Buñuel hace ejercicios calisténicos mientras Marguerite empalma en orden tomas y claquetas. Él dice que la película ya está terminada en su cabeza pero necesita que los dedos de Marguerite rocen las fronteras de las lengüetas para que los trozos dejen de ser una parte y se conviertan en todo; aquella tarde-noche Marguerite fue la dueña del montaje, la clave del filme como decía Buñuel. A pesar del reinado Marguerite no fue su fiel costurera prodigiosa, los años franceses del aragonés guardan los nombres de otras dos “montadoras”, Louisette Hautecoeur y Hélène Plemiannkov (la hermana de Roger Vadim). Tampoco fue él su director único, en el découpage de la escena el retrato iluminado es para Jean Renoir con quien Marguerite vivió algunos años durante la década del treinta -quizás fueron un poco más de seis- y de quien conservó sin matrimonio previo el apellido. Él  estaba casado con actriz francesa Catherine Hessling cuando la conoció y se casó con otra, Dido Freire, cuando la olvidó. Los años compartidos sin anillo fueron el interludio entre los pasteles de otras bodas. La dueña de la segmentación y el orden de los planos, hija de una familia trabajadora, -sindicalistas, miembros del Partido Comunista Francés- coloreaba films en Pathé cuando tenía quince años y algunos más cuando, asistiendo a Alberto Cavalcanti conoció a Renoir. El director, hijo del pintor impresionista, aparecía en un cameo largo como “el hombre de gorra” en la película que dirigía Cavalcanti y que protagonizaba  Catherine, su esposa. Un año después -quizás fue un poco más de un año- en Le bled (la película de Jean Renoir de 1929) Marguerite ya era la editora Marguerite Renoir y así aparecía en la mayoría de los créditos -hicieron juntos más de veinte películas-,  con el apellido de él que ahora también era el suyo. Incluso fue solo Marguerite, como figura en La règle du jeu (1939) justo cuando la relación terminaba. El Houllé de la infancia y el Renoir del enamoramiento iban y venían según bajaban turbias las aguas de amor del “pequeño león”, como la llamaban en el set. Un amor que hizo un silencio de ausencia y la dejó tan temprano y tan sin rumbo entre agujas que se obstinaron en mantenerla dando vueltas lejos del ombligo del limbo. Hubo aguas no tan turbias en las aguas del cine. Después de Buñuel, también Rossellini y Godard se sumaron a la lista curricular de la editora que enlazó con punto invisible más de sesenta películas entre las que aparecen las de Jacques Becker y Jean-Pierre Mocky entre otros directores. El arte de la remendona  demostraba que el montaje cinematográfico no era el don de yuxtaponer horizontes en los metros de película sino el de componer bobina tras bobina el latir de los ritmos, la concepción de los ángulos y la quietud del movimiento. Y lo volvió a demostrar a fines de los cincuenta cuando rescató de un altillo los retazos perdidos de color ámbar de la versión original de La regla del juego (que había sido mutilada y censurada durante la guerra) y logró junto a Renoir, recuperarla. Ahora casi no hay ranking cinéfilo en el que La regla del juego, juego de vidas vacías intermediarias en las vidas ajenas, no aparezca como una de las mejores películas de todos los tiempos. La vuelta de Marguerite  al cuarto de montaje con Renoir provoca una escena romántica o surrealista, entrar en un cuarto ajeno por la intrusión de la intemperie,  llagas que la soberana del montaje supo volver imperceptibles.