa de su referido. ¿Tocar? Abriría otra herida ¿en el cuerpo? El vidente cierra los ojos y escucha la música. O podría ser La dicha como paradoja (un poco toda su poesía lo es). No habla de algo dichoso sino de la Nada como dicha. Ante la desesperación del mundo el no. Un fulgor de ocaso. Comenzar por lograr la simple inmediatez con el silencio, en el silencio. Escribir para entender un abismo mudo. Encontrar un lugar con un toque de infancia que no sea la infancia. Un lugar como una frase verdadera aunque parezca un oxímoron. O precisamente porque es un oxímoron. Ser como la lluvia, como el río que va soltando su arena, dejar secar la tinta. El no ante lo dicho y ante la que fue enunciada. Sin embargo, no elige la dicha de la nada porque es sin cuerpo, sin memoria de lo amado; aun con lo sufrido, elige la pena como quien elige la vida. Pero sin ilusión. No esperar es la dicha. Escuchar la lluvia, los grillos, oler los tilos. Y si no hay más remedio que escribir, que el lila de la flor sea un esplendor sin simulacro en la aspereza sin vueltas del cardo. Cantar con la boca cerrada.

 

>Un poema inédito de Irene Gruss

 

A Alejandra Pizarnik, a su silencio

 

Yo no conozco las lilas.

Conozco un espejo parecido al tuyo

(paredes, donde nos miramos).

Conozco a tus muertos

porque yo los sigo matando. Pero no sé

cómo es el cuarto oscuro

callado de las lilas.

Cómo será tu silencio ahora,

qué color va a matar

tu enorme silencio.

10-10-72