La dueña de la librería se cansa de decir que “enero es un mes muerto”. Sumado a los tribunales cerrados por la feria, está la pandemia que no termina, y los que se van de vacaciones igual; es un mes irremontable. Hoy no entró nadie ni a preguntar un precio. Me pasé toda la mañana remarcando mercadería. La dueña en la computadora, liquidando impuestos, así que no pude siquiera agarrar los apuntes de Civil III. 

La semana que viene me tengo que poner porque no llego a rendir en febrero. Diciembre fue un buen mes, cobré buena comisión, más el aguinaldo… Por fin voy a empezar a guardar una moneda. ¿Qué voy a hacer con la plata que pueda juntar?, lo tengo que pensar. Viajar no, mudarme a algo más grande no; un auto, capaz uno chiquito, a gas. Me podría ir todos los fines de semana a casa, debe ser más barato que el micro, o por lo menos más práctico que ir a la terminal, esperarlo y después tener que tomarme un remisse. Si, creo que me voy animar. 

Ya se hizo la hora y me puedo escapar un rato a comprar algo para comer, pensé que ésta mañana no se terminaba más. La dueña me pidió que le traiga una ensalada y creo que yo voy a pedir lo mismo. Hace un calor como para desmayarse. Dos cosas me sacan el hambre: la tristeza y el calor, qué bárbaro. 

A ver, debe hacer… ¡38 grados! Un infierno. Con el barbijo puesto es como estar adentro del horno. ¡Qué cola, por favor! Imposible estar de buen humor. Abajo del sol, con el embole de toda la mañana poniendo precios y ahora esta fila para llevarme una ensalada. A ver cuántos son: tengo adelante a una mujer grande, dos chicas y un señor y uno, dos… ocho flacos que parecen albañiles de la obra de la esquina. Doce que tuvieron la mala idea de venir al minimarket a la misma hora que yo. 

Mañana vengo más tarde. ¿Me quedo o voy a la panadería? Me quedo, ya fue. Qué mala onda me pegó. Otro enero de mierda. Cuando tenga el auto me voy a ir a almorzar al departamento y de paso descanso un poco las piernas. “Tiene algo para darme”, me dijo un chico de 12 o 13 años. La verdad que no, le contesté, salí con el teléfono para pagar con la billetera electrónica. No me debe creer, pobre. Se subió de nuevo el barbijo con cara de cansado. Busqué, pero en la mochila sólo traje los lentes y el apunte de Civil III. 

Siguió pidiendo, con la misma frase, como grabada. Y siempre la misma respuesta: no, no tengo, no traje efectivo. Nunca nadie nada, pobre. Le preguntó al primer albañil de la fila, el de casco amarillo en la mano y él le retrucó: “¿cuánto necesitás?” El nene contestó: “Ciento ochenta, es para comprarme un sandguich”. Me cayó mal que le pregunte, parece que el que pide lo hace por gusto o para drogarse y no porque estamos mal, en la lona casi. 

Bueno, yo estoy ahorrando, por suerte, pero no es porque gane mucho, más bien porque gasto poco. Y bueno, sigo bajo el sol, derretida, sin voluntad de sacar los lentes y seguir con contrato de locación, que es lo que debería estar estudiando en vez de mirar a la gente de esta larga cola de laburantes que queremos comer barato y rápido. Pero los sigo mirando, el de casco amarillo camina con el chico para adelante. Habla con los compañeros de a uno, pero no escucho, aunque se baja el cubre boca para hablar. 

Las chicas que están más adelante se conocen y hablan de una serie en Netflix. “Es re graciosa, me relaja un poco”, le dice una a la otra. No pude entender cómo se llamaba, la flaca dijo el nombre bajo el barbijo y en inglés. ¿Hay necesidad?, recomendar una serie en inglés. Pobre los sordos, que con esta pandemia, ahora ni siquiera se pueden ayudar leyendo los labios. Que mala onda me pegó. 

Se armó una reunión de albañiles adelante. El de casco amarillo, que pareciera ser el capataz, vuelve hasta donde quedó el chico que pedía para comer. Va contando la plata que le juntó con los compañeros de la obra. Billetes de veinte y de diez. “Sobran 70 pesos” dice el pibe. “Comprate una coca”, responde el albañil, casi sin mirarlo. Mientras va hacia su lugar en la cola veo que el chico se levanta el barbijo sólo para sonreir. 

Con este nudo en la garganta no voy a poder comer, pero ya estoy acá, así que me quedo, ya fue. Por lo menos ahora el árbol de la vereda me da un poco de sombra sobre la espalda.

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