“Uno a veces es muy injusto con el amor”, suelta Carlos Casella en el mejor momento que tienen las buenas entrevistas, ese que anuncia el desvío de los temas laborales que motorizaron el encuentro y deriva en otros, por lo general los que más importan. Uno a veces es injusto, repite, porque el amor tiene un potencial muy grande y miles de formatos posibles, y uno se la ha pasado intentando amoldarlo a algo estático, con una sola forma posible. “Estar esperando que una persona llegue a tu vida con todas las valijas cargadas, la del sexo, la de lo afectivo, la del conocimiento y los gustos culturales compartidos, ¡qué peso inmenso! La gente espera demasiado del amor y a la vez le pide siempre la misma cosa”, dice. Es una verdad que Casella sabe hace tiempo, pero constató mejor que nunca el año pasado, cuando decidió casarse con uno de sus grandes amigos y no poca gente le preguntó qué iba a pasar si alguna vez decidía contraer matrimonio “de verdad”. La respuesta, para él, se caía de madura: “Esto es de verdad. Y tener una idea de amor cada vez más diversificada, entender que hay muchas formas y muchas personas que me enamoran o podrían enamorarme, también”.

Muchos pensamientos de este estilo, varios cuestionamientos en torno a la idea del amor romántico y alguna que otra conclusión circularon por el grupo de Whatsapp que Casella armó tiempo atrás con Griselda Siciliani y Jorgelina Aruzzi cuando los tres –el coreógrafo y director, la performer, la dramaturga y codirectora– empezaron a darle forma a Pura sangre: El amor es un monstruo, la obra que por estos días puede verse de miércoles a domingo en el Teatro Multitabarís. Con producción de Tomás Rottemberg, Pura sangre no es una propuesta clásica para la calle Corrientes. Es un musical fragmentario hecho a partir de canciones, coreografías y monólogos de Siciliani, que en escena está acompañada por un coro de varones que muchas veces parecerían ser los amigos de la protagonista, otras resuenan como las voces de la familia o de la sociedad, que dictan que a determinada edad “no podés estar sola” o “a alguien tenés que encontrar” y en algunos casos resultan ser ante todo la voz propia, cincelada por mandamientos ajenos.

Elegido y dirigido en movimientos por Casella, el grupo de intérpretes masculinos –Juan Cruz Martínez Mosquera, Hervé Segata, Eddy García, Rakhal Herrero, Nicolás Tadioli– le ofrece a Siciliani un gran contrapunto para que esas historias de derrotas amorosas, que se suceden una atrás de otra en una caballeriza, puedan expandirse. La metáfora del mundo equino –que en la puesta se materializa en escenografía de Mariana Tirantte– funciona como hilo conductor de todas las escenas. En Pura sangre, el amor y sus imaginarios sociales están pensados como un sistema de doma que nos somete a una carrera desenfrenada con el supuesto objetivo de completarnos y muchas veces nos dejan más cansados que victoriosos. “Los textos que forman parte de la obra no son necesariamente autobiográficos, pero sí fueron, en la mayoría de los casos, sacados de la vida real, de anécdotas que conocemos por distintos amigos y amigas. Y en todos hay un patrón: la sensación de fracaso cuando las cosas se terminan”, cuenta Casella. Y sigue: “Nuestro grupo de Whatsapp empezó siendo el lugar donde volcábamos la tormenta de ideas y juntábamos anécdotas. Y ahora, si repaso esos audios, me doy cuenta que de alguna forma ya estaban como actuados, que tenían una impronta y una voz, ya muy desde el principio. Jorgelina les terminó de dar forma, con su imaginario y su lenguaje tan particular, que mezcla imágenes muy poéticas con un humor que es muy de cordón de vereda. Pero todos fuimos aportando lo propio”.

Santiago Albanell

Si bien la división de roles en la dirección estuvo clara en un principio –Casella se abocaría a pensar sobre todo el espacio y las coreografías; Aruzzi, los textos y el seguimiento de los actores–, Pura sangre terminó teniendo la impronta de todos en todos lados. Esta es una lógica de trabajo que Casella conoce muy bien desde sus años de El Descueve –el grupo de teatro danza que formó en 1990 junto a Ana Frenkel, Mayra Bonard, María Ucedo y Gabriela Barberio– y una cualidad que, cree él, aparece cuando los grupos funcionan orgánicamente: cada uno cumple un rol en el sistema, pero el resultado final ya no deja ver quién se ocupó de cada cosa sino que se presenta ante el mundo como una unidad. “Es lo que el budismo llama Itai Doshin: somos muchos cuerpos con un solo objetivo”, dice, señalándose el brazo en el que tiene tatuado ese concepto. “Cuando trabajás mucho tiempo en grupo, aprendés a transformarse en un solo cuerpo, en un solo organismo. Y cuando te separás, te empieza a quedar claro qué es lo que esa sociedad te dio, pero también qué cosas no te dejó desarrollar”. Ese fue, quizá, el gran hallazgo de los años que siguieron a la disolución del grupo, emblemático en la escena local. “De cierta forma, me tuve que adiestrar rápidamente, aprender a suplantar la energía de los otros que durante mucho tiempo habían funcionado como motor. Ana (Frenkel) por ejemplo, es un motor organizativo muy importante. Y yo pensaba: ¿cómo voy a hacer para organizarme sin ella cuando se me ocurra una idea? ¿Cómo la materializo? Cuando me empezaron a convocar para la compañía del IUNA o para el San Martín, entendí que los demás podían ver en mí a un creador de lenguaje singular y propio, y pude aprender a hacerlo”.

Cada tanto, los miembros de El Descueve vuelven a encontrarse para algún proyecto puntual. En 2009, Frenkel dirigió a Casella junto a Juan Minujín y Guillermo Arengo en Sucio, una obra que se adelantó a la seguidilla de trabajos que se proponían pensar la masculinidad. Más acá en el tiempo, el coreógrafo dirigió a Mayra Bonard en la exquisita pieza Mi fiesta. Fue la primera vez que Bonard y Casella volvieron a unir fuerzas, y el resultado fue una pieza potente, en el que Bonard brilla, sobre una obsesión que siempre vuelve a aparecer en los trabajos de ambos: la imposibilidad de conocer la intimidad absoluta del otro y las fantasías que suscitan los encuentros con otra persona. Esa energía de reencuentro después derivó en Hermafrodita, en la que Alfredo Arias dirigió a ambos, sumando movimiento a una instalación visual de Nicola Constantino que podía verse ene el Malba.

Si construir una carrera prestigiosa como la que Casella forjó a lo largo de estos años tiene algún fin o puede entenderse en términos utilitarios, ese provecho podría pensarse en torno a tres grandes ventajas: poder elegir los proyectos que se quieren llevar adelante, permitirse saltar de un género y de un lenguaje artístico a otro sin pedir permiso y poder trabajar casi siempre con amigos. Hace mucho que Casella y Siciliani, por ejemplo, descubrieron que además de disfrutar el tiempo juntos como amigos disfrutaban de tener proyectos compartidos. Se conocieron, casi podría decirse, en otra vida, cuando ella fue alumna suya en un taller de danza. Tiempo después, cuando hubo que buscar un reemplazo para Hermosura, una de las obras de El Descueve, el coreógrafo supo que ese papel tenía que ser para ella. Más tarde fue ella la que lo convocó a él para que la dirigiera junto a Ana Frenkel en Corazón idiota, el show que Siciliani craneó junto a su amiga Carla Peterson y que de alguna forma puede pensarse como una antecesora de Pura sangre por su tema (una vez más, los amores) y por su formato. La colaboración entre ambos también siguió entre otros proyectos en los shows musicales Estas que te pelas, Babooshka: Canciones de mujer y Sputza, donde Carlos y Griselda cantaban algunas de sus canciones favoritas.

Y acá llegamos a la otra gran debilidad de Casella: la música. “Cuando tenía 18 años, mi primer acercamiento a lo artístico fue por ahí. Empecé siendo cantante de una banda, Modelo Blanco, y después me pasé a la danza. Pero volví”, repasa. Esa vuelta al lenguaje artístico que lo había cautivado y la voluntad de convertirlo en una vocación paralela es fácilmente rastreable en todos sus trabajos de la última década. También su expansión: desde los primeros shows en el Konex y en el Hotel Faena, donde hacía dueto con Anita Álvarez Toledo, hasta la actualidad, que lo encuentra preparando Puto y orquesta, un concierto performático que se estrena en mayo en el CCK, donde habrá muchos temas propios, la intensidad de ese interés paralelo fue creciendo, sin desplazar jamás al coreógrafo. “Siempre fui de cantar, más bien como un juego. En las obras de El Descueve cada vez que podía, metía una cancioncita: como nuestras creaciones habilitaban que pasara de todo y podíamos hacer lo que se nos antojara, yo daba rienda suelta”, recuerda. “Y entonces, medio tímidamente, empecé a aceptar algunas invitaciones que me surgían para cantar unas canciones en algún ciclo. Fue de esa forma que me di cuenta que podía hacerlo y pensé: che, esto me sale bien, los músicos me dan bola, lo puedo hacer, y puede convivir con las demás cosas que hago”, cuenta el coreógrafo, cuyo trabajo como músico se puede escuchar en Spotify, empezando por su disco Scorpio (2018). Casi como en el amor, Casella entendió que, en definitiva, desplegarse tenía mucho que ver con no cerrarse. Componer, cantar, coreografiar, bailar: hay muchos proyectos y muchos roles que lo pueden enamorar. Por qué habría de quedarse con un solo.

Pura sangre: El amor es un monstruo puede verse de miércoles a domingos en el Teatro Multitabarís, Av. Corrientes 831. El 8, 9 y 10 de abril, en el Centro Cultural 25 de Mayo habrá tres funciones especiales de Mi fiesta, la obra de Mayra Bonard, con dirección de Casella.