“La tela en blanco me da miedo”, decía Raúl Soldi en una entrevista para la televisión a comienzos de los años noventa. Transitaba ya los últimos años de su vida y su bigote cano y los gruesos lentes le daban carácter a este hombre de gesto manso, que dejó un profundo trazo en la pintura argentina. Y si la tela en blanco supo darle miedo, qué habrá sentido aquel día a comienzos de los años cincuenta cuando se permitió extender el paseo por el pueblo de Glew un poco más allá de las manzanas por las que se solía mover, y se topó las paredes interiores de la Capilla Santa Ana: completamente blancas, puras y enormes. Quién sabe qué sensación habrá sido la de ese momento. Lo que sí sabemos es que hoy, a 64 años del inicio de la obra, la parroquia guarda uno de los legados más importantes para la pintura religiosa del país a solo un paso de la Capital Federal.

WELCOME TO “GLU” Apenas llegados al pueblo vamos directamente al centro de la visita: la capilla Santa Ana. Luego haremos un paso, por supuesto, por el resto de los sitios satélite que conforman el circuito dedicado (y creado por) Raúl Soldi en Glew. Pero comenzamos por la capilla donde nos espera María Inés Salvador, guía voluntaria del templo. Es ella quien, desde el camposanto que rodea a la antigua construcción de ladrillo, sentencia: Glew fue “Glu”. Y claro, la historia lo explica. El origen de este poblado –que supo ser plenamente rural, pero que hoy quedó prácticamente unido por paisaje urbano con la capital– tiene raíces en aquel primer dueño de todas las tierras de la zona, un inglés apellidado Glew, que pronunciaban “glu”. Durante un buen tiempo así se lo llamó al pueblo, hasta que la castellanización venció a la fonética.

A fines del siglo XIX en esta zona de cielo abierto comenzó la construcción de la parroquia, que se inauguró finalmente en 1905. Aunque aquí los términos se usen casi como sinónimos, esta capilla recién adquirió status de parroquia en 1957. Es decir, cuando la aventura de un pintor que se había enamorado del pueblo (y que también había nacido en 1905) ya había comenzado. Raúl Soldi llegó a Glew después de un recorrido formativo en Europa, de donde había vuelto en 1933. Una invitación casual terminaría por marcar su vida, su obra y hasta su legado. Por un convite (“para un asadito” como lo recordó él mismo) a pasar un domingo en casa de amigos de su esposa, descubrió este pueblito de calles de tierra, carruajes y volantas tan pintorescas. El enamoramiento evidentemente fue a primera vista, y se quedó por estas calles. “En realidad, pasó varios años sin cruzar la vía –aclara María Inés, mientras caminamos hacia la entrada de la parroquia–; él se movía siempre del otro lado. Una vez que cruzó, descubrió este edificio”. Y allí, la escena de las paredes blancas, lo inmenso. Por qué no, el miedo.

LA OBRA EN SANTA ANA En 1953, Soldi dio la pincelada inicial en las paredes de la capilla. Así como Miguel Ángel comenzó en 1508 con sus frescos de la bóveda de la Capilla Sixtina, en el Vaticano; con humildad y persistencia el argentino debutó ese año con el primero de los 23 veranos que le dedicaría a este edificio bonaerense. Aquí no se elegiría ningún Papa, ni habría cónclaves determinantes para Occidente. Aquí, las gallinas entraban por la puerta principal y saltaban de banco en banco mientras el maestro pintaba. 

El recorrido por el interior, que une la sencillez con lo cándido de las obras, comienza por la izquierda, siguiendo la línea cronológica por donde comenzó su trabajo. Sin pensamos que entre las primeras pinturas y las últimas pasaron más de dos décadas, a la mirada de hoy la totalidad de los muros se encuentra en un muy buen estado y no es fácil adivinar sus diferencias de épocas. El primero es Los trabajos domésticos de Santa Ana, el único trabajado con la técnica es “fresco al seco”. Acercando la cara al muro las marcas de punzones en los trazos aparecen con claridad. A partir de allí, la enorme mayoría de las pinturas fueron hijas de una misma técnica: el fresco tradicional, al modo del Renacimiento.

La historia de Santa Ana va narrándose en los pinceles de Soldi en una galería inmóvil que sigue contando día a día ante cada visitante. La reconciliación de Santa Ana y San Joaquín, Nacimiento de María, Infancia de la Virgen María y más. Así van apareciendo, entre los motivos religiosos y ciertos personajes con estilos renacentistas, los toques locales (“las licencias del maestro”, dice María Inés), y hasta detalles pintados con oro y láminas de piedra. El propio Soldi explicó que quiso contar la historia de Santa Ana como si hubiera ocurrido en Glew. “Pinté figuras que son vecinos de ahí, pinté al padre Jerónimo, a mis dos hijos, que me ayudaban un poco, pinté a la cocinera del cura, a la amiga de mi mujer, incorporé volantas, caballos, y hasta las gallinas entraban a la iglesia. Dije: si vienen a la iglesia merecen ser pintadas”.

Sabemos que Soldi comenzó pintando en orden, con un ritmo aproximado de un fresco por año. Pero con el paso del tiempo comenzó a intercalar obras en una pared y en otra, e incluso la velocidad del trabajo iba cambiando. María Inés parece emocionarse al decir “yo lo vi, no me lo contaron”; y realmente fue así. Con su hermano se sentaban en silencio a verlo pintar. Incluso recuerda una especie de calendario frutal que de alguna manera marcaba los momentos del trabajo. Sobre el comienzo de la temporada de pintura, hacia el comienzo del calor y mientras trabajaba en los andamios, le acercaban las ciruelas de la zona. Tiempo más adelante, higos. La llegada de los higos al menú de Soldi sentenciaba que ya era hora de levantar herramientas de trabajo: el pulso del año comenzaba y era momento de esperar hasta el próximo verano.

Con los años las posibilidades físicas iban menguando. Así, las últimas pinturas, las de las paredes de la derecha, las trabajó en su taller para luego colocarlas en vertical. Y cuando promediaban los 23 veranos emprendió la pintura más grande, la que cubre todo el ábside, tras el altar. Era 1966 y en ese mismo momento dejaba su huella en la cúpula del Teatro Colón. Es La glorificación de Santa Ana”, y mide seis metros por casi 13. En la parte inferior es llamativa la combinación entre la pintura y una pequeña escultura religiosa que, iluminada dese atrás, parece flotar, mientras las figuras trazadas por Soldi lucen como si quisieran abrazarla. Esa virgen esculpida nos lleva, casi sin quererlo, a otro artista escondido de Glew.

COSIMO MANIGRASSO “¿Hasta son parecidos, no?”. En la imagen que reposa sobre la mesa aparecen dos hombres mayores conversando parados sobre el césped. Son Raúl Soldi y Cosimo Manigrasso, y quien marca del parecido físico entre ambos es Analía, hija de la segunda esposa del fallecido ceramista y pintor, ahora la responsable y guía por el museo-taller del artista. Manigrasso había llegado a la Argentina desde su Taranto natal, y después de un tiempo en Buenos Aires también su destino lo puso en el Glew de mediados de siglo. Se instaló en el caserón en el que estamos ahora (una construcción de paredes gruesas y techos altos que tiene 140 años) y se dedicó de una manera evidentemente prolífica a la elaboración completamente artesanal de cerámicas de estilo toscano, con motivos centralmente griegos y romanos. Lo cierto es que las habitaciones de la casa están repletas de bellas ánforas, bomboneras, alhajeros y mucho más. Analía nos lleva de sala en sala por las herramientas, el horno de cerámica y las pinturas trabajo del artista que vendía gran parte de su obra a Europa. 

Cosimo y Raúl se conocían, y quizá el italiano relegó un poco su costado de pintor a la sombra del argentino. A su manera, entre los dos trazan y resumen cierta identidad cultural del Glew. Un pueblo que, aun con cierta explosión demográfica lógica del crecimiento urbano, mantiene esos toques que le dan encanto: así como las gallinas se paseaban por la capilla mientras Soldi pintaba sus frescos, hoy por el museo Manigrasso los perros pasean junto a nosotros. Y hasta se suma Lola, la oveja que se encarga de mantener el pasto bien cortito.

Cerámicas de motivos griegos del museo Manigrasso.