EL CUENTO POR SU AUTOR

Ojalá pudiera recordar quién dijo que un escritor (escritora, escritore) no hace más que juntar elementos sueltos, cosas que vivió, imaginó, escuchó, y los combina para formar algo nuevo, con otra lógica. Eso lo convierte en blanco fácil de los reproches, usaste esto que te conté, pusiste esto que era un secreto, ese personaje es mi marido, no me digas que no, esa panza, esa forma de rascarse la barba, y además queda claro que sentís deseo por él. Cómo explicar que nada es así, que esos objetos se presentan al momento de escribir sin que una los convoque, atraídos por un imán de voluntad indescifrable, y que lo que surja de esa mezcla raramente sea algo “lindo” que conforme a todxs. Ay, le autore de la cita, quién es, él lo explicaba mejor.

Para este cuento se combinaron dos cosas que espero no ofendan a nadie. Una vez escuché una historia sobre un análisis de laboratorio cuyo resultado no fue el esperado. Debo ser imprecisa acá para no espoilear el cuento pero déjenme decir solamente que lo hallado –y la forma en que me lo relataron– generó una impresión muy intensa en mí durante mucho tiempo.

Por otra parte, jamás quise tener hijxs. No es que no pude, sino que no quise. No quisimos, ni yo ni los dos maridos que me acompañaron durante los años de fertilidad. A los 45 años, por primera vez, formé pareja con alguien que sí los tenía. Un hijo y una hija, grandes, altísimos, hermosos. Verlos actuar entre ellxs y con su papá me interpeló. ¿Habría sido lindo, entonces, tenerlos? Cuando confronté mi edad con la edad de la hija de mi pareja vi –por primera vez también– que a pesar de mi impronta infantil yo ya no era una nena. Casi diría que me sentí vieja. ¿Qué hacer entonces, más que lanzarme a quererlos con todo mi corazón y escribir, a la par, el cuento de una vieja que dice estar embarazada?


EL BEBÉ DE MAMÁ

Era septiembre cuando mamá empezó a decir que iba a tener un bebé. Lo repetía tanto, tan convencida, que mi hermana hasta buscó si era científicamente posible.

–Cómo va a ser, Mara.

La carita de mi hermana se había iluminado por la luz azul de la computadora. Movía los ojos hacia un lado y el otro, clickeaba, acercaba el mentón al monitor, hasta que dijo no. No, no, sólo en la India, con óvulos donados, y hasta los sesenta...

Me dieron ganas de llevarle la mochila como cuando íbamos caminando a la escuela. Ella tenía las piernas más cortitas que yo y se atrasaba. No llegaba a pisar las baldosas de dos en dos.

Se levantó para hacer más mate. En Google había escrito: “embarazo a los 85 años”.

Empecé a visitar a mamá durante la semana. Cuando se iba mi alumna de las seis, con la excusa de sacar la basura, de pasear a Rolo y sabiendo que Andrés volvía recién a las diez, terminaba yendo hasta el geriátrico. Quizás era la peor hora, aunque seguramente ellos la esperaban todo el día. A mí me impresionaba pasar de un lugar donde todavía se podía entrar a una mercería y comprar una cinta a otro iluminado con luz de tubo donde ya servían la cena y sólo quedaba dormir. Traté de imaginar cómo sería dormir a las ocho de la noche. No creía nunca haberme acostado a esa hora.

Otro problema de la cena era tener que ver a mamá junto con todas las demás señoras. Las caras que no conocía y que quizás no tenía por qué conocer se reunían ahí. Pensé en la contundencia de la biología. Esas mujeres con el cuello torcido, las manos rígidas en forma de pico y los ojos apuntando a cualquier parte seguían siendo cuerpos que necesitaban alimento. Las enfermeras las acomodaban en una mesa larguísima. Las llevaban, con sus sillas de ruedas o caminando con el trípode metálico, hasta esa mesa como hasta un abrevadero, donde al atardecer los animales, en silencio, sin importar qué hubiera pasado durante el día, simplemente comían.

No me gustaba ver comer a mamá. Me resultaba interminable el trayecto que hacía con la cuchara hacia la boca. Tampoco me gustaba el mantel de hule, ni los cubiertos de plástico naranja, ni el plato donde flotaban unas verduras. Le veía las uñas siempre demasiado largas, demasiado oscuras en el espacio en que se unían con la carne y donde parecía que se le acumulaban cosas. Ese día estaban marrones en la juntura, y un amarillo más diluido en el resto de los dedos.

–Me das una servilleta mojada, por favor –le pedí a la chica de delantal que traía flanes en unos vasitos de lata.

Ella bajaba de a cuatro flanes con una sola mano y se movía muy rápido entre las viejitas. Sí, sí, hizo con la cabeza, y al rato vino ya sin la bandeja, con un rollo de papel de cocina. Se sentó con nosotras.

–Mojalo acá –me acercó el vaso de agua que mamá no había tomado, y cuando vio que mojé un poco y empecé a pasarlo por las uñas de mamá hizo lo mismo. Sacábamos el papel amarillento con pedacitos de marrón como si fuera algo natural, sin pensar en qué estábamos sacando de esas uñas ni cómo había llegado ahí. Formamos una pila de bollos en el piso.

–Ahora traigo una bolsa –se levantó y le puso la mano en la cabeza a mamá. –Cuqui es un amor –dijo.

–Se llama Nélida.

–Pero acá le decimos Cuqui, ¿no Cuqui?

Mamá subió una de sus manos ya limpias y agarró la de la empleada, lentamente se la llevó a la panza y la apoyó ahí. La miró enternecida.

–Sí, Cuqui, sí. Ya sé.

Volví a casa con náuseas.

–Estás teniendo los síntomas de tu vieja –se rió Andrés.

Tu vieja. Ojalá mamá fuera mi vieja. Todavía podría enojarme y preguntarle qué boludeces estaba diciendo. Podría irme a su casa cuando me peleaba con Andrés y hacernos una máscara de palta en el pelo mientras veíamos “Los Soprano”. Hacía años que había dejado de ser mi vieja para volver a ser mamá, una palabra suave, distante, que casi siempre usábamos con Mara para hablar de trámites.

–Paseá a Rolo, que no se pasea solo –le dije sin saber si lo había paseado o no y me fui a dar una ducha de una hora.

De todas las cosas que había ido inventando mamá esta era la única que me enfurecía. Las demás me habían dado pena o risa. Y habían sido más cortas. Cuando se había querido escapar, fueron apenas unos días. Lo atribuyeron al cambio de director. Los ancianos van perdiendo la memoria de corto plazo, nos explicaron, y por más que todos los días les volvían a presentar al Dr. Lescano se olvidaban, se asustaban de él, y ese mes fueron varias las que trataron de escaparse por la ventana que daba al patio o se escondieron en los placares. Otras veces mamá había preguntado por papá. Y me daba ternura que, habiéndose separado de él cuando Mara y yo éramos muy chiquitas, habiéndolo odiado toda la vida, restableciera de la nada esa cotidianeidad. ¿Y Oscar a dónde fue?, la escuchaba decir y la veía joven, morocha, en una casa donde los dos estaban al tanto de sus movimientos y se llamaban uno al otro por el nombre. Con papá muerto hacía diez años y ningún recuerdo de nuestra vida en común, casi le agradecía que generara esas escenas.

Pero decir que estaba embarazada. Por supuesto que era una pavada, sí. Mara y Andrés hasta se habían olvidado del tema. En cambio yo seguía yendo casi todas las tardes al geriátrico y de un modo estúpido, incluso, me mantenía atenta a los meses.

–Como si fuera tuyo –me dijo la terapeuta.

–No, como... no sé –era todo tan ridículo. Yo nunca había querido tener hijos. Mis sobrinos y mis alumnos cubrían la cuota de infancia necesaria en mi vida.

La terapeuta entonces le dio un sorbo fuerte al mate, algo que siempre me molestaba porque me daban ganas de pedirle uno pero no sabía si estaba permitido.

–Tu mamá –dijo– está ensayando una nueva maternidad. Es un acto simbólico de reparación. Lo que no hizo, lo que no pudo... quizás está queriendo hacerlo ahora.

Entonces me puse a llorar. Y ella cebó otro mate y por primera vez me lo alcanzó, caliente y dulce.

Crucé Cabildo a mitad de cuadra, corriendo en diagonal. Era febrero, pero tan temprano que soplaba un aire fresco. Corrí también el último tramo sobre Ramallo y toqué timbre. Mamá estaba sentada al lado de la ventana y el solcito le daba en el pelo blanco, largo. Tenía la cabeza inclinada.

Me senté con ella y le agarré la mano, suave, venosa.

–Mamá, yo no tengo nada que reprocharte. Y Mara tampoco. Si alguna vez hubo algo, ya pasó. Te quiero –la miré– Y así como están las cosas, están bien.

Ella asintió varias veces. Después levantó sus ojos hasta los míos. Estaban cubiertos por una capita blanca azulada y casi no tenían pestañas.

–Avisale a Mara.

–Sí, ya sabe. Ella me dijo que te dijera. Que te queremos, y que hiciste todo bien.

Cerró los ojos y los volvió a abrir, se formaron hilitos transparentes, después se acomodaron. Los seguía teniendo fijos en mí.

–Decile que vaya pensando... Piensen un nombre.

Después retiró las manos y giró muy despacio hacia atrás. De una bolsa de nylon sacó algo gris, o celeste sucio. Era una mata de lana enredada. Se la puso en la falda y empezó a mover dos dedos encima, como si tejiera.

–Ya sabés el diagnóstico de mamá, Laura, ¿qué nos va a decir el médico?

–No sé, que nos explique.

–Pero qué nos va a explicar.

–Si vos misma al principio pensaste que podía ser.

Mi sobrina más chiquita dice “¡agua!” desde su cuarto. Mara se levanta, va a la cocina y vuelve a pasar con un vaso de plástico azul.

Andrés me abraza y hace que el cuello de la polera me ahogue, tengo que aflojarlo para poder hablar.

–Que nos explique cómo ayudarla. No sé. Hace siete meses que está así. ¡Camina agarrándose la cintura y sacando panza! –soy consciente de que dije “panza” de modo muy agudo, parecido a como mi sobrina gritó “agua”.

­–No le hace mal a nadie, mi amor –dice él y cuando ve que no le contesto: –Por favor, no frunzas el ceño –me frota el pulgar en la frente, me río y doy vuelta la cara–, las peores cosas de mi vida me pasaron después de que frunciste el ceño.

Le agarro el dedo y trato de mordérselo.

Mi sobrinita entra al cuarto y pregunta si nos vamos a casar.

–Los tíos están casados hace muuuuucho –dice Mara desde la cocina.

Por un segundo pienso en qué parentesco tendría mi sobrina con el bebé de mamá.

Andrés suspende una clase y me acompaña. El despacho del Dr. Lescano no parece pertenecer a ese edificio. Hay madera lustrada, estatuillas de ébano, diplomas enmarcados en vidrio. Elementos cortantes, pienso. De este lado del mundo los manejamos todos los días sin romperlos ni hacernos daño. Nos recibe con un delantal que impresiona de tan blanco. Cuando se sienta, sin embargo, se le abre debajo de la cintura y asoman unos jeans gastados.

–Es por el tema de Cuqui, ¿no?

–Sí, Nélida. Piensa que está embarazada.

Echa la cabeza hacia atrás y se ríe. Asiente, sí, sí, como si le hubieran recordado un buen chiste. Su barba canosa está cortada con precisión.

–Es una fantasía común en los ancianos.

–Yo nunca había escuchado algo así.

–Bueno, le hablo con varios años de gerontología encima. Es una regresión. Pueden ir apareciendo otras. De alguna manera, los ancianos son como chicos.

–Pero esto no tiene nada que ver con ser chico.

–Tiene que ver en el aspecto regresivo –acaricia con los dedos la goma de un lápiz que estaba sobre el escritorio, desliza con un ritmo lento la goma rosada entre las yemas mientras dice– Aparecen desviaciones infantiles reprimidas, fantasías. Bajan las inhibiciones... el amor se vuelve infantil.

–¿Y qué podemos hacer para ayudarla?

–Se le va a pasar solo, señora –deja el lápiz y se para– Mañana puede ser que pregunte por su mamá, o por su papá, o que le diga que quiere ir a la escuela. La senilidad es así.

Nos hace un gesto que parece un abrazo, pero al mismo tiempo nos está mostrando la puerta. Avanzo. Me parece que hace muy poco que entré. No sé si volver para saludar a mamá o si meterme otra vez en el despacho para irme con una respuesta más concreta. Andrés completa el abrazo que pareció iniciar el médico y me orienta hacia el auto. Me doy vuelta para mirar el edificio. La empleada del comedor está agitando la mano. Me llama. Sí, que vuelva. Me suelto de Andrés, hago rápido esos pasos. Ella me abre por la puerta del costado.

–Mirá qué ternura… –me muestra una pastilla roja y otra amarilla en la palma de su mano– Dice que no las quiere tomar porque le hacen mal al bebé.

Finalmente yo también me olvido. De a poco mamá dejó de hablarme. Sólo teje con los dedos y mira por la ventana.

–Esta Cuqui... –dice la empleada y me trae un té–. Vos no te preocupes, ella está tranquila.

Tomo de a sorbitos. Es boldo, o manzanilla, mezclado con el gusto a plástico de la taza. Quiero conversar con la empleada, pero desde hace rato se escucha un quejido. Una señora que con intervalos de diez o quince segundos dice ay, ay, ay. Tengo una pila de exámenes para corregir y al día siguiente prometí llevar a vacunar a Rolo. Le doy un beso en la frente a mamá y agarro la cartera. Cuando atravieso el pasillo veo a la señora. Está acurrucada sobre la cama, con un camisón rosa, abrazándose las rodillas huesudas. Quizás mi presencia en la puerta, algo de mi calor o mi sombra, la hacen quejarse más fuerte. Me acerco y le toco el hombro, pero da un respingo y me pega, rápido, sin mirarme. Se abraza de nuevo, vuelve a decir ay.

Mamá está tranquila –me concentro en las palabras de la enfermera– eso es lo importante.

Funciona hasta que se cumplen los nueve meses.

No estaba pensando en eso, ni siquiera me había acordado, estaba pelando una mandarina cuando llamaron del geriátrico. Durante la noche mamá había tenido mucha fiebre y dolores. Le habían hecho estudios sospechando una infección urinaria. No podían decirnos más hasta que no fuéramos en persona.

Andrés trae el auto y en diez minutos estamos ahí. Hay gente desconocida. Hombres de traje que revisan los muebles, sacan fotos. Uno de ellos se presenta, es el secretario de la fiscalía. Al lado hay otro que nos da la mano y dice “gerente de legales del Hospital Mendaverri”. Nos llevan a una salita que nunca había visto, con dos escritorios y un crucifijo. Mamá tiene una infección urinaria, sí, pero el análisis reveló otro hallazgo.

–¿Hallazgo?

Por el vidrio veo que entraron varios policías.

–¿Usted es el hijo?

–El yerno.

Los policías están en el pasillo. Hablan con las enfermeras. Otros dos golpean la puerta del despacho del Dr. Lescano. Cada vez más fuerte.

–¿Cómo? –dice Andrés.

–... fluido en cantidad suficiente para ser detectado en examen visual y después por la turbiedad de la orina... si se fija acá en la varilla de medición del PH...

Empujan la puerta del Dr. Lescano hasta que la abren. Me levanto y me acerco al vidrio. Entran tres, cuatro, cinco policías.

–¿Cómo? –vuelve a decir Andrés.

–... estamos a su disposición por lo que...

Abro y salgo. Dos policías se llevan al Dr. Lescano hasta un patrullero. ¡Degenerado! le grita un tipo y se le quiere tirar encima. Lo apartan.

Vienen varias ambulancias. Bajan enfermeros con camillas, empiezan a subir a todas las señoras. Las van sacando de a una. Después de meses vuelvo a escuchar la voz de mamá. ¿Usted también tenía fecha para hoy? le dice a la señora de la camilla de al lado. Una enfermera grandota me empuja y empieza a trasladarla. ¡Llegaron justo! le dice mamá. Tranquila, señora, va a estar todo bien.

Se la lleva a los tumbos por el pasillo. Mamá va acariciándose la panza.