En 1977, que es el año en que transcurre la historia de Francisco Sanctis, compartí con Humberto Costantini (a partir de ahora: Cacho) un trabajo en la redacción del diario Unomásuno, durante el exilio en México. Fue de los peores años que recuerdo. Eran malas noticias todos los días desde Argentina. Una noche, el cierre se estiró hasta poco antes de la madrugada y nos fuimos juntos de la redacción. Nuestros caminos coincidían así que nos adentramos por un barrio de casas bajas, de calles estrechas y mal iluminadas junto al Parque Hundido. No había nadie y por precaución caminábamos por el medio de la calle. Desde el fondo apareció un auto lentamente, a paso de hombre. Cuando nos sobrepasó, vimos en su interior a varios tipos de civil armados hasta los dientes que nos miraban en forma inquisitiva. “¿A qué te hace acordar, flaco?” me susurró Cacho. Ni hacía falta la respuesta. Cuando estaba a unos 50 metros: chirrido de gomas sobre el asfalto, humo de fricción y el auto que viene como un bólido marcha atrás hacia nosotros, con los tipos sacando el cuerpo por las ventanillas con escopetas y revólveres. Nos pusieron contra la pared sin mostrar identificaciones, nos sacaron las nuestras. Yo llevaba una cédula de las viejas, con el sello de la Federal. El tipo la vio, se la mostró a otro, y les cambió la actitud. Bajaron las armas, me devolvieron la cédula y antes de irse, uno de ellos me dijo: “Cuando anden por acá, tienen que avisar”. Nos tomaron por represores argentinos que merodeaban en la zona. A nosotros nos sorprendió. A ellos no. Se lo tomaron con naturalidad.

En el 78 me fui a Panamá. En el 79, ya de vuelta en México y después de una enfermedad que casi me manda al otro lado, me incorporé a un taller de cuentos de Cacho. El maestro era él, pero con la generosidad del gran tipo que era, como estaba escribiendo La larga noche de Francisco Sanctis, a veces nos leía alguno de los capítulos. Ese taller era un centro de exorcismos. Todos estábamos heridos, desgarrados y lejos. Cacho estaba igual, con sus fantasmas, con sus preguntas, pero con una irreductible confianza en el ser humano que a los demás muchas veces se nos aflojaba.

Toda su obra se sostiene en esa confianza, se revela en el amor con que describe a sus personajes, en la piedad amorosa con que reconoce mezquindades y pequeñeces de sus héroes y hasta en la humanidad que puede encontrar en sus villanos.

Escribir La larga noche de Francisco Sanctis fue el rito exorcista de Humberto Costantini. Transmutar en palabras los grandes miedos, las amenazas sombrías, las impotencias que cercaban al exiliado que velaba a sus muertos queridos, Haroldo Conti,

Roberto Santoro y muchos más a miles de kilómetros. Porque también es la larga noche del exilio, el argentino desgarrado que merodea en esa oscuridad neblinosa en un barrio mexicano. Para el exiliado, lo real está allá lejos, el exilio es lo irreal. El relato de Francisco Sanctis era más real que aquella caminata desopilante que compartimos. Los tipos armados, gritándonos, y la cédula con el sello de la Federal, que fue la parte más surrealista, paradójicamente era lo que nos acercaba a la verdadera realidad. Con las manos arriba, nos tenían apuntados y nos miramos de reojo como diciendo “nos pegamos un viaje y aparecimos en Buenos Aires”. Creo que muchos sentíamos culpa del exilio. A pesar de que extrañaba Buenos Aires con una pasión atormentada, para Cacho el exilio no era importante comparado con lo que pasaba en Argentina. Y sin embargo, ahora que han pasado tantos años y que he vuelto a leer La larga noche... me imagino a Cacho en el exilio haciendo junto a Sanctis una y otra vez la misma travesía hacia su destino.

Como Oesterheld y Walsh, Costantini tampoco creía en el héroe individual. Sus personajes surgen del barrio, de aquel compañero de facultad, del vecino de la esquina, del empleado en su oficina, sin oropeles ni grandes batallas. Son incapaces de creer que harán lo que están por hacer. Se revelan a sí mismos ante una situación límite, una encrucijada que los pone frente a espejos inevitables. La ética, el compromiso o la solidaridad no surgen de un discurso heroico sino del dilema “¿lo hago o no lo hago?”. La respuesta no es “quiero hacerlo para convertirme en un héroe”, o por la revolución o la patria, sino “lo hago porque no me soportaría si no lo hago”.

Cacho decía que en la vida de todas las personas, en todas, siempre hay por lo menos una situación que te interpela entre la espada y la pared. Y una respuesta que te cambia la vida. Algunos se arrepienten de haber asumido esa respuesta o no. Algunos la recordarán toda su vida. Para los personajes de Cacho, la fuente del heroísmo eventual está en el entramado con su entorno, en la forma en que se miran en los ojos de sus hijos y de sus amantes, hasta de sus amigos, de sus compañeros de trabajo, de los muchachos de la barra. No es la voluntad ni el carácter. La humanidad tiene nombre y apellido, deja la generalidad del discurso grandilocuente y se enfoca en lo pequeño, en los lazos entre lo pequeño y lo pequeño que constituyen el material que construye a lo grande. Es el tejido con que cada quien entrelaza su vida con la de los demás y de ese tejido puede surgir el héroe o no. Cacho puso a Francisco Sanctis en esa situación de punto sin retorno y el personaje elige sus propios caminos, decide sus respuestas y deja atrás al escritor. Cacho lo acompaña, se deja llevar por los pasos de su personaje a lo largo de toda la historia.

La escritura es minuciosa y poética y se sostiene a lo largo de toda la novela. El tono coloquial, pulcro, cronometrado como una poesía, es coherente con su personaje y con la idea de esa épica, alejada de lo pomposo, que la sustenta. Está hablando de algo que aparenta lo chico pero que es el recipiente de algo grande.

Estos textos forman parte de la edición de La larga noche de Francisco Sanctis de Humberto Costantini, que acaba de publicar Tren en Movimiento.