Desde París

La invasión rusa de Ucrania dividió a las opiniones públicas y a las izquierdas en torno a una elección primaria: el imperio bueno contra el imperio malo, el imperio del mal y el otro que pone en tela de juicio su hegemonía: Moscú contra Washington. Sin embargo, las conductas de las potencias mundiales, por más adversas que sean entre sí, responden a una relación mimética. El imperialismo copia la metodología imperial del otro allí donde tiene capacidad de hacerlo. A través de la cultura, las armas, la finanza o la tecnología. Es un despropósito pensar que Vladimir Putin es mejor que cualquier otro dirigente occidental sólo porque cuestiona la hegemonía cínica de Occidente o porque se levanta contra esa maquina de guerra casi inerte que es la OTAN.

”Lo que estamos viviendo es la muerte cerebral de la OTAN”, dijo el presidente francés, Emmanuel Macron, en una entrevista publicada en noviembre de 2021 por el semanario The Economist. Macron se refería a uno de los momentos más patéticos de la Alianza Atlántica: en octubre de 2019, Turquía, país miembro de la OTAN, desplegó una operación militar en el Norte de Siria contra un rama de las Fuerzas democráticas sirias (FDS) respaldadas por Occidente. Se trata de las fuerzas kurdas locales aliadas de la coalición occidental en el doble combate contra el Estado Islámico y el régimen del presidente sirio Bachar-al-Assad. Turquía lanzó su operativo tres días después de que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, decidiera retirar sus soldados del Norte de Siria. La batuta de la OTAN, Estados Unidos, se retiró del terreno y uno de los miembros de la OTAN atacó a los aliados de los mismos aliados. Eso es la OTAN. Un despilfarro de armas sin coordinación estratégica.

Geometría impúdica

Vladimir Putin no ha hecho más que calcar la irreverencia armada que Estados Unidos ha llevado a la práctica en las últimas décadas. Invadir Ucrania con la excusa de que hay nazis es lo mismo que invadir un país, en este caso Irak en 2003, con el argumento de que hay armas de destrucción masiva que jamás se encontraron. Los imperios se persiguen con la supremacía como objetivo sin importar lo que cueste. El imperialismo funciona con una geometría impúdica: le exige al mundo el respeto de ciertos valores y del derecho Internacional pero el imperio los viola cuando mejor le conviene. 

Una vez más, el ejemplo sangriento de la Segunda Guerra de Irak es un modelo perfecto de esa geometría. La invasión, la ocupación y el derrocamiento del régimen de Saddam Hussein respondía a un vasto proyecto elaborado por la administración de George W. Bush cuya definición apareció en 2004: el Gran Medio Oriente. Para los neoconservadores estadounidenses se trataba de remodelar una enorme región que iba desde Mauritania hasta Pakistán (10 por ciento de la población mundial) con el fin de favorecer lo que los “neocons” llamaron “el desarrollo económico y social, la democracia, la seguridad, la educación, la liberalización de los mercados y las reformas políticas” y alejar así a esas sociedades de la tentación terrorista. 

De paso, esa reconfiguración le permitía a Estados Unidos posicionarse en el Sur de Rusia. Sabemos en qué terminó: en un castigo para la población civil de Irak, la destrucción íntegra de un país y la creación de lo que Washington pretendió combatir: el terrorismo. El administrador civil de Irak, Paul Bremer, aplicó una serie de decretos que conducirían al apocalipsis: el primero, la disolución del Partido Baas: el segundo, la suspensión del ejército iraquí. En rueda libre, con el Estado desestructurado, los miembros del Partido Baas y parte del ejército se agruparon primero en Al Qaeda en Irak y luego formaron la columna vertebral del Estado Islámico

Esta obra destructora de la híper potencia imperial es una de las más abismales aventuras del mal en nombre del bien promovida por Estados Unidos. Antes, en 2001, actuaron igual en Afganistán para desalojar del poder a los talibanes y capturar a quien había sido uno de sus más firmes muyahidines lacayos durante la invasión de Afganistán por parte de URSS (1979-1989): Osama Bin Laden.

Guerra fría y después

Treinta años después del fin de la Guerra Fría y luego de haber participado en la gestión imperial del mundo como miembro pleno del G8 (el G7 –70 por ciento del PIB mundial--que integró a Rusia entre 1998 y 2014) Putin activó su guerra imperial en Ucrania con la misma insolencia con la que su imperio enemigo actuó antes –y no sólo en Irak. Al cabo de una de las conversaciones telefónicas que el presidente francés mantuvo con su par ruso tras la invasión de Ucrania, el palacio presidencial francés denunció “el discurso paranoico de Putin”. Con sus sucesivas intervenciones en la televisión, varios observadores de Occidente creyeron intuir una suerte de “descomposición” del mandatario ruso. 

Ni siquiera ese “estado” de aparente desequilibrio es nuevo. Se inspira en la “teoría del loco” del otro imperio (madman theory en inglés, también llamada “estrategia del loco)”. Es una práctica de política exterior ideada por Henry Kissinger (promotor de los golpes de Estado en América Latina) y asumida por la administración del ex presidente de Estados Unidos Richard Nixon cuya meta consistía en hacer creer a la URSS y a los países del Este miembros del Pacto de Varsovia que Nixon era imprevisible, caprichoso, que estaba lo suficientemente loco como para hacer cualquier cosa, incluida la destrucción más fatal. Más tarde, a partir de 2017, Donald Trump actuaría de forma semejante ante China y Corea del Norte.

Rusia es un imperio nuclear y se mira en el mismo espejo que el otro imperio. Cuando sus designios imperiales se lo dictan no duda en seguir los pasos de sus enemigos: así lo hizo en Siria, en 2016, cuando la aviación rusa bombardeó y arrasó la ciudad de Alepo sirviéndose de la misma retórica que Occidente empleó en la misma guerra Siria mientras respaldó a la coalición que se oponía a Bachar al Assad: “Liberar al país de los yihadistas” (Dmitri Peskov, portavoz de Vladimir Putin). Rusia derrotó en Siria a sus enemigos imperiales y afianzó en el poder a al Assad.

No existen imperios justos

En vez de suscitar tantos insultos, falsificaciones y confrontaciones, la invasión de Ucrania debería incitarnos a repensar la forma en que consumimos los imaginarios de Occidente y el imaginario de los imperios. Para muchísimos comunistas, socialistas y gente de izquierda, el sueño de que la URSS representaba una forma ideal de sociedad se acabó cuando las tropas rojas aplastaron la Primavera de Praga, el 21 de agosto de 1968. 

El “socialismo con rostro humano” promovido por el reformista Alexander Dubček disgustó al imperio rojo y la primavera se volvió un extenso y reprimido invierno. La invasión de Ucrania tiene el mismo valor testimonial y político: no existen imperios justos o más buenos que otros. El imperialismo es mimético y, cualquiera sea su protagonista central, nos arrastra hacia la espesura de la dominación y la colonización. Ambas son la negación de la libertad y la dignidad humanas.

El odio a Occidente como consecuencia de la dominación colonial no puede situarnos en uno u otro lado de la línea de los imperios sino en un espacio muy distinto. Rusia y las potencias occidentales cogestionaron el mundo durante varios años sin que el reclamo justo de la no extensión de la OTAN entorpeciera esa administración imperial. Recién en 2007, durante la Conferencia de Munich sobre seguridad, Putin se levantó contra la supremacía imperial de Estados Unidos. El presidente, ante un auditorio atónito, dijo: “¿Qué es un mundo unipolar? Es un sólo centro de poder, un único centro de fuerza, un único centro de decisión. Es el mundo de un amo único, de un sólo soberano. Ese mundo no es sólo inadmisible, sino también imposible”. Putin agregó que la “ampliación de la OTAN es una provocación que socava la confianza mutua”

Pasaron 15 años. Las bases de lo que ocurre hoy estaban allí. Los imperios tuvieron tiempo y oportunidades de negociar, tanto más cuanto que, entre tanto, Estados Unidos y Rusia negociaron el tratado de desarme New Start (Strategic Arms Reduction Treaty) sobre la reducción de armas estratégicas nucleares (2010). Las líneas estratégicas del mundo se trastornaron con esta guerra. Las líneas ideológicas y las simpatías también deberían moverse hacia algo más humano y creativo, por encima de la desdicha inhumana de dos imperios que se imitan y combaten a costa de la libertad y la vida de otros pueblos inocentes.

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