Fue fuerte la Plaza del viernes, sobre todo en marcar lo urgente de con qué y para qué.

Contra lo señalado por los análisis mayoritarios, que mentan un acto de la oposición dentro del oficialismo, en rigor hubo una muestra de unión dentro de las diversidades del Frente de Todos.

En esa línea, se ratificó lo plasmado tras la última carta de Cristina.

Ella le reiteró al Presidente que el acuerdo con el FMI no debe ser a costa de un ajuste antipopular. Y el Presidente le insistió en que, si es por eso, se quede tranquila.

¿Fue un acting? ¿Fue una improvisación a cielo abierto? ¿O fue insistir con que están resolviendo sus tensiones de manera pública y, en esencia, con que ninguno de los dos va a romper nada porque podría pudrirse todo?

CFK y Lula, a la vez, escenificaron un ánimo de años más entusiasmantes que éstos.

En un extenso y a la vez sintético y magnífico artículo, publicado en la La Tecla@Eñe (“La derecha por su nombre”) sobre el devenir político mundial tras el desplome de los “socialismos reales”, el sociólogo Claudio Véliz reflexiona acerca de los movimientos políticos de Nuestra América de principios de siglo.

Señala que “les debemos su reinvención de la política, su apuesta por la integración regional, su revalorización de las luchas sociales y su reivindicación del protagonismo plebeyo”.

Pero también, “el haber puesto en evidencia los ribetes reaccionarios y conservadores de (…) ‘liberalizaciones’ asumidas como irreversibles. Al cabo de varias décadas de desamparo, entre otras tantas ‘lecciones’, aprendimos a llamar a la derecha por su nombre. Por ese nombre hábilmente silenciado, disimulado, eludido”.

Sucede que la derecha no sólo “aprendió” a reconocerse como tal, sino que dobló la apuesta para publicitarse de ese modo porque, como también aporta Véliz, no podemos negar que “ (…) ha allanado, pacientemente, el camino para exhibir su rostro más desenfadado, más desinhibido. (…) No ha hecho más que alardear de su odio y hostilidad hacia los sectores más vulnerables (el enemigo elegido a combatir), a los que ha designado de muy variadas maneras: planeros, vagos, negros, populistas, chorros, kukas. No debiera sorprendernos en absoluto que, con enorme justicia, muchos politólogos caractericen a esta coyuntura como neoliberalismo neofascista: explosiva combinación entre extremo liberalismo económico y sádica violencia política.

Como asimismo apunta Véliz, “frente a tamaña virulencia contra quienes habitan la base de la pirámide social, y en virtud de este colosal poderío sustentado en los dispositivos mediáticos, financieros, judiciales e institucionales (además de sus inquebrantables relaciones con la embajada estadounidense), las vías para resistir los embates de esta derecha neofascista resultan cada vez más acotadas”.

Hacemos propio que “cualquier alternativa que favorezca la dispersión, en nombre de una pretendida pureza política, no hace más que hundirnos en la impotencia. Cualquier exceso de pulcritud ideológica que sólo integre a los militantes inmaculados (las “almas bellas”) se torna imperdonable. Si lejos de intentar conectar/articular/com-poner las diferencias nos limitamos a celebrar su diseminación, habremos contribuido a una derrota segura. Si esta derecha criminal recupera el poder político (en su sentido de ejercicio directo del Ejecutivo, agregamos), podría sentirse tentada a cumplir con su explícita promesa genocida de una Argentina sin kirchneristas, peronistas, populistas, zurdos (sigue la lista). Aún estamos a tiempo de evitarlo”.

Con toda seguridad, plantados hace 38 años; y bastante menos también; e incluso de sólo registrar que al estallido y recuperación del 2001 ya le sigue una generación en gran medida desanimada, sin expectativas o, peor, sumida en el individualismo extremo y con peligro de entregarse a esos neofascistas de mercado, llamar a la resistencia no es el balance más positivo que podía imaginarse.

Al cabo de aquella noche más oscura de nuestra historia, mínimamente deberíamos estar hablando de ampliación de derechos colectivos. De avances en conquistas sociales, económicas, masivas, claramente superadoras o simultáneas a las que sí se alcanzaron respecto de las libertades individuales en un sistema demoliberal.

Es ese decurso que arrancó en lo que suena al fondo de los tiempos, con la ley de divorcio. Y que siguió --a grandes saltos-- con el matrimonio igualitario y con el aborto legal que semejaba imposible (con un Papa argentino, para agregar exuberancia positiva).

Políticamente, se pliega la ejemplaridad mundial del juicio y condena a las Juntas más la persistencia, inigualable, de conservar la memoria y la actitud de seguir persiguiendo a los monstruos otorgándoles todas las garantías legales.

Recordado y felicitado eso, y cuanto quiera adosarse, resulta que, en forma preeminente, en lugar del avance en las condiciones de vida de las grandes mayorías estamos hablando de que el oprimido acentúa identificarse con el discurso del opresor.

Hablamos de que las corporaciones aplastantes, con su machaque mediático a la cabeza y su comando de la agenda de las redes, han logrado eso de que “muchos sectores de las clases medias (y no sólo) se identifiquen con sus amos o patrones, al mismo tiempo que destilan todo su odio hacia los menos favorecidos”.

Pero ocurre que nunca hay otro tiempo que el que nos ha tocado.

Lamentarse por lo que debió haber sido, y no fue, es propio de ese pesimismo que debe dejarse para tiempos mejores.

No es que “la democracia” corre riesgo de ser una palabra vaciada de contenido.

Ya lo es, en su acepción de mejorarle la vida a “la gente” en sus necesidades básicas.

¿Toca defenderse, resistir, abroquelarse, a 38 años del recupero democrático?

Pues adelante aunque sea con eso, sin versos facilistas de confort ideológico, declamativo, de fraseología vacua. Sin estrofas de que basta con “decretar” que al Estado debe vérselo con categorías del siglo pasado, cuando no había un neoliberalismo triunfante porque el capitalismo debía cuidarse de amenazas por izquierda que hoy, dramáticamente, no existen o no tienen la fuerza que es menester.

En todo caso, sólo o en gran parte de la resistencia contra lo que va ganando podría surgir una construcción diferente.

Dar cuenta de que debe atenderse a nuevas minorías intensas de este lado de “la grieta”. De que el progresismo no tiene discurso ni acciones frente a la desesperanza juvenil. De que problemáticas como la ecológica -un ejemplo- no encuentran punto intermedio entre el cuidado extremo de “lo verde”, “lo sustentable”, y atender necesidades de desarrollo productivo de un país dependiente. De que “el campo”, en su pequeña y mediana burguesía en el país del trigo y de las vacas y como advierte Pedro Peretti, fue regalado al discurso y la acción de la derecha. No hay lo imperioso de acercarse de otra manera, renovada, a la sociología rural. Apenas hay poéticas de “reforma agraria” o, en su reverso, de ceder casi sin más a las extorsiones de “el campo” que les interesa a los medios dominantes.

Dar cuenta de que, en síntesis demasiado silvestre, las fuerzas progre no saben trazar horizonte esperanzador motivado en, de piso, un aspecto. Uno. Un “para allá” de imaginario colectivo.

¿Qué quiere decir “democracia” para alrededor de la mitad de la población sumergida en la pobreza, sea cual fuere el índice que se tome para definirla?

La responsabilidad del progresismo, o de como quiera llamársele al enfrentamiento contra el neofascismo de mercado, es saber construir urgentemente una esperanza colectiva, para prevenirse de que pueda seguir erigiéndola una derecha espantosa, violenta, recreada.

El drama no es algún personaje esperpéntico que, como ya se arriesgó en este espacio, seguramente terminará como colectora electoral cambiemita. No son las probabilidades, en urnas internas o generales, de “los halcones” del Pro. No son las danzas del eterno onanismo de los radicales. Ésas son contingencias electorales.

No.

El drama es que siga avanzando la victoria cultural del indignacionismo, del todos los políticos chorros, de los antisistémicos más sistémicos de todos.

El viernes, en la Plaza, a 38 años de cuando sí había ilusión masiva, hubo al menos, arriba del escenario, esa imagen de viejos liderazgos que, contra todo, se mantienen jóvenes en su potencia conceptual.

No está dicho para consuelo, ni perdiendo de vista que mucho más temprano que tarde deberán encontrar sucesión, ni subestimando que por ahora esa herencia no se advierte.

Pero sí está dicho para asimilar que todavía hay algo de lo cual agarrase.

Lo hubo arriba del escenario y abajo también.

Si no lo hubiera, la suma de reaccionarios y modositos no estaría preocupada. Y todavía lo está.

Pasa que, cuando casi todo pinta entre oscuro o directamente negro, una gran o significativa porción de los argentinos se empeña en demostrar que conserva resistencias de las buenas.