La crisis del 2001, que condujo a una fractura social, tuvo también su apoyatura en la farandulización de la política y la romantización de la pobreza a través del sistema de medios que creó su propia versión de los sucesos apuntando a responsabilizar a la clase política mientras dejaba de lado la responsabilidad de otros actores que promovieron y respaldaron las causas del proceso político económico ocurrido en aquellos días.

  1. Una de las transformaciones más relevantes que evidencia la democracia a través de los siglos radica en la creciente mediatización del espacio público en el que se desarrolla la vida política. En este sentido, revisar las razones que provocaron el estallido del 2001 supone poner en perspectiva el papel de los medios de comunicación en tanto que actores destacados del proceso político económico que implosionó en aquel mes de diciembre.

La implementación del proyecto neoliberal en los años noventa que, atado a las directrices de Consenso de Washington, implicó políticas de ajuste, desindustrialización, desmantelamiento del Estado y endeudamiento con los organismos multilaterales de crédito, fue posible sobre la base de una intensa labor ideológica. Las usinas del pensamiento único gestaron un sentido común tendiente a invisibilizar los costos de ese proyecto que condujo a la fractura social en un país que históricamente se había destacado por la movilidad social ascendente, la organización sindical de los trabajadores y el desarrollo de extensas clases medias en comparación con el resto de los países de la región. Al finalizar la década, tal como varios trabajos etnográficos mostraron, quedó configurada una sociedad con una brecha hasta entonces desconocida entre ganadores y perdedores. La nueva cartografía social destacaba entre los primeros a unos pocos con alta visibilidad mediática frente a los segundos que constituían una extensa mayoría de la población. Estos últimos, en el mejor de los casos, eran presentados bajo la despreciable fórmula de la romantización de la pobreza transmitida en imágenes de clubes del trueque, ollas populares al borde de las rutas y niños desnutridos en un país granero del mundo, pero sin soberanía alimentaria. La cruel “magia” de los medios no descansó. Logró que los condenados del sistema y sus luchas por sobrevivir al desempleo y el hambre fuesen criminalizados por tapar sus rostros para evitar el selectivo virus de aquellos días: gases utilizados para reprimir protestas. Mientras que los artífices de un nuevo país para pocos cobraban brillo y relevancia en sets televisivos en los que la farandulización de la política se convirtió en moneda corriente. Comenzaba la era del vaciamiento del sentido de la palabra y de su descrédito como instrumento para la discusión pública. Las estrategias de desarticulación de la organización social como recurso para consecución de una sociedad más justa fueron dispositivos corrientes de un modelo que solo podía ser exitoso en base a promover la política como espectáculo. Responsables editoriales y periodistas de opinión olvidaron que una comunidad resulta insostenible si existen unos pocos extremadamente ricos y otros muchos extremadamente pobres y que una república sólo puede desarrollarse sobre la base de extensas clases medias. Afirmaciones que cualquier principiante en análisis político no puede omitir al revisar la República de Platón o la Política de Aristóteles.

La eclosión que condensó el descontento de esas clases medias ante la retención de los depósitos bancarios y de amplios sectores que habían padecido durante una década crecientes niveles de desempleo y deterioro de las condiciones de vida fue presentado como una noticia inesperada que permitió cubrir infinitas horas de aire y páginas de periódicos relatando la rebelión popular sin historización ni problematización alguna acerca de las causas que la originaron. Se difundió así un relato único sobre la crisis que apuntó a responsabilizar a la clase política en su conjunto eludiendo la responsabilidad de otros actores que promovieron y apoyaron el proyecto impulsado por una parte de la misma. Símil relato al que se acude hoy para evitar cualquier discusión sobre las razones que veinte años después mantienen atado al país al dilema de la deuda, la fuga y los requerimientos del FMI.

La clase política pagó el costo del descrédito ciudadano en medio de una revuelta popular desplegada sin redes sociales. En cambio, los medios -ampliamente beneficiados por el modelo neoliberal- se constituyeron en simples relatores del malestar social. Pero la sociedad no solo puso en discusión la representación política. Aunque no fue transmitida, en esos días también entró en crisis la representación mediática. El espacio público volvió a cobrar sentido, las plazas albergaron innumerables asambleas populares y las calles de la ciudad fueron pintadas con consignas que evidenciaban la catarsis que supone cualquier momento de crisis: momento en que-según decían los antiguos- florece el conocimiento de la verdad. En esos días de resistencia popular, no se escribió en los periódicos ni se mostró en la televisión, pero en las calles de Buenos Aires se pudo leer: “Nos mean y los medios dicen que llueve”.

* Profesora e investigadora del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe UBA. Profesora regular e investigadora UNTREF