“Luana está feliz. Crece cada día más libre, más sana”, dice Gabriela Mansilla. Y reafirma cada palabra, como si la subrayara con resaltador. Tres años y medio atrás, en 2013, con apenas 6 años, su hija fue pionera. Hizo historia. Le ganó a un sistema que la veía, por su corta edad, como una “incapaz absoluta” para decidir y expresar lo que ella sentía desde muy pequeña: que era una mujer. Con pene. Pero mujer. El 9 de octubre de 2013 esa chiquita que amaba las sirenas, las muñecas y el color rosa, como tantas nenas de su edad, volvió a nacer: se convirtió en la primera niña transgénero en el mundo en obtener un DNI de acuerdo a su identidad autopercibida, en un trámite administrativo, sin recurrir a la Justicia. Ese año, le cambió la vida. A ella. Y a muchas otras niñas y niños trans. 

Antes Luana había recibido varios rechazos en las oficinas del Registro Civil de la provincia de Buenos Aires, que se resistía a cumplir con la Ley de Identidad de Género, aprobada un año antes, aun cuando la norma contemplaba un procedimiento para otorgar nuevo documento en casos de menores de edad. El reclamo de un nuevo DNI tuvo eco recién una vez que el caso se hizo público a través de PáginaI12. La difusión impulsó a distintos organismos públicos nacionales, como el INADI y la Secretaría de Niñez, a emitir dictámenes en apoyo a la niña, con fundamentos jurídicos. Gabriela recibió el flamante documento de parte del entonces jefe de Gabinete de Ministros bonaerense, Alberto Pérez, en un acto con toda la prensa. “Ese día quise estar ahí no solo para recibir la dignidad de mi hija en las manos, sino para dejar un mensaje a otras familias”, dice Gabriela a este diario, casi cuatro años más tarde. Estaba segura de que Luana no era la única niña trans y el mensaje que dejó a otras mamás, a otros papás, fue que “nadie les va a decir quiénes son sus hijos o sus hijas más que ellos mismos”, que los escuchen, que es fundamental acompañarlos. Gabriela habla y deleita. Es una heroína. Como su hija. Habla y parece que da cátedra. De las buenas. Su vivencia es lección de vida. 

 Este año, a principios de abril Gabriela organizó el primer encuentro de niñas y niños trans. Se juntaron en un pelotero, en el oeste del conurbano bonaerense, cerca de su barrio. Fueron diez chicos y chicas, con sus familias. De Buenos Aires, San Juan, Córdoba, Santa Fe y Neuquén. El segundo encuentro, hace pocas semanas, fue en la propia casa de Gabriela. La mamá de Luana conformó la Asociación Civil Infancias Libres, desde donde acompaña a otras familias con niñas y niños trans. Y viene desarrollando una campaña contra la violencia y la discriminación hacia la niñez trans. A pulmón. No recibe más ayuda que un subsidio del programa Ellas Hacen. Y se gana la vida vendiendo en bicicleta empanadas y pizzas que amasa y cocina en su horno. 

“Esto no es nuevo. Existió siempre”, dice Gabriela sobre la infancia transgénero. “Pero era negado. Fueron expulsados de todos los sistemas, de las escuelas, sus casas, los hospitales. No sé si las personas que militaron la Ley de Identidad de Género sabían que iban a resaltar los valores de la vida de una niña de 6 años”, dice Gabriela.

Luana nació con genitales masculinos como su hermano mellizo y los padres le pusieron Manuel. Desde que pudo hablar, al año y medio de vida, empezó a repetir: “Yo, nena”, “yo, princesa”, a ponerse ropa de su mamá y a pedir muñecas para jugar. A los cuatro años eligió llamarse Luana y pidió que la llamáramos así. “Nos dijo que si no le decíamos así no nos iba a contestar”, recuerda Gabriela.

Por entonces, debían enfrentarse a situaciones como llevarla a una guardia con 39 grados de fiebre y que la vieran con dos colitas y pollera, y en lugar de fijarse qué le pasaba, el médico o la médica la mirasen raro porque en el documento tenía nombre y foto de varón. En su recorrido de Manuel a Luana, la niña, su hermano y Gabriela -el papá los abandonó después de firmar para el pedido de DNI-estuvieron acompañados y lo siguen estando por la psicóloga Valeria Pavan, coordinadora del Área de Salud de la Comunidad Homosexual Argentina y el psiquiatra Alfredo Grande, de Atico Cooperativa de Trabajo en Salud Mental. Contar la historia de Luana en un medio de comunicación, fue parte de la estrategia que armaron para lograr que le dieran el nuevo DNI a la niña, después de los sucesivos “no” del Registro Civil. Y para darla a conocer, eligieron a esta cronista. Se acordó que no se revelaría ni su nombre verdadero ni su domicilio. Preservar su identidad fue un imperativo ético. Después, la propia madre dio a conocer el verdadero nombre. Fue de las historias más inquietantes y a la vez más conmovedoras que me tocaron escribir a lo largo de tantos años en PáginaI12. 

Escuchar a Gabriela, en aquel 2013, como ahora, emociona. Entre las batallas que tuvo que dar, la primera fue entender qué le pasaba a Manuel. “Mi impresión era que tenía mellizos, pero los dos tenían gustos opuestos”, contó en aquel momento este diario. “Quería tener el cabello largo y para simularlo se ponía trapos en la cabeza, pedía que le compraran muñecas. Me pedía mis polleras, mi ropa, y se las quería poner”, decía. Pensaba que era un juego. Peregrinó por pediatras, neurólogos, psicólogos, buscando una respuesta. “Un psicólogo me dijo que le faltaba presencia paterna, que le tenía que decir que era un nene, que le sacara la ropa de mujer. Fue un desastre. Mi hija vivía destrozada. Se escondía debajo de la cama, se ponía el cubrecestos del baño que tenía puntillas como pollera y pasaba horas encerrada en el baño. Cuando le sacaba la ropa femenina, yo sentía que le arrancaba la piel. No se imaginan cómo lloraba. Podía llorar horas. El papá no lo podía tolerar. Decía: ‘Yo no voy a tener un hijo puto’. Y lo escondía cuando venían sus amigos. ¿Sabes con qué jugaba? Con un lápiz rosa. Hasta que vi un documental de National Geographic de una nena transgénero de Estados Unidos. Fue como si me pasara una topadora por encima. Era la historia de mi hijo. Ahí entendí que era una nena trans, que su identidad era la de una nena. Lloré veinte días. Y reaccioné. Me dije: si quiere ser princesa, yo la voy a ayudar”, reveló en aquella nota de 2013 Gabriela.

Otra batalla que tuvo que dar fue en el jardín de infantes al que mandó a los dos chicos cuando cumplieron tres años, una institución privada en su barrio. Manuel siempre estaba con las nenas. “Las otras mamás me decían: ‘Tu hijo es un donjuán, siempre rodeado de nenas’. Les acariciaba el pelo, porque deseaba tenerlo como ellas, largo, con hebillitas. Me decía que quería tener vagina, que no quería tener pito. Yo no sabía cómo explicarle que era una nena trans. Un día me dijo: ‘Yo no soy un nene. Soy una nena y me llamo Luana’. Tenía cuatro años recién cumplidos. Fue la segunda topadora que me pasó por encima. Ella solita se había elegido el nombre. ¿Sabes lo que es eso? Tenía pelo cortito, ropa de varón. La psicóloga que la atendía en ese momento le imponía una terapia correctiva de reafirmación del género masculino. Yo tenía miedo de que se quisiera lastimar el pene. Se lo hundía hasta hacerlo desaparecer. Ni la maestra ni la directora entendían. Yo no soportaba más verlo sufrir y cuando se iba el papá, lo dejaba jugar con lo que quería”, cuenta la madre.

Ante ese cuadro de “tanto dolor”, la mamá le regaló un traje de princesa y una peluca de cotillón, que con el correr del tiempo quedó gastado de tanto uso. En ese momento, buscando respuestas, una tía de la niña llegó al Programa de Atención Integral para Personas Trans del Hospital Durand y allí ubicó a la psicóloga Valeria Pavan. Inmediatamente la contactó y la especialista recibió a la mamá de Luana. En su consultorio, y luego de varias sesiones, primero con los padres y luego con la niña, el equipo terapéutico descartó que Luana tuviera una “formación delirante” o una “personalidad psicótica”.

“Valeria me dio una explicación, me dijo que era una nena trans, que tenía que dejarla ser”, dice Gabriela. De alguna forma, fue para ella tranquilizador. Luana todavía tenía fisonomía de varoncito. Cuando llegaba al consultorio de Paván tenía carita triste. Cada vez que entraba le decía si se podía cambiar y se ponía su traje de princesa, y se transformaba, revivía, como si su vida empezara a tener sentido. Y antes de irse, se cambiaba. En acuerdo con los padres, y con el equipo interdisciplinario que empezó a atender al grupo familiar, se decidió respetar la identidad elegida por Luana y comenzó su transición: ella decidió que fuera primero en la intimidad de su hogar porque tenía miedo a las burlas del colegio. Fueron escuchando sus demandas: vestiditos, zapatitos de nena, la decoración de su cuarto, toallas y sábanas de nena. Pero se le hacía complicado ir al jardín, se hacía pis encima porque no quería ir al baño para que no le vean el pito. Ella tampoco lo quería ver. Finalmente, en 2012, antes de que empezaran las clases fueron Paván y Marcelo Suntheim, de la CHA, a hablar con los directivos del jardín, para que Luana pudiera empezar ese año yendo ya como una nena. Les pidieron informes en el jardín, en el distrito escolar, e incluso hablaron con asesores del Ministerio de Educación de la provincia de Buenos Aires. Luana dejó de hacerse pis. “Yo pensé que iba a tener vergüenza de ir como nena al jardín. Pero entró como si se llevara el mundo por delante: fue muy fuerte y muy doloroso para mí. Hay que tener un corazón enorme, el pecho de acero”, se acuerda la mamá. 

En el jardín aceptaron a Lulú. Pero las madres de sus compañeritos no quisieron que sus hijos fueran a jugar a su casa. Y algunos nenes preguntaban por qué Manuel iba disfrazado de mujer.

Finalmente, la mamá y el equipo terapéutico consideraron que sería mejor cambiar a los dos hermanitos a un jardín de infantes público. Luana ya está en cuarto grado. En las clases de educación sexual, la maestra muestra láminas de nenas con vulva, de nenes con pene, y agrega que también hay nenas con pene y nenes con vulva. “Se insertó tan naturalmente en la nueva escuela que ningún padre ni madre cuestionó nada”, destaca Gabriela. 

En los dibujos de Luana se destacan las alas. Le gusta dibujar nenas con alas. “Esas alas -dice la mamá-son la libertad que tiene y que debería tener cada niño, cada niña. Y que les cortamos con el tiempo”. Gabriela es sabia. Heroína. Como su hija .Las vivencias de su recorrido en el acompañamiento de Luana, sus miedos, sus dolores, sus preguntas: todo quedó registrado en varios uno cuadernos espiralados, de tapa blanda, donde Gabriela escribió cada noche de aquellos años. Esos textos se convirtieron en el libro Yo nena, yo princesa. La niña que eligió su propio nombre, editado por la Universidad Nacional de General Sarmiento. El libro abre cabezas. Y será llevado al cine: una película sobre la vida de Luana está en etapa de preproducción, un proyecto en el que está trabajando el guionista Jorge Maestro. Un documental con el testimonio de Gabriela se está usando en Suecia para “reeducar” docentes. 

Luana se acerca a la pubertad. Se abren interrogantes. Sobre el cuerpo. Sobre posibles tratamientos con hormonas para detener la revolución de testosterona que el desarrollo le depara. “Pero también tienen efectos colaterales”, advierte Gabriela. Hasta los 12 años se puede seguir pensando qué decisión tomar. También podría optar por una cirugía de reasignación de sexo, más adelante. Gabriela quiere que Luana viva su cuerpo con absoluta libertad, que nadie le diga qué cuerpo puede tener, que no se le impongan hormonas o cirugías para parecerse al estereotipo de mujer que determina la presión social, que le dice que así no es apta. ¿Con qué cuerpo va a sentirse cómoda? “Estamos trabajando para que ame ese cuerpo que tiene –enfatiza Gabriela–, para que crea que es el correcto, porque no nació en un cuerpo equivocado ni está atrapada”. Y señala que hay que apuntar a que la sociedad deje de estigmatizar por el cuerpo, que entienda que la genitalidad no determina la identidad de una persona. Si se baja esa presión –especula–, Luana va a poder vivir el cuerpo que le toca en absoluta libertad. Sin complejos. Sin miedos.