Hace dos meses, vecinos de un callejón sin salida de San Francisco --EE.UU.-- se quejaron ante la prensa: una flota de robotaxis polarizados los perturbaba las 24 horas cada 5 minutos, dando una compleja vuelta U al toparse con una casa al final de la calle. Jennifer King declaró: “Me desperté en la noche con un extraño zumbido y pensé que había una nave espacial del otro lado de la ventana”. Eran autos Jaguar eléctricos --rebautizados Waymo-- con cámaras exteriores como en una escena de Blade Runner: no vuelan, pero se manejan solos. Es un servicio gratuito a prueba de Alphabet, o sea Google. Un vocero culpó a la mano invisible del algoritmo: las reglas de tránsito limitan el tráfico en ciertas calles y ese era el atajo más lógico para un auto autónomo.

En el libro Tecnofeudalismo: crítica de la economía digital (La Cebra, 2021) el economista francés Cédric Durand teoriza la hipótesis tecnofeudal: las Big Tech como Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft más sus equivalentes asiáticas --Europa perdió esta carrera-- nos conducen a un tiempo distópico con lógicas del feudalismo. Las grandes plataformas y entornos digitales serían bienes inmobiliarios desmaterializados, fortalezas “medievales” que colonizan el ciberespacio y crean monopolios depredadores: ganan todo el terreno de su negocio y adquieren a la competencia y empresas complementarias. Apple compró al asistente virtual Siri, Facebook se deglutió Instagram y WhatsApp por US$ 15.000 millones –el valor de sus 450 millones de usuarios-- y Google se devoró YouTube. Todas pugnan por el Santo Grial de la innovación: la recolección de datos del mercado global de consumidores, el valor más cotizado (superior al petróleo).

Desde sus feudos digitales afinan el data minning y el microtargeting. No son pulpos clásicos que se diversifican comprando medios de producción: la economía digital canibaliza datos y produce intangibles. Regresa la lógica feudal de la renta de la tierra (obtención de ganancia sin esfuerzo productivo del dueño). Los usuarios de hoy serían siervos de la gleba, ahora creyendo que la tierra es gratis: el phono-sapiens ara y fertiliza el suelo mientras juega. En la Edad Media, el señor feudal ofrecía al siervo algo de tierra, exigía trabajo y daba protección militar. El campesino tenía un apego fuerte a la tierra: dependía en extremo de ella. Existía cierto margen para irse, pero pocos lo hacían: era incierto el futuro errante en solitario. Los señores tecno-feudales también concentran y apegan a los usuarios en su hacienda impalpable: no es fácil partir de Facebook o WhatsApp, aun cuando la salida esté a tres clics. Lo mismo con Windows, Excel, Word y Google, aunque haya programas alternativos: abandonaríamos el estándar tecnológico.

Sin darnos cuenta, hemos devenido en cautivos digitales con las puertas abiertas para partir: tecno-dependientes en ecosistemas neofeudales. Byung Chul-han lo llama “explotación de la comunicación”. Hoy no somos esclavos. El campesino medieval tampoco lo era. Pero terminamos entregando gratis --a cambio a nutrir el narcicismo-- el commodity central en el tecnofeudalismo del siglo XXI.

Google da gratis a los fabricantes de smartphone el sistema Android para que --por defecto-- el 88% de los usuarios del mundo entren a Internet por Chrome y usen Gmail con su nube digital. Según Durand, cuando Google le adosa a un Jaguar inteligencia artificial, no se trata solo del transporte ni de construir buenos autos: diseñan “torres de datos”, espacios de vida temporal rodante con aspiradoras de información. Partiendo de Google Maps --cuyo negocio es vender publicidad para atraer clientes que ronden una zona-- aspiran a divertir a los pasajeros, una vez que los tengan concentrados allí dentro liberados del volante. Frente a cada asiento, los Waymo tienen una pantalla que se suma al smartphone del que ya nadie se despega: nos entretendrán con YouTube y APPs de Google Play Store. Será el auto como sala de juegos del homo ludens. Google y Facebook son empresas de publicidad: buscan atraer al público hasta volverlo adicto.

Según la socióloga Shoshana Zuboff, el capitalismo de vigilancia ya no se conforma con predecir conductas del homo-digitalis. Ahora lo arrea a control remoto con tecnologías de realidad aumentada: le hace recuperar la calle, smartphone en mano, sin levantar la mirada de la pantalla. Es la lógica del juego gratuito Pokemon Go que agrega objetos virtuales a lo que muestra la cámara-ojo del teléfono: camino la ciudad a la caza de Pokemones hasta una tienda que paga para que me piloteen. Esta técnica manipulatoria de cuerpos fue creada con ese juego por programadores de Google Maps y Street View, pero la empresa no quiso mostrarla como propia. Y desde la firma Niantic Labs agregaron publicidad encubierta de McDonald’s y Starbucks.

Pronto dejaremos de caminar con los dedos al impulso de clics, para volver a usar los pies: el anunciante pagará por cada pisada analógica. Será el regreso del flautista de Amelín: nadie me obliga pero voy feliz. Ya no hay un Big Brother con quien cruzar miradas, sino un Big Other desmaterializado en un apacible mundo gamer de libertad donde incluso se puede ganar dinero. Esa técnica está en prueba. El objetivo es que el Big Data no necesite saber dónde iremos: su sistema de premios y castigos digitales aspira llevarnos allí (que la profecía se autocumpla). Si el diablillo pensado por García Márquez --aquel que “sopla al oído las respuestas devastadoras que no dimos a tiempo”-- nos hablara desde lo hondo de la web, diría: “es gratis porque el producto sos vos”. Para Zuboff “el Big Other ya no amenaza: viene con un capuccino”. Según Byung Chul-han, desaparecen la cámara de tortura de la novela 1984 y la torre central panóptica de la cárcel o la fábrica: el smartphone es un confesionario móvil donde nos miran --porque nos exponemos-- desde todos lados.

El siglo digital es joven y las Big Tech están en la etapa de acumulación primitiva de datos: les falta perfeccionar el procesamiento. Somos conejillos de Indias de algo en ciernes y acaso haya tiempo aun de no naturalizar el capitalismo de vigilancia. Se desconoce hasta qué nivel estas técnicas --reales y nada fantasiosas-- podrían limitar la autonomía individual y social.

John Stuart Mill pensó en el siglo XIX un país donde todas las tierras fuesen de un sólo hombre. Hoy las empresas más cotizadas tienen pocas oficinas y ninguna fábrica. Su “sustancia” ocupa la arquitectura virtual: datos y programas. La teoría de Mill podría cristalizarse vía fusiones en el territorio digital que debiliten más al Estado (Facebook planea su criptomoneda). La hipótesis tecnofeudal ve en la lógica depredadora de los lores digitales --surgidos no solo de la iniciativa de un emprendedor sino del nexo con el Estado vía contratos militares-- una tendencia al megafeudo global. Un trillonario podría zamparse Google, Apple, Facebook, Microsoft, Amazon, Twitter y Uber apoderándose de casi todos los datos de la humanidad. Y sujetarla por siglos a una servidumbre digital consentida: sería la paradoja del feudalismo de un solo feudo en un mundo robotizado con pocos vasallos supervisando a siervos pauperizados que se sienten libres, ansiosos por seguir jugando.