Hubo un tiempo en que existían academias para aprender cosas como escribir a máquina, con un teclado, habilidad que ahora parece que se hizo innata y que nadie tiene que aprender más. Esas academias -siempre se llamaban así, academias- ofrecían otros cursos más o menos orientados al secretariado, al oficinista que acecha en todos nosotros, pero a veces se reviraban por alguna tangente y se animaban a lo primario. Por ejemplo, a mejorar tu memoria, a ajustarte la mnemosis, a enseñarte a recordar. Usaban trucos viejísimos, de la Grecia antigüa, de Pascal, de los copistas medievales, del "estilo italiano", cosas como "imagínese que su cabeza es una gran casa llena de habitaciones". En cada habitación se guardaba un recuerdo que era recuperable simplemente recorriendo la casa.

Qué casa tan complicada tiene en la cabeza Guillermo David.

El puchero misterioso es el segundo libro de su trilogía "de fragmentos" que trae a cuento lo de las técnicas de recordar. El primero fue el notable La risa de las mucamas y el tercero todavía lo tiene bajo el poncho, con título tentativo. Lo de fragmentos, hay que repetirlo, hace al engaño de que uno se va a encontrar pinchado de aforismos, entre máximas y otras zonceras, o alivianado de frases levantadas por ahí. Nada de eso, porque lo fragmentado en este caso va construyendo una manera de relato con un sentido, una mano única que te lleva al subtítulo poderoso: "plagios, simulacros, embustes y otros ademanes peronistas". Lindo sayo para el que le quede.

David, a todo esto, es conocido por buen contador de historias, de los que se acuerdan de entretener y vienen como flotando en una payada, género de los de público en vivo y muy demandante. También, y se nota en este libro, es un ensayista acostumbrado tanto a generalizar como a sostener sus generalidades con datos. Pero un secreto del puchero es la arbitrariedad, la receta flexible, el toque que mejor comelo sin preguntar. Y acá el autor se da los gustos.

Por ejemplo, en explicar que tanto el asado como Jesús son peronistas. Como lo son el amor y la transmigración de las almas. Y la yámana, y la ciudad de Rosario (pese a tanta evidencia en contrario) y el mismísimo profeta Mahoma, con sus leyes sociales. Como se ve, otro hilo del libro es la religión vista desde lo escatológico. Por ejemplo, la historia del beato Raniero Rasini, un curita volador a la manera de San Cupertino, monje de pocas luces pero capaz de levitar. Raniero no llegó a santo, aunque resucitó a dos chicos, por las dudas de su método de volar que se sospecha era impulsado por fortísimos pedos. Hasta hay un cuadro que lo representa elevándose "largando fuego por el culo". A quien le extrañe la chanchada, David le explica que en la Edad Media parte de la misa pascual en Alemania era el número cómico: pedos, mímicas chabacanas, chistes verdes. Los curas trataban así de que no se le durmiera la feligresía, campesina y chabacana, y años más tarde que no se le fueran con los adustos protestantes. Los indios maku, amazónicos y feroces, cuentan con orgullo que hicieron lo mismo para desanimar a los jesuitas que se les acercaron hace un par de siglos. Los monjes predicaban y explicaban, los indios se juntaban a cargarlos y a tirarse pedos, con premios para los más sonoros y largos. La tribu nunca fue evangelizada.

Y que nadie se confunda con que estas cosas son verdugueos de afuerano, que hay un cariño que sobresale vívido en estos fragmentos, tal vez no por la religión en sí como por sus culturas. Por ejemplo, la fascinante historia de las reliquias de Italia, que incluyen una botella que guarda un rayo de luz de la estrella que guió a los Reyes Magos a Belén, y otra que preserva el sonido de las campanas de Jerusalén.

Hay un momento espectacular en el libro en el que se mezclan el hilo peronista y el religioso, que vale la pena transcribir:

"Suena el teléfono en casa de un operador político de la Iglesia en Buenos Aires.

Se escucha este diálogo:

--¿Quién habla?

--Jorge

--¿Qué Jorge?

--¡El Papa, boludo!

Primera vez en la historia de la humanidad que se pronuncian esas palabras."

Como esto es un puchero, hay choclos de los raros. Los lectores de David ya saben de su gusto por ciertas arbritrariedades que dejan al lector discutiendo con el libro, como decir que todos los que tienen ojos azules son parientes, o que los rubios andan siempre con aire distraído. Acá se agrega que hay más tartamudos zurdos que sepultureros pelirrojos, y que sólo la cuarta parte de los tartamudos son mujeres. ¿Fuente? Inútil pedirla, inútil buscarla, con la advertencia de que el que insista será definible como un tilingo, o boludo solemne, parte de la larga lista de palabras como en desuso que rescata el puchero. ¿Quién se acordaba de eso de upitiar?

También hay una lista de personajes con los que el autor viene discutiendo hace rato -Rosas, Avellaneda, Sarmiento- y los raros que lo fascinan. Un ejemplo es Richard Burton, que aquí es rescatado en sus andanzas sudamericanas y reinvindicado en sus huídas de su insufrible mujer. Otro es el grabador Goltzius, tullido como Aleijadinho, y nuestro Juan Pedro Baigorri Velar, sobre el que uno termina convencido de que sí podía hacer llover con sus misteriosas máquinas y que se llevó el secreto a la tumba. Hablando de lluvia, uno se entera que el dios de los cahamacoco chaqueños afirma que "doy vida, lluvio", y que Huidobro mandaba al poeta a no cantar la lluvia, sino directamente hacer llover.

Esto del inventor criollo, de paso, supo ser una tradición nacional. En su segundo plan quinquenal, Perón incluyó un llamado a los inventores, buscando productos de tecnología local. El Archivo General de la Nación guarda cientos de estos paquetes de cartas, diagramas y especificaciones, en los que faltan los del motor de fisión nuclear inventado en un galponcito de Olavarria y derivado a algún organismo secreto, o la máquina analógica de detectar peronistas, seguramente mandada al partido. Este fierro steampunk usaba tarjetas perforadas como la máquina de Babbage y podía detectar el grado de ortodoxia y lealtad del interrogado de acuerdo a sus respuestas.

Y la cosa sigue, con momentos poéticos como el de dos irlandeses nostálgicos recitando -frente a dos descendientes de irlandeses emocionados- el Valparaíso de Oliver St John Gogarty en inglés y en irlandés, habano en mano, vaso en mano, viendo las luces reflejadas en la bahía de Valparaíso. O la del Cinco Quinquemil, sindicalista rural torturado y, tantos años después modelo lingüístico para el autor. O la de Mansilla describiendo espectacularmente cómo es el sexo homosexual... en una trinchera del Paraguay.

En fin, es de asombro todo lo que cabe en un libro de David.