Hace tanto que están juntas que parecen pertenecer al mismo cuerpo, un cuerpo con dos cabezas, o todo un cuerpo y cerebro compartido. Una comienza la frase y la otra, la termina, saben las mismas verdades, conservan las mismas omisiones, le rezan al mismo Dios, llevan las mismas estampitas en el monedero, siempre alguna de las dos lleva el pedazo de recuerdo que le falta a la otra. La mismidad se vuelve compañía con el tiempo, o quizás sea el tiempo el que transforma a los que se acompañan en una especie de espejo, en dos gotas de agua, en olas de un mismo río. Ese lugar de par fue mutando desde la viudez a otro tipo de matrimonio, para ser simplemente de a dos.

La tía Esther y la tía Chiche quedaron viudas muy jóvenes. Primero le tocó a la Chiche, que es la menor de las cuatro. “Hubo un accidente”, así comenzó la oración esa noche, y desde ahí cada vez que la Chiche escucha la palabra “accidente” se persigna. Después la siguió la Esther, pero lo de la Esther fue algo menos trágico, quizás por eso buscó otra forma de nombrarlo que no le restara dramatismo: “fue la enfermedad de la sangre”, y no permite que nadie lo sustituya por otra nominación más científica como “leucemia”.

Llevar el duelo se transformó en un nuevo motivo de vida, así lo dicen: “llevar el duelo”, como una cosa, como una medallita, como esas que la nona se enganchaba en la parte central del corpiño. A veces pienso que ellas podrían guardar personas enteras entre los pechos, y algunos se quedan en las tumbas y otros se les quedan ahí, entre las tetas. Cuando me fui a estudiar extrañaba tanto, que el domingo me la pasaba con la abuela y las tías, y me daban tantas ganas de llorar que quería abrazarlas y apoyarme en sus tetas, como una almohada y me apoyaba un rato y la tristeza se me pasaba un poco.

-No tuvo herencia. No heredo de ningún lado- Soltó la Esther.

-¿Qué cosa?- pregunté.

-Su debilidad- completo tía Chiche.

-¿Quién?- pregunté otra vez sin entender, pero intentando atrapar la conversación que parecía esfumarse hacia el otro lado de la mesa. Esa mesa familiar que congrega cada domingo a un grupo de seres incompatibles que se llaman familia. La conversación parecía haberse iniciado en otro tiempo, en un momento tan atrás en el pasado que parecía pertenecer a otro mundo.

-Debilidad, como una debilidad que tenía, así lo explicó el médico- continuó la Esther.

-Sí, sí, debilidad- agrego su hermana.

Estuvo mucho tiempo dormido, días, como en un estado de inconciencia. Mi suegra me lo contó mucho tiempo después y me lo dijo como de resbalón, “si la cruzo a esa la ahorco”.

Doña Celia había decidido usar algunas habitaciones de su casa para pensionar a las chicas que llegaban al pueblo a estudiar magisterio. Y la Esther dijo que la Celia se acordaba, como si fuera ayer, del día que acepto dar pensión, a una de las maestras que venía a dar clases al profesorado, ya desde ahí le había quedado entre ceja y ceja. Era una mujer muy mujer según la Chiche, con un cuerpo exagerado.

-El problema no eran los pechos, porque mirala a la Chiche, las tetas que sacó, siempre tuvo esos pechos que esperaban dar leche y nunca pudieron, debe ser por eso querida que te quedaron así, deben estar llenos todavía.

La tía Chiche estalló de risa, era difícil saber qué cosas le causaban pudor y cuáles producían una especie de vórterix, a través del cual las dos se transformaban en otra cosa, dibujos espesos con labios rojos y ojos saltones, tetas hasta al cuello y del cuello a la panza con pulseras de colores y doradas que suenan en cada movimiento, risas con amplificador, como si fueran las urracas de Dumbo, y esa mirada librada de algo que nunca se sabe bien qué es.

Las sobrinas, entre las que están otras a las que llamo “tías” y otra, una sola, a la que llamo “madre”, comenzaron a comparar sus tetas para ver quién había heredado esos pechos turgentes. Yo no me levanté porque yo heredé algo tan microscópico que solo espero que mi mamá no haga lo de siempre, ese acto en el cual comienza a mostrar cómo sus tetas están siempre más arriba que las mías. Espero que no pase, “qué no pase, qué no pase”, repito para adentro mirándola a la Esther que quiere seguir la historia, pero yo sé que ahí viene.

Vamos a ver a la tercera generación como anda de herencia.

Mi mamá puso su mano sobre mi hombro y la tía Chiche agrego:

Vos tampoco heredaste nada mi vida, igual que el Justo.

Continuó riendo como siempre se ríe la Chiche, una mezcla de gallina cocleando con un estallido a la manera de un vómito, una gallina que vomita un sapo enorme croando, todo eso junto, repetido e in crescendo.

Yo la miré a la tía Esther esperando que me salvara, pero me miró con pena y movió la cabeza hacia un lado y otro, la pena también venía con resignación, pero eso era algo que se me pedía a mí de soslayo, también dicho como de “resbalón”, como una entrega, un sacrificio. Digamos que mis tetas, esas que no herede, las que no llegaron entre la serie de atributos propios de las mujeres de esta familia, hubieran quedado en algún lugar entre la tierra y el cielo en ofrenda a los dioses.

Pobre Justo, que en paz descanse -dijo la Esther y se persignó– eso que tenía no lo heredó. Mi suegra, Doña Celia, me contó que ella sospechaba algo pero nunca se imaginó, que una mujer así tan exuberante… Ella veía que pasaba mucho rato con el Justo en la piecita del fondo, pero ¡qué se iba a imaginar!

Tenía una cara ¡ay! Y cuando dijo eso la Chiche, se agarró los pechos y reboleó su melena con bucles blancos mirando al cielo.

Todos lo veían más chiquito de lo que era, tan blanquito, rubio con unos ojos…. dijo la Esther.

¡Ay! ¡Y unos ojos! Agrego tía Chiche.

Transparentes de lo celestes que eran. Y tan buenito… ¿Quién se iba a imaginar? Continuó la Esther.

Era monaguillo –dijo Chiche sacudiendo la melena otra vez-. ¡Imaginate! Y en ese momento unió sus manos como en una plegaria y miro otra vez al cielo.

Doña Celia, veía que pasaban mucho tiempo en la piecita del fondo, pero el Justo tenía 14 años y ella toda una señorita de la Escuela Nacional… ¿Qué habrá tenido? Capaz que cerca de los 20. Pareciera, no se sabe, fue después de una noche, o un día, como si hubiera estado mucho tiempo…teniendo, bueno, como decirlo… todavía me da vergüenza… que le quedó esa debilidad, durmió varios días y cuando despertó no fue más el mismo.

-¿Cómo que no fue más el mismo?- dije.

Y el médico dijo eso, que no era herencia, no, no, que era como una debilidad, como que le quedó eso. Y empezó a hacer cosas, para mí era por toda esa gente con la que se juntaba…

Negros, decilo como hay que decirlo Esther -y ahí giró hacia mí y me miró fijo a los ojos- se empezó a juntar con negros...-, y mientras lo decía sacudía su dedo índice, ya arrugado pero firme con la punta roja y filosa, sacudía ese dedo y sonaban las pulseras como acentuando un movimiento por palabra: “se empezó a juntar con negros”.

-Gente mala que se aprovechaba.

-Y yo le tenía un miedo…

-¿Le tenías miedo Chiche?

-Sí, no sé… miedo.

-¿Pero por qué le tenías miedo?

-Ay es que no sé… no caminaba por la vereda, ni por la calle, caminaba siempre por el cordón. Hacía esas cosas, cosas raras yo que sé.

-Y lo tuvieron que llevar a Buenos Aires- dijo la Esther.

Y sí… pero menos mal también, porque pobre mujer… Vos no sabés lo que fue querida -y volvió a mirarme-, lo que fue para la familia cuando el Justo empezó a robar.

-Cosas de nada… y no sé que le agarró de justiciero…

-Debe haber sido por el nombre- dijo la Chiche, lo dijo como un chiste sin querer, como algo que le salió desde la lengua directo- algo que le quedó así como raro… con su nombre y sus cosas, yo que sé.

-Y le empezó a robar, primero los huevos, después las gallinas…

-¡Al vecino!

-Le agarró algo así como de lástima, y se la empezó a dar a esa gente…

-A los negros esos con los que se juntaba Esther, decilo con todas las letras… Seguro lo presionaron, seguro que le pusieron ellos la idea.

-Y él, con esa debilidad… no podía pensar. Y ahí mi suegro dijo BASTA… y lo mandaron para Buenos Aires

-A un manicomio… ¡Un manicomio!... Terminar así…

-Y no volvió más.

-Pero por lo menos se quedaron con un recuerdo bueno…

-Se escribía con mi marido… antes que falleciera…

-Y sí Esther… no se van a escribir de muertos, ahí lo internaban también al Amado…

-Bueno, bueno, eso quise decir… que se escribían… y parece que en ese lugar la gente lo quería, que se sentía bien. Cuando le escribía a mi marido le decía “Hermano Carmona”, es que era el único que lo entendía… y lo sabía llevar…

-¿Por qué Hermano Carmona? – pregunté.

-Yo que sé- dijo la Chiche.

-Una cosa de esos tiempos, un personaje, pero no me acuerdo bien… y un día mi suegra recibió la carta…

-Esa carrta – dijo la Chiche haciendo durar la r y otra vez sacudió los rulos.

La tía Esther siguió hablando, pero mirando siempre para abajo doblando la punta de la servilleta de tela, alisándola, presionando con sus dedos los bordes, una y otra vez, como agarrándose en ese acto a alguna otra cosa. Sus manos y detrás de ellas la raya entre las tetas que se asomaba por el escote, ahora llena de arrugas, son muchas pensé. Siempre quise tener la raya entre las tetas.

-Ya te estoy viendo la cara– dijo la Chiche.

-¿Qué?– dije con miedo a que se diera cuenta.

-Seguro que te estás grabando todo para escribirlo en algún lado.

Alguien dijo que iban a tener que pensar antes de contar cosas adelante mío porque ahora se me daba de andar escribiendo todo. Pero yo estaba pensando en la raya de las tetas, y que le vi las tetas a todas, a las tías, las de la nona, que cuando me invitaban a dormir yo dormía en la cama grande, siempre en el lugar del muerto, del difunto le dicen ellas, no sé que quiere decir eso. Y que me gustaba ver la ceremonia previa a rezar el rosario, y como iban sacándose el vestido, después la enagua, por último, el corpiño, gigante, que parecía guardar dos globos pesados de carne, me gustaba ver como las soltaban cuando se aflojaba el elástico, como si le abrieran la jaula a un par de pajaritos, o mejor a un par de gallinas batarazas. ¿Y porque todos lo hombres están muertos? Esa pregunta la hice en voz alta cuando le Chiche preguntó en qué estaba pensando.

-¿Y porqué todos los hombres están muertos?- dije.

-Y la carta llegó tarde- eso salió de la boca de la Esther– como eran las cosas en ese entonces.

-No son los únicos que faltan- dijo la Chiche.

-Déjenla terminar- dijo alguien desde la cocina.

-Pero son los que se fueron primero – le dije.

-Un día salió a dar un paseo, como siempre, parece que le gustaba salir, y ahí lo dejaban, y salió a dar un paseo, pero no volvió. Lo encontraron muerto en la calle, gente que lo conocía se ve… avisaron al lugar ese en el que estaba... Pero la carta llegó tarde, y estuvo ahí solito y desnudo en la morgue por varias semanas… Y mi marido viajó a buscarlo… Una carta tan linda, tan bien escrita… -sin dejar de mirar para abajo repitió como un mantra las misma palabras- una carta tan bien escrita, no era un telegrama, era una carta, con una letra tan prolija. ¿Quién se toma el trabajo de dar una noticia así de esa manera?

-Era alguien que quería que la familia supiera– dijo la Chiche

-La Esther soltó la servilleta y llevó sus manos hacia el interior de su escote, a veces sacaba pañuelos de ahí. Movió su mentón hasta pegarlo al cuello, hizo un esfuerzo con sus dedos y sacó un alfiler con cosas enganchadas: una medalla de la virgen, otra de San Antonio y otra cosa dorada un poco más grande; cuando la abrió, sacó dos fotos, besó la punta de su dedo y después tocó una y otra, dos veces.

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