El teatro –no la literatura dramática, el teatro– es un arte de la coyuntura. Estamos destinados a ver las obras que se producen en la ciudad y época en que vivimos. Claro que los festivales, ciclos, las posibilidades individuales de viajar, amplían ese horizonte, pero no demasiado. Estamos condenados a ser espectadores exclusivos de nuestro tiempo, una notable diferencia si lo comparamos con el cine o la literatura en las que la historia entera de esas disciplinas está a disposición en cualquier momento y lugar: uno puede leer Madame Bovary o ver una película rusa de los años veinte del mismo modo que la percibió su público original. El teatro en cambio es pura contingencia. Aunque hay excepciones. Figuras que ponen a prueba su propia materia efímera: fenómenos como el de Alberto Ure.  

Para los que empezamos a ver y estudiar teatro con el cambio de milenio, Ure es casi una leyenda. Alguien de quién se hablaba con fervor, cuyas andanzas se comentaban en los estudios y salas, convirtiendo a quienes habían tenido acceso de primera mano a él en iniciados, ungidos por carácter transitivo en su lúcida locura. Porque el teatro, con todo el andamiaje naftalinoso que lo caracteriza para mal, también provee algo bueno para sus participes, que es esa especie de transmisión oral que todavía funciona. Como bien plasmaba Federico León en el cortometraje incluido en Las ideas, su última obra, en el teatro siempre está “la profesora” –y toda la mitología acerca de ella y sus discípulos– pero también “la profesora de la profesora” –que estudió en Francia, claro– y si profundizamos aun más, “la profesora de la profesora de la profesora” –que vino, supongamos, de Japón. 

En esa obra funcionaba como chiste a través de una capa que pasaba de generación en generación, pero algo de cierto hay. Es a través de esa transmisión oral, vía el Sportivo teatral, El excéntrico de la 18 y muchos otros reductos que se empezó a divulgar, procesar y multiplicar la letra encarnada de Ure, un director cuya obra concreta, cuyas puestas en escena, habían desaparecido. Una auténtica mitología: que Ure les hablaba a los actores al oído antes que Kantor, que lo que les decía no eran instrucciones escénicas sino chismes, groserías y bromas mordaces, que por eso actuaban de esa manera tan eléctrica y brillante, pero también por eso muchos se volvían locos, algunos incluso terminaron en neuropsiquiátricos. Su método de trabajo, tan propio y tan ciertamente local, fue, vamos a decirlo, la renovación más notable del teatro porteño de las últimas décadas. ¿Cómo se hubiera podido salir del furor del stanislavskismo-strasberismo, o del brechtismo bienhechor que se arrastraba de los 60 y 70 si no hubiera irrumpido un Ure vociferante a patear el tablero con alguna de sus obras más formalistas y alucinantes? 

Para los que arribamos al teatro después del retiro definitivo de Ure de las tablas, fue con la edición de Sacate la careta, allá por 2003, que se pudo empezar a tener una noción más acabada de la cosmovisión de este héroe de las tablas. Con ese libro salieron a la luz un contundente conjunto de ensayos sobre teatro, política y cultura, que circularon como reguero de pólvora hasta que rápidamente se agotó (por suerte fue reeditado por la Biblioteca Nacional durante la dirección de Horacio González). Siguió Ponete el antifaz, donde de vuelta su extrema lucidez se recortaba en textos de prosa filosa, cómica, densa. 

En esta suerte de acceso de segunda mano al pensamiento de un director de escena, sus ideas centrales seguían siendo iluminadoras. Diez, veinte, treinta años después de haber sido escritos, en el fragor de la intervención política y estética, esos artículos no habían perdido un ápice de su eficacia. 

Es que no hubo una mente con una capacidad de análisis, articulación al mismo tiempo que de auto-chicana sobre el género tan notables. Y que quisiera escribirlo en diarios nacionales, ubicando así al teatro en el centro de la arena política, un lugar donde prepotear y donde ser escuchado. Alguien que a la vez de haber participado en Teatro Abierto pudiera deslizar una crítica hacia él y su supuesto frente univoco. Que pudiera hablar de la crítica teatral diciendo que estaba en la encrucijada entre un comisario político y una preciosa de salón, abogando sin embargo por el pensamiento, la necesidad imperiosa de pensamiento sobre el teatro porque en su situación -la de entonces, pero también de ahora- le resultaban fundamentales. Alguien que pudiera negar, entre risas, que la práctica escénica fuera una industria cultural. Una defensa del teatro que era ante todo una aceptación de su inutilidad, su total ineficacia para las grandes causas.  Y una liberación hacia el puro juego, hacia el abismo del ensayo, en síntesis: “un pasatiempo para vagos y mal entretenidos”, como le gustó definir la actividad en textos que podrían responder a lo que él rescataba como una virtud del boxeo: pegar mientras se retrocede. Ure también escribía sobre el cuerpo.   

Porque siempre estamos hablando de actuación. Alberto Ure fue ante todo un director y un formador de actores, mal que pudiera pesarle la idea de una educación formal. A él que le bastaron unas sesiones de lectura sesgada de la tradición teatral contemporánea, unas clases de Carlos Gandolfo en Buenos Aires, y con Richard Schechner –director del Performance Group– en Estados Unidos para cerrar filas. A su retorno al país armó su propio estudio donde se especializó en técnicas experimentales y psicodrama psicoanalítico. En 1973, puso en escena Casa de muñecas de Ibsen, en casas particulares. En 1974, en un proceso célebremente controvertido, Hedda Gabler con Norma Aleandro, Hedy Crilla y Emilio Alfaro. Ya empezaba a consolidarse su particular y nada pacífico modo de tratar con actores. En 1974, sus ideas dramáticas alejadas del naturalismo mimético se hicieron patentes en la primera colaboración con Griselda Gambaro con Sucede lo que pasa. En 1977 Telarañas, obra que les valió el exilio tanto a Eduardo Pavlovsky como a él. Ya con la democracia vendrían Puesta en claro, con Cristina Banegas –su actriz y colaboradora favorita– de la que se hicieron ensayos abiertos, un procedimiento luego muy extendido, en el que Ure dirigía en vivo a sus actores. En los 90 llegó su discutida versión de Los invertidos de José González Castillo. Se podrían nombrar muchas otras obras, todas con un aura, nubes de tormenta a su alrededor, relatos, versiones, leyenda. 

En Ponete el antifaz hay una frase de su autoría que alumbra su visión de la enseñanza y dirección de actores: “He renunciado a la estética para siempre y a los sueños que alguna vez tuve de dirigir en el Colón. Ahora, en mi escuela, no me interesa formar actores. Mi generación se dedicó a la actuación para terminar siendo modelos comerciales. Yo, en cambio, quiero formar provocadores, seres capaces de transmitir una ideología dramática antes que las técnicas de un arte”.

Esa podría ser la plaga que soltó Ure. Al mismo tiempo que la más brillante deglución de la tradición teatral europea moderna, un agitación de la escena. Es a través de su apropiación de Meyerhold –mandando a dormir la siesta a Stanislavski– que llega a nuestras tablas esa nueva potencia, la búsqueda del ensayo teatral, como campo de experimentación y batalla hacia ese otro poder, el dominante en el campo social. Porque, como escribió él, es en el ensayo donde el teatro circula indiferente a las presiones inmediatas, como un loco peligroso que puede soltarse y mostrarse sin importarle nada, burlándose de cualquiera, sea cual fuera el que tenga enfrente. Y es ahí también donde hay que pensarlo e imaginarlo a Ure -aquellos que nunca lo conocimos, ni lo vamos a conocer. “Después de muchos años de andar por ahí ensayando obras, debo confesar que pocas veces he sido más yo mismo que en los ensayos, aunque haya sido un yo provisorio. ¿Quién era? Un doble mentiroso, pero el más sincero”.