Con el último día de diciembre de 1991 no solo se cerró el año, sino también la historia particular de la que fuera una de las potencias del mundo bipolar, símbolo del comunismo y protagonista de la “guerra fría”. Ese día dejó de existir la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), surgida a la luz de la revolución rusa de 1917 contra la monarquía zarista. Nacía a partir de ese momento una nueva etapa de la historia política y económica del mundo, que había tenido su manifestación simbólica más importante dos años antes, el 9 de noviembre de 1989, con la destrucción del muro de Berlín que hasta entonces dividía en dos a Alemania. Estados Unidos reafirmaba de esta manera su dominio global, puesto de manifiesto también a comienzos de 1991 en la “Guerra del Golfo”, en la cual los norteamericanos alinearon detrás de si una coalición de 34 países que recuperó Kuwait, entonces en poder iraquí.

Pese a ello, en el momento de su disolución formal la Unión Soviética contaba con aproximadamente 1.300 toneladas de uranio altamente enriquecido y entre 150 y 200 toneladas de plutonio. Una cantidad más que suficiente en términos de poderío militar, tomando en cuenta que para fabricar una bomba se necesitan apenas ocho kilos. En su arsenal los soviéticos sumaban armas químicas, gases tóxicos y nerviosos, producidos por miles de científicos nucleares y especialistas en armas químicas y biológicas. 

Sin embargo, fueron las contradicciones internas, la crisis económica y las luchas políticas las que llevaron a la crisis final de la URSS. Desde 1985 el entonces presidente soviético Mijail Gorbachov había intentado introducir importantes reformas mediante la trasparencia (glasnost) y la reestructuración (perestroika). Pero en ese tiempo la URSS también renunció a disputar el papel de potencia mundial. Clara manifestación de ello fueron el tratado de desarme pactado con los Estados Unidos de Ronald Reagan en 1987 y la retirada soviética de Afganistán en 1989. El repliegue del ejército soviético dio lugar a procesos políticos que precipitaron el final de los regímenes comunistas en Europa central y oriental, y allanaron el camino para la reunificación de Alemania en 1990.

Muchos analistas consideran que el fracaso de Gorbachov estuvo dado por la imposibilidad de revertir la crisis económica de la Unión Soviética. La denominada perestroika implicaba una profunda modificación de la economía de cara al mundo capitalista, introduciendo la libertad de empresa y el libre mercado. Los presuntos beneficios no aparecieron de manera inmediata y lejos de adaptarse el sistema productivo existente se tornó caótico y se agravó el empobrecimiento de gran parte de la población. Como resultado aumentaron también las tensiones sociales, y se profundizaron los enfrentamientos políticos y económicos. 

El 24 de diciembre de 1991 Gorbachov se reunió con el presidente de Rusia, Boris Yeltsin. En ese encuentro se acordó la dimisión de Gorbachov que se concretó al día siguiente. El mismo día de Navidad la bandera que representaba al comunismo soviético fue arriada y el 26 de diciembre el Soviet de las Repúblicas del Soviet Supremo de la URSS firmó su propia disolución.  

La Unión Soviética se había constituido formalmente en 1922 bajo el liderazgo de Lenin, teniendo a Rusia a la cabeza y sumando a otras 14 repúblicas que reunían diferentes etnias y modos de nacionalismos. Además de Rusia los países que conformaron la URSS fueron Armenia, Azerbaiyán, Bielorrusia, Estonia, Georgia, Kazajistán, Kirguistán, Letonia, Lituania, Moldavia, Rusia, Tayikistán, Turkmenistán, Ucrania y Uzbekistán, si bien no todas estas repúblicas estuvieron desde el nacimiento sino que se fueron anexando desde la creación hasta 1929.

La desaparición de la URSS produjo consecuencias inmediatas en América Latina. En lo político, la llamada “revolución de octubre” que dio inicio a la experiencia soviética, dejó de ser referencia para varios procesos latinoamericanos de orientación socialista y en la izquierda política se profundizó el debate y la revisión de muchas teorías políticas revolucionarias, particularmente las sustentadas por los partidos comunistas que habían asumido como premisa que el prototipo de partido-estado soviético constituía la encarnación del “socialismo realizado”. En el caso concreto de Cuba, país que había gozado hasta entonces del patrocinio político y económico de la Unión Soviética, el impacto fue de mayor envergadura. Desde 1991 y hasta 1993 los cubanos vivieron el llamado “período especial”, como resultado de una fuerte contracción de su producto bruto interno (PBI). Hubo restricciones para el uso de combustibles y hasta racionamiento de los alimentos. Pero, sobre todo, Cuba perdió la protección política y militar de la Unión Soviética de cara al gigante norteamericano que se alza a pocos kilómetros de la isla. 

El desmembramiento de la URSS fue también el punto final de una experiencia histórica del comunismo que produjo un modelo político y económico alternativo al capitalismo liberal y que permitió, al mismo tiempo, la construcción de un muy poderoso y cohesionado estado multinacional. Una potencia que buscó expandir las fronteras del comunismo en todo el mundo, que enfrentó al capitalismo no solo en lo político y en lo económico, sino también en los niveles de la ciencia y la cultura. Experiencia de “socialismo real” que, sin embargo, terminó sumida en una profunda crisis que se expandió en los ámbitos de todo el mundo impactando como un reguero en el escenario económico, político, social y también cultural.