Hasta hace unos años la gente iba al cine y después se iba a comer o a tomar algo para debatir sobre la película que había visto. Hoy la pantalla se trasladó mayoritariamente al hogar y las discusiones se dan en las redes sociales. Pero ya ni siquiera se pone en debate la película en sí misma, sino el modo de verla, la plataforma elegida y el público hacia el que va dirigida.  

El fin de semana pasado vimos a través de Netflix, desde la comodidad del living de casa, Don't look up, la peli “crítica del capitalismo” del momento, como antes lo fueron Parasite y Joker. Nos gustó. Disfrutamos de esta sátira política, social y cultural que ridiculiza lo más burdo del capitalismo actual, representado por una fauna tan grotesca como verosímil: líderes políticos que funcionan como títeres de las corporaciones, empresarios que llevan su codicia hasta la concreción misma de un genocidio, negacionistas de la lógica y de la ciencia, periodistas banales, una sociedad manejada con criterios algorítmicos hasta el último segundo previo al apocalipsis.

En términos formales, el director Adam McKay metió en la coctelera el cine catástrofe de Día de la Independencia + la corrosividad pesimista de Idiocracia y salió esto. Una mezcla bien pandémica.  

Más allá de estar excelentemente actuada, la película nos gustó porque expresó en imágenes y palabras algunas de las cosas que pensamos sobre el mundo actual. Se dirá, con razones muy atendibles desde la perspectiva cinéfila, que una buena película debería hacer todo lo contrario o, al menos, relativizar esa tosca valoración más “de piel” que artística: plantear matices, sugerir contradicciones, abordar complejidades narrativas y visuales que hagan trastabillar la comodidad del espectador. 

Esto último es, precisamente, todo lo que Don’t look up no hace ni –al menos nosotros—necesitábamos que hiciera. Queríamos tan solo que nuestro estupor cotidiano, ése al que a veces no le encontramos palabras, se viera reflejado en una película de domingo a la noche (sin fútbol) en Netflix. 

Para disfrutar de una película de domingo a la noche en Netflix les recomendamos a los puristas de la revolución (ya sea estética o política) entender primero y poner entre paréntesis después las obvias objeciones filosóficas relativas al estreno de un tanque anticapitalista salvaje en una plataforma hipercapitalista salvaje. 

Las lecturas en ese sentido son múltiples y pueden recalentar las conciencias más sensibles. Porque, efectivamente: 

a) El capitalismo salvaje no va a caer ni por una ni por cien películas que lo cuestionen. 

b) El neoliberalismo funciona “mejor” cuando nadie –y mucho menos el arte y la cultura-- lo defiende. Necesita, incluso, fomentar una tensión dialéctica en su interior: un anticapitalismo discursivo que funcione como válvula de escape para una realidad ya asumida y naturalizada.  

c) El sistema necesita crear, tanto en la realidad como en la ficción, monstruos (Trump, Bolsonaro, Kast, los protagonistas de Don’t look up) que sean tan monstruosos que no haya modo –al menos desde la racionalidad biempensante-- de identificarse con ellos, lo que finalmente allana el camino para una derecha menos salvaje en sus gestos, pero igualmente depredadora.  

d) Netflix es uno de los emblemas de este “neoliberalismo políticamente incorrecto”, la rama progre, digamos, que se opone al otro “neoliberalismo políticamente incorrecto”, el de los antivacunas, negacionistas de la pandemia, etc. 

Pero resulta que, sabiendo todo esto, nos gusta ver en una ficción, con ligereza, sentido del humor y excelentes actuaciones, eso otro que es tan difícil de explicar en la vida cotidiana: que los que mandan no son los que realmente mandan, ni siquiera (o mucho menos) en los Estados Unidos; que los grandes medios juegan un papel clave en la idiotización de un sector de la sociedad; que las redes sociales se encargan del resto. 

El disfrute es subsidiario de la indignación. Puede incluir dosis de masoquismo y termina siendo fatalmente inocuo porque todo lleva a la famosa frase que se atribuye a Fredric Jameson: “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.

Pero a falta de elementos concretos que permitan soñar con cambiar el rumbo de la economía global, resulta gratificante gritar la estupidez del mundo y la mediocridad del poder junto al científico Randall Mindy. Es solo catarsis. Por ahora.