Caminando por el Parque Centenario, Lautaro Leiva se topó con un banco libre y aprovechó para descansar bajo el sol de la mañana. Era casi mediodía y había muy poca gente en el lugar, una mujer paseando a su bebé, un anciano bastante encorvado que seguramente buscaba otro banco libre, y un señor mayor, totalmente canoso, pero en muy buen estado jugando a la pelota con un nene, que por la edad del hombre supuso que sería su abuelo, pensó Leiva mientras se sacaba la transpiración de la cara.
Lo que le llamó la atención, fue que el tipo canoso varias veces le gritaba algo al chico, y terminaba llamándolo: “pequeño saltamontes”.
Esta frase, la nombraban siempre en la serie que este 2022 cumple 50 años desde su estreno; “Kung Fu”. Para Leiva y todos los que tienen cincuenta y pico o más, las aventuras de Kwai Chang Caine, eran el deleite de aquel tiempo; quizás con el Hombre Nuclear, Kojak o Mujer Policía. Pero Kung Fu era distinta, tenía algo especial, y en muchos capítulos había bastante de filosofía. Muchos de su generación y gracias a esta saga, se anotaban en algún club de barrio a practicar artes marciales. Iban un tiempo…y cuando se daban cuenta que nunca serían un Chuck Norris, abandonaban.
El abuelo canchero le seguía diciendo pequeño saltamontes a su nieto y Lautaro no pudo evitar pensar, si esa frase en realidad, no deberían habérsela dicho a Bruce Lee en vez de a David Carradine, porque según cuenta la historia, “él” iba a ser Caine, pero finalmente eligieron al otro. El pobre Bruce se habrá quedado con las ganas. Pero en aquel tiempo de los cinco canales en blanco y negro, poco y nada importaba esto, lo único que uno deseaba, era poner canal 13, que el viento no moviera mucho la antena del techo, y ver a ese hombre con morral, sombrero, muy polvoriento, caminar por el viejo Oeste buscando a su medio hermano. Por supuesto no faltaron las parodias en los programas cómicos de la época, por ejemplo: Ricardo Espalter y Maurice Jouvet interpretaban al maestro Po y su alumno en “Hupumorpo”, y un tema aparte, la cantidad de chistes boludos que decían los pibes en los recreos, como por ejemplo: ¿Por qué vino Kung Fú a la Argentina? ¡Porque se Kunfundió!
La serie fue un tremendo éxito y Leiva no se perdía ningún capítulo, siempre se clavaba frente al televisor junto a su papá y la veían, aunque el viejo varias veces decía que no le llegaba ni a los talones a “El gran chaparral”. Pero claro, a veces los recuerdos son como un tren de carga, y atrás de un vagón viene otro recuerdo, y otro, y otro. Y fue imposible que el tipo no vinculara la serie del guerrero chino con Roberto Carvajal, el maestro que tuvo en quinto grado. Carvajal siempre lo tuvo entre ojo y ojo a él y a varios que eran los más quilomberos del colegio, sobre todo porque en los recreos y todos queriendo ser como el célebre Caine, lo imitaban y se la pasaban pegándoles fuertes patadas a puertas, ventanas, pizarrones y todo lo que tenían frente a ellos con algún grito de karate.
Y un día, cuando Aguilar, su compañerito de banco, rompió de una patada el vidrio de una de las puertas del aula y volaron vidrios por todos lados, Carvajal se hartó y mando a llamar a los padres de los peores, incluídos los de Leiva.
Aparte de comentarles de la pésima conducta de los cinco alumnos, les propuso algo muy ridículo, que les prohibieran ver Kung Fu porque era un programa que los incentivaba a la violencia. Y el consejo del docente tuvo efecto, como castigo se terminó la serie para Aguilar, Granados, Lombardo y el mismo Leiva. Pero lo más cruel del asunto, en el caso de este último, era que el padre no se iba a perder de verla por las pelotudeces que hacía su hijo en la escuela, y el resultado fue que lo encerraba en su cuarto mientras él la miraba. El pibe sufría escuchando la música de la intro encerrado en su habitación, y el malvado de su papá hasta subía el volumen para que escuchara.
El viejo encorvado volvió a pasar caminando, refunfuñando en voz baja, sin la suerte de encontrar un banco vacío; el canoso y el pequeño saltamontes se cansaron de jugar a la pelota y se fueron. Leiva seguía buceando en los recuerdos de la serie que le prohibieron ver y en el odio que le tuvo al maestro y a su padre por semejante castigo. De adulto, en el Parque Rivadavia compró un par de videos VHS con toda la temporada de Kung Fu y se la puso a ver, pero ya no era lo mismo. Se había perdido la magia. La gracia era esperar ese día a la semana en que la dieran en la tele y al otro día comentarla con sus salvajes compañeros. Incluso una vez se la hizo ver a su hijo y el pibe se bancó dos capítulos solamente.
Miró el reloj y se dio cuenta que se le hacía tarde, tenía que volver al trabajo. Se levantó y dos chicas con un perro aprovecharon la oportunidad para sentarse. Leiva siguió su camino y después de bordear el lago del parque, en otro de los bancos vio al viejo encorvado sentado. Tuvo suerte, pensó el hombre. Caminó unos metros y la cara del viejo le resultó familiar, volvió para mirarlo nuevamente y no podía creer quién era el que estaba sentado ahí, el maestro Carvajal.
Con muchos más años encima, muy arrugado, bastante mal vestido, y una de sus manos con un leve temblor. Se quedó mirándolo varios minutos, el viejo también lo miraba sorprendido. No se quiso quedar con la duda si era él, aunque estaba seguro y le preguntó
--Disculpe… ¿Usted es Roberto Carvajal?
El anciano lo miró con desconfianza, su mano le tembló un poco más y le contestó:
--Sí, soy yo… ¿Lo conozco?
En ese momento tuvo muchas ganas de echarle en cara que gracias a él, en el 74, su padre le dio un castigo ejemplar. Pero lo vio tan viejo, cansado y decrépito que hasta le dio lástima.
Siguió su camino, se dio vuelta a varios metros para volver a mirar a su antiguo maestro, y volvió a retomar su rumbo. Lo último que pensó, fue algo referido a la serie: “Caine también lo hubiese perdonado”.