La obra de Henrik Ibsen está atravesada por poéticas muy diversas: con Catilina inauguró su producción bajo el paraguas del romanticismo; más tarde se dedicó a explorar el realismo con obras como Brand o Peer Gynt; pulió el realismo social del drama moderno con algunos de sus textos más representados como Casa de muñecas o El enemigo del pueblo; y hacia el final de su vida indagó en el realismo de introspección con procedimientos propios del simbolismo o el expresionismo.

En esta última fase se inscribe Cuando nosotros los muertos despertamos (1899), que acaba de estrenarse en el Teatro Nacional Cervantes bajo dirección de Rubén Szuchmacher –también responsable de la adaptación junto a Lautaro Vilo– y un elenco integrado por Claudia Cantero, Horacio Peña, Verónica Pelaccini, José Mehrez, Andrea Jaet y Alejandro Vizzotti.

Esta es la primera vez que Szuchmacher estrena en el Cervantes como director, aunque antes bailó, actuó en la Orestes Caviglia y se desempeñó como asesor en la gestión de Alejandro Tantanian. Cuando nosotros los muertos despertamos es una de las piezas más extrañas y menos conocidas en la producción del noruego, quizá de las más enigmáticas porque –a diferencia de creaciones del período anterior– aquí no están tan claras las motivaciones de los personajes. Casi todos se encuentran envueltos en sus propias contradicciones, modelados a partir de una conciencia difusa, teñidos de cierta opacidad que impide acceder a ellos por completo.

El inicio encuentra al famoso escultor Rubek (Peña) y su esposa Maia (Pelaccini) veraneando en los fiordos de Noruega. La escena es extensa y bastante estática; todo el peso recae en ese texto que fluye sin detenerse en mayores explicaciones. Esa contención se quiebra cuando irrumpe una figura misteriosa vestida de blanco seguida de cerca por otra que parece su sombra o su antítesis. La mujer es Irene (Cantero), la modelo que inspiró la escultura más famosa del artista, la musa que le entregó lo más preciado y ahora se define como una muerta (varios críticos encontraron referencias al vínculo entre Rodin y Camille Claudel).

La otra aparición importante es la del cazador (Mehrez). Esta criatura salvaje se opone a todo aquello que representa el artista, llega para seducir a Maia y plantea algunos interrogantes que Bernard Shaw sintetizó con agudeza en La quintaesencia del ibsenismo: “¿Cuál es la diferencia entre las dos parejas? ¿Es el hombre de talento refinado menos insensible y egoísta hacia la mujer que el hombre paleolítico? ¿Está la mujer menos sacrificada, menos esclavizada, menos muerta espiritualmente en un caso que en el otro?”. Ibsen sugiere que el peor sacrilegio es la sustracción del alma de esa mujer para satisfacer el ego del artista. Las parejas están en universos diferentes y el vestuario diseñado por Jorge Ferrari marca ese contraste (sobre todo en los cambios de Maia).

“No me atrevo a meter un personaje en una pieza hasta que sea capaz de contar mentalmente los botones de su levita”, declaró el noruego alguna vez. En esta obra ese conocimiento de los personajes pareciera tener un límite y el enigma se ubica en primer plano; es a partir de lo ambiguo que la puesta experimenta un crescendo, no sólo desde el trabajo con el texto y la disposición de los cuerpos en el espacio, sino también desde la composición escenográfica. El destacado diseño de Ferrari permite leer la puesta en términos de ascensión: los personajes escalan en busca de la gloria o el sentido hasta la cima de la montaña, y la mirada de los espectadores acompaña ese movimiento como si desde la platea se replicara la búsqueda.

Cuando nosotros los muertos despertamos es la última obra escrita por Ibsen, que retoma ciertos elementos románticos (el vínculo con la naturaleza, la idea de belleza, el artista como demiurgo) para avanzar al siglo XX de la mano del simbolismo. Aquí abandona las tesis explícitas de otras producciones y potencia el misterio. Szuchmacher traduce esa intención con sobriedad, se vale de actuaciones sólidas que desvían buena parte de la tensión de los cuerpos hacia el texto, y opta por un trabajo sutil sobre esa escena que por momentos parece un cuadro y que crece conforme avanza la pieza.

Cuando nosotros los muertos despertamos: 8

Autor: Henrik Ibsen

Traducción: Christian Kupchik

Adaptación: Lautaro Vilo y Rubén Szuchmacher

Elenco: Claudia Cantero, Andrea Jaet, José Mehrez, Verónica Pelaccini, Horacio Peña y Alejandro Vizzotti

Música original y diseño sonoro: Bárbara Togander

Diseño de iluminación: Gonzalo Córdova

Diseño de vestuario y escenografía: Jorge Ferrari

Colaboración artística: Pehuén Gutiérrez

Dirección: Rubén Szuchmacher

* La obra puede verse de miércoles a domingos a las 20 en el Teatro Cervantes (Libertad 815) y las entradas pueden adquirirse por Alternativa Teatral o en la boletería.