Entre tanto brillo, el reino del rock abunda en historias tristes, un recuento de tragedias que agregan pátinas a la belleza del arte. Entre ellas, una de las más penosas, una de las más resonantes, tiene en su centro al hombre que este 28 de febrero debería haber cumplido 80 años. Pero Lewis Brian Hopkin Jones quedó muy lejos de la tercera edad. Cristalizado en los '60, símbolo y a la vez víctima de los swinging sixties. Fundador de una marca rockera mundialmente reconocida que apenas pudo disfrutar de ese logro. Un artista de enorme talento que, precediendo la célebre sentencia de Neil Young, ardió antes que desvanecerse lentamente. Bello y refinado, pero consumido por demonios internos: el Stone que fue y no fue.

Lo sucedido entre 1962 y 1969 tuvo la intensidad de una época irrepetible, y el asombro de todo lo que se estaba construyendo desde la nada. Bueno, no desde la nada: Brian Jones era un ferviente admirador del rhythm'n'blues que llegaba desde Estados Unidos, pero a la vez pujó por ampliar esos horizontes. Quizás porque todo instrumento que caía en sus manos cobraba vida, de cuerda, de percusión, de viento. Quizás porque el mundo del arte le daba la libertad que nunca encontró en los rígidos colegios británicos donde solo recibía advertencias, castigos, predicciones de un fracaso inevitable.

Más allá de todas las diplomáticas declaraciones de sus ex compañeros en los años que siguieron a su muerte, Brian Jones sigue siendo una página incómoda en la historia Stone. Un ladrillo que nunca terminó de encajar en la sólida pared que él mismo comenzó a levantar el 2 de mayo de 1962, cuando publicó un aviso buscando músicos para su nuevo proyecto. Venía de tocar con monstruitos de la escena como Alexis Korner y Jack Bruce, pero necesitaba algo nuevo. Al aviso respondió un pianista llamado Ian Stewart y el cantante Michael Philip Jagger, que trajo a su amigo Keith Richards. Faltaba un poco para que The Rollin' Stones sumaran una "g" a su nombre y a Bill Wyman y Charlie Watts a la formación, pero lo que sonaba tenía suficiente poder de convicción.

Así como no se debe reforzar el rigor en el juicio hacia el rol de Jagger / Richards en la expulsión de Jones años después, no hay ninguna exageración en señalar el rol fundamental que tuvo el rubio multiinstrumentista en el diseño del coloso rockero vigente hasta hoy. Discos como Aftermath (1966), Between the Buttons, Their Satanic Majesties Request (1967) y Beggars Banquet (1968) abundan en ejemplos sonoros de lo que significó Brian en el sonido de aquellos Stones. Más aún: entre Jones y Richards patentaron un estilo de colaboración guitarrística que Keith replicaría con Mick Taylor y Ron Wood, el guitar weaving que confunde a los instrumentistas en una sola unidad que no distingue entre el solista y el acompañante. Una forma de intercambio no tan habitual en tiempos que consagraban al guitar hero en las figuras de Eric Clapton o Jimmy Page.

Dicho de modo brutal: sin Brian Jones no hubieran habido Rolling Stones.

Por supuesto, todo lo que vino después fue mérito de los sobrevivientes, y la llegada de Andrew Loog Oldham fue otro suceso necesario. Pero Oldham y Jones no se soportaban, y más allá de esa acrimonia el productor también supo explotar el potencial de los Glimmer Twins: les puso a Lennon y McCartney como ejemplo y los empujó a componer juntos (un rubro en el que Brian no era tan destacado), estimuló a Jagger como frontman, trabajó una nueva imagen y otros roles en la banda.

Brian colaboró en esa lenta retirada de la banda que había fundado. Fue el primer artífice de su propio ocaso. Los '60 eran una continua oferta de nuevas y tentadoras drogas, con muy escasa información de sus efectos a mediano plazo. Y Jones ya tenía una personalidad volátil: en su autobiografía, Bill Wyman refiere a las "dos caras" de su compañero, que podía ser encantador en un momento e insufrible al siguiente. Un muchacho que vivía a toda velocidad, que embarazó a cuatro novias y, cuando parecía establecerse más seriamente con Anita Pallenberg, ya había entrado en una espiral de degradación mental y física que se agravó cuando su novia lo dejó por... Richards.

Pero nada de eso lo hubiera alejado de su criatura musical: de hecho, sus compañeros no eran precisamente nenes de pecho, pero lograban de algún modo reunir la energía para seguir nutriendo a una banda que ya era mucho más que un secreto de los bolichones ingleses. Por confusión o aburrimiento, Brian Jones se fue convirtiendo en una sombra, un personaje perdido en los rincones de estudios donde Jagger y Richards tomaban las riendas. El le había enseñado a Mick a tocar la armónica, pero ya no la tocaba. El había impulsado la deformidad de meter marimbas en "Under My Thumb" y sitar en "Paint it Black" y "Street Fighting Man", pero a la altura de Beggars Banquet y Let It Bleed (1969) ya costaba ponerlo a rasguear la guitarra. En el Rolling Stones Rock And Roll Circus, los músicos de Jethro Tull y The Who, John Lennon y Yoko Ono, tuvieron la sensación de estar en presencia de un fantasma. No es que los otros estuvieran muchísimo mejor: por algo esa performance de los Stones fue archivada 25 años.

Pero los otros se las arreglaron para levantar cabeza. Keith aprendió a funcionar aún en su nube de heroína. Jagger empezó a ocupar el lugar de jefe, un camino en el que además se reconvertiría en atleta. Watts se fue alejando del trago. Brian nunca pudo retomar el control que Oldham le había quitado. Todo giraba fuera de su alcance. Había sido arrestado en 1967 y 1968 con toda clase de sustancias, y no había manera de que los Estados Unidos le concedieran la visa necesaria para la gira 1969 de los Stones. Aquellos que habían contestado al aviso de 1962, que habían celebrado su idea de un nombre que tributaba a Muddy Waters, eran quienes ahora seguían rodando mientras él se empantanaba en un moho cada vez más espeso. Una noche de mayo de 1969 se estrelló en moto contra una vidriera. Se salvó de milagro.

El 8 de junio, Jagger, Richards y Watts visitaron a un Brian que apenas podía sostener la atención para informarle que estaba fuera de la banda. Allí es donde hay que empezar a evitar el juicio sumario a Mick & Keith: sí, el despido no suena muy simpático, pero los Stones ya eran un proyecto demasiado serio como para restarle esfuerzo, y Jones en realidad ya estaba afuera. Resulta menos justificable que al funeral solo se presentaran Wyman y Watts, o que el show de Hyde Park del 5 de julio, que iba a ser la presentación oficial de Mick Taylor, se convirtiera en un forzado tributo a Brian.

Porque menos de un mes después de ser expulsado de su banda, Brian Jones estaba muerto en la piscina de su casa en Cotchford Farm. Las teorías sobre el asesinato vuelven de forma cíclica, pero la autopsia demostró que su cuerpo ya no daba más, que no era necesario ningún albañil enfurecido por una discusión de dinero. Con él se abrió el siniestro poker de jotas del cambio de década, y las puertas del Club del 27: en setiembre de 1970 murió Jimi Hendrix; en octubre de ese mismo año, Janis Joplin; en julio de 1971, Jim Morrison, que le había dedicado un poema a Brian en cuanto se enteró de su muerte. Todos a los 27 años, todos pagando un alto precio por vivir varias vidas en una. Con la desgraciada fortuna de seguir allí, eternamente jóvenes. Autores de páginas de la historia con mayúscula, condenados a no poder gozarla.