Pasaron décadas midiendo trayectos, observando frentes, topándose con recuerdos. Cada una por separado, con sus historias a cuestas, con los límites de la propia vida que avanza. Así supieron que la Justicia había identificado un “nuevo” centro clandestino ubicado en la misma manzana de Automotores Orletti que coincidía con los planos que ellas, sobrevivientes de la represión asesina de la última dictadura cívico militar, habían acompañado sus denuncias. Era el principio de la pandemia, un tiempo que para la inmensa mayoría del mundo significó encierro y soledad, pero que para ellas trajo en su abanico todo lo contrario: se conocieron, se hermanaron y juntas, por fin, reconocieron que “El jardín” o “La Cueva”, como los genocidas llamaban a la Base de Operaciones Tácticas 18 de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), fue el lugar donde estuvieron secuestradas y torturadas

Emma Le Bozec, Beatriz Grafía y Delia Méndez participaron de la primera inspección ocular que el juez federal Daniel Rafecas, que tiene a cargo la investigación, ordenó en la casa ubicada en Bacacay 3570, en el barrio porteño de Floresta, donde funcionó el centro clandestino en el que ellas confirman que estuvieron secuestradas entre los últimos días de marzo y los primeros de mayo de 1976. De la medida judicial también participó otra sobreviviente, María Cristina Micieli; la actual propietaria y la mujer a la que ella le compró la casa; secretaries del Juzgado Federal número 3 y abogades querellantes. “El relato coincidente de nosotras cuatro, la información que pudimos aportar en el lugar y, en el medio del acto doloroso que es reconstruir aquellos días, la alegría de poder hacer aportes a la Justicia por los otros, que soportaron lo que nosotras, pero que ya no están”, rescató Delia semanas después. Por la OP 18 pasaron víctimas argentinas y uruguayas secuestradas durante los inicios del Plan Cóndor.

El encuentro

El 14 de diciembre de 2021 Emma, Beatriz, Delia y María Cristina se encontraron, por primera vez en su vida las cuatro juntas, en la puerta de Bacacay 3558 (es la actual numeración del centro clandestino), el lugar identificado de manera formal por Rafecas a comienzos de julio de 2020. La mención del lugar en un cable desclasificado de la CIA a propósito del secuestro del embajador argentino en Venezuela, Héctor Hidalgo Solá fue la ficha que se sumó al rompecabezas que construyeron a lo largo de los años sobrevivientes a uno y otro lado del Río Uruguay, organismos de derechos humanos y la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación para determinar la ubicación de la OP18.

Emma y María Cristina compartieron cautiverio pero nunca antes se habían visto. Delia y Beatriz estuvieron secuestradas juntas y se hicieron amigas a mediados de los 2000. Cada una a su tiempo habían aportado toda la información que lograron registrar de su paso por Bacacay en sus declaraciones ante la Conadep y el Estado en diferentes momentos. Reconocer el lugar juntas, la primera vez que regresaron al centro clandestino, fue importante para todas.

Búsquedas paralelas

Un plano del lugar en donde estuvo secuestrada sumó Emma a la denuncia que registró ante la Comisión Nacional de Desaparición de Personas en 1984. Tiempo después la contactó Maco Somigliana, del Equipo Argentino de Antropología Forense, en pleno trabajo de recolección de datos para dar con el centro clandestino. “Lo primero que le pregunté fue si sabía si había habido sobrevivientes”, contó a este diario la docente jubilada que fue secuestrada el 1 de mayo de 1976, tabicada y llevada a Bacacay. Allí estuvo unos cuatro días antes de ser liberada.

Delia y Beatriz estuvieron un mes antes. A Delia se la llevaron de la casa de su madre el 27 de marzo a la noche. Tenía 21 años. A Beatriz, de su casa en Luján, el 30 de ese mes. Ellas declararon bastantes años después ante la Secretaría de Derechos Humanos, pero nunca dejaron de buscar al lugar en donde habían estado encerradas.

“Siempre estuve segura del recorrido que habíamos hecho desde Luján, donde me secuestraron. En aquellos años la única ruta iluminada era Panamericana y yo podía ver un poquito porque me habían tapado los ojos con cinta adhesiva sin nada debajo, así que esa luminaria me permitía ir sospechando por donde iba. Tomamos la General Paz e hicimos un largo trecho hasta salir”, recordó Beatriz. Delia, en tanto, sabía que adonde la habían llevado no estaba demasiado lejos de la casa de su madre, en Villa Crespo. Pero en su búsqueda, que sostuvo “desde siempre”, gravitaban otros tres datos: en su cautiverio escuchó el ruido del paso de un tren, a uno de sus captores le oyó hablar de una farmacia, la farmacia de Segurola, y el lugar tenía un sótano.

Así Delia resumió la búsqueda permanente, “que uno ahora relata desde el tiempo pasado y los logros obtenidos, pero que fue muy angustiante en aquel momento”: “Solíamos ir a recorrer lugares. Pensé en la Esma, por la cercanía del tren, pero no tenía sótano. Luego hubo un lugar en La Matanza, pero era demasiado lejos. Buscaba la farmacia, con mi terapeuta incluso lo hice. Un día dije basta, no me lleven ni me digan de ningún otro lugar que no tenga un sótano, porque a mí me tuvieron ahí desde el primer día. Y pasaron unos 8, 10 años. Nunca habíamos pensado en Orletti hasta que desde la Secretaría de Derechos Humanos nos hablaron del lugar a cargo de la banda de Aníbal Gordon –la OP 18– y nos espeluznó. Luego apareció esta casa y su sótano. Es loco porque de algún modo estuve rondando esta zona”.

El reconocimiento

Emma tenía un “interés general” de conocer la casa desde siempre. Sin embargo, las modificaciones que encontraron durante la inspección la descolocaron un poco. “Fuimos con unas expectativas y la realidad cuando entramos fue otra. De todas maneras nos fuimos con la certeza de que habíamos estado allí. El sótano fue indudable”, aseguró. Delia sostuvo que hubo “tres momentos” en la recorrida que hicieron junto a la actual dueña y María Ester Poggi, quien compró la casa en 1977 –una presencia que las sobrevivientes destacaron como muy importante– y la dirección de Rafecas y la secretaria Albertina Caron: “Uno en la puerta, otro en el jardín y luego el sótano, que fue total y determinante”, recordó.

Casi toda la casa fue modificada por Poggi y su entonces marido. Hoy, el frente de 15 metros es un paredón “casi cubierto” de vegetación y un portón azul. Las sobrevivientes recordaron que al entrar oyeron un ruido “metálico” como de cortina o hierro. Poggi coincidió en que había una puerta de hierro. La mujer también confirmó los recuerdos de las sobrevivientes, que contaron que tras ingresar al predio había un espacio “vacío”, tipo patio, pero que no había pasto: “Tenía un patio mal hecho lleno de porquerías”, contó durante la inspección.

El momento más fuerte fue al llegar al sótano. “El momento en el que pisás el suelo del lugar que hasta ayer te era desconocido, era una búsqueda, una nebuloza y de repente se vuelve concreto es muy fuerte”, describió Delia. Durante la inspección fue la única que pudo reconocer el sótano en detalle pues fue la única de las cuatro que estuvo allí cautiva, pero Emma, Beatriz y María Cristina también aportaron información puesto que supieron de su existencia: Beatriz porque luego coincidió con Delia en otra habitación; Emma y María Cristina porque durante su cautiverio el sótano estaba habitado por “El Alemán” –Claudio Zieschank– y otro joven a quienes “humillaban todo el tiempo”, recordó Emma.

Durante la recorrida, Delia relató: “Era como un agujero en el piso y había una escalera endeble. No sé si era fija o no. Se me enganchaban las medias, eso me acuerdo. Cuando me levantaba yo por temor me agachaba, nunca intenté pararme, tenía temor y me levantaba encorvada”. Ante este diario, aseguró que “fue el único momento” en el que se “quebró”: “Bajé y me senté en la misma esquina donde me arrinconaba. Ahí mi cuerpo sintió todo, como si nuevamente me quedara pegada con la ropa mojada por el submarino, sentí esa pared y ese piso de cemento sin alisar, bajé la escalera y bajé al submundo. Muy simbólico de todo lo que fue”.

El valor de la identificación

Haber visitado el lugar después de más de 40 años, “es un alivio por un lado, por el otro faltan investigar cosas”, apuntó Emma. Aún restan identificar, por ejemplo, muchos de los nombres de las víctimas que pasaron por allí. Para Beatriz, poder pisar ese lugar también es livianador: “Sacarme un adoquín más de la mochila. Uno va arrastrando durante tantos años el horror de lo vivido y entonces confirmar el lugar es parte de alivianar la mochila”. Delia insiste en rescatar lo “bueno” del horror. “Quienes pasamos por esto no somos sujetos víctimas, sino parte de un colectivo que fue víctima. Y es nuestro deber, el de quienes sobrevivimos, seguir luchando, seguir buscando hasta nuestro último aliento. Haber alcanzado a identificar este lugar es parte de esa lucha. Ahora vamos por identificar a los responsables, dar nombre a nuestros captores, a las voces tenebrosas que nos torturaron, pos nosotras y por todes”, concluyó.