A esta altura, es posible asegurar que una –la única –de las promesas de Michel Temer al asumir la presidencia hace poco más de un año se cumplió rigurosamente. En aquella ocasión, luego del golpe institucional que destituyó a Dilma Rousseff y sus 54 millones 500 mil votos, Temer dijo llegaba para “unir al país”, y lo hizo: hoy están todos en contra él y a favor de que sea catapultado del sillón presidencial que ocupa de manera ilegítima. 

Su aprobación entre la opinión pública, acorde a los sondeos de estos días, alcanza una marca histórica: dos por ciento. Hasta los generales de la dictadura militar que existió entre 1964 y 1985 obtuvieron una aprobación más elevada. Los pilares del golpe lo abandonaron. El empresariado y la banca pusieron una sola exigencia: venga el que sea, siempre que se mantenga la política económica de un neoliberalismo fundamentalista. 

Los medios hegemónicos de comunicación, con las organizaciones Globo (emisoras de televisión, de radio, revistas, periódicos) a la cabeza, presionan para que el funeral del moribundo ocurra lo más rápido posible. 

Temer sigue atado al sillón presidencial, no por mérito propio, por una hilacha que podrá cortarse en cualquier momento, tan pronto como lo que le lleva a los aliados que ya lo abandonaron encontrar un sucesor de consenso y repartir el botín, es decir, el país.  

Ajeno a la realidad, el ilegítimo vaga por los pasillos del palacio presidencial sin darse cuenta de que ya se armó un velatorio donde todos aguardan, ansiosos, la llegada del todavía moribundo. Algunos de sus asesores directos, corruptos todos, hacen de cuenta de que hay espacio para negociar su permanencia en el poder. En estos últimos días emisarios del núcleo duro del gobierno, que se derrite como hielo en el Sahara, hicieron esfuerzos febriles y vanos para obtener de diputados y senadores algún vestigio de respaldo. También pidieron socorro a la todopoderosa FIESP, la Federación de la Industria del Estado de San Pablo, principal financista de las manifestaciones callejeras que, estimuladas por la TV Globo, habían copado las ciudades brasileñas pidiendo la destitución de la entonces presidenta Dilma Rousseff. Todo lo que lograron fue un comunicado pidiendo que se preserve la política económica de Temer.

El todavía presidente intenta movimientos defensivos, disparando petardos por doquier. Pero ninguno sirvió para otra cosa que no fuese corroer aún más lo que todavía le queda de suelo bajo los pies. En el mundo real, que Temer dejó de frecuentar hace tiempo, el panorama es otro. Se barajan distintas alternativas para que el moribundo sea defenestrado a la brevedad. 

Una está en el Tribunal Superior Electoral, que el seis de junio empieza a juzgar la causa que pide la anulación del resultado de las elecciones de 2014. Con Dilma ya alejada, Temer sería guillotinado. Sería, quizá, la opción menos traumática, pero tiene un riesgo: ¿y si Temer decide resistir y recurrir al Supremo Tribunal Federal? 

Otra posibilidad es que se acepte, en la Cámara de Diputados, uno de los pedidos de apertura de juicio político para destituirlo (hasta el pasado viernes, eran 17). Tiene dos inconvenientes: tardaría algunos meses, y depende de la voluntad del presidente de la Cámara, Rodrigo Maia, que no merece confianza alguna siquiera entre sus pares más cercanos.

Hay otros caminos en discusión, pero todos llevan a que sea el Congreso –la legislatura de peor nivel ético, moral, intelectual y político de las últimas muchas décadas –quien elija el nombre del sucesor. 

¿Cómo reaccionará la opinión pública al saber que decidirá semejante sindicato de corruptos e ineptos? Es altísima la posibilidad de que ocurran explosiones de protesta en todo el país. 

Pero eso no parece preocupar a los señores congresistas. En una buena muestra del nivel de absurdos a que llegó mi país. Hay discusiones entre diputados y senadores acerca de si el sucesor del moribundo será un diputado, un senador o se buscará un “nombre de afuera”. 

No se menciona, por supuesto, la salida obvia, que sería anticipar las elecciones generales previstas para octubre del año que viene. Es que Lula da Silva sigue siendo el favorito absoluto, algo inaceptable para los partidos que se unieron para consumar un golpe que tenía, como objetivo central, liquidar al ex presidente. Y aunque el provinciano, mesiánico y  arbitrario juez Sergio Moro, obcecado con Lula, determine su prisión y consecuente inhabilitación electoral, el ex presidente se mantendría como principal elector, capaz de crear una candidatura competitiva de la nada.

Mientras tanto, y en un inesperado intento para convencer a Temer de que renuncie, caciques de los partidos que se unieron en el golpe contra Dilma ahora se unen para que el moribundo finalmente muera. el plan es lograr que se establezca un “foro privilegiado” para ex mandatarios. Con eso, Temer, una vez destituido, sería juzgado por la lentísima corte suprema, y tendría una sobrevida.

Sería un escarnio, pero conlleva otro riesgo: al fin y al cabo, también Lula da Silva es un ex mandatario. 

El país está paralizado. Y mientras el moribundo siga donde está, nada cambiará. Qué sucederá es algo que nadie se arriesga a prever.