Sueña Ernesto, con la mirada perdida en lo que pasa, y en lo que no pasa, detrás de los ventanales del bar, en esas calles tan porteñas, tan comuna cuatro y su huella, ah, como diría el pibe Trueno. Es un sueño al cuadrado, un sueño en abismo, porque recuerda cuando soñaba en grande, en letras mayúsculas, en letras de molde. Era joven y aspiraba a todo, o a casi todo, tan latinoamericanista, tan realista mágico, tan revolucionario. Ahora le meten revolución a cualquier cosa: a un celular que te cuenta los pasos que hacés, a un técnico que manda a sus futbolistas a atacar verticalizando el juego, a un nuevo modelo de camioneta sojera. La revolución es un concepto que no dice nada, un significante vacío, no con la densidad que otro Ernesto, Laclau, podía pensar los significantes, sino desde la propia transparencia de la palabra: es un significante que está hueco, sin materia, falto de contenido. Está tan usado, tan bastardeado, no dice nada. O quieren que no diga nada. Y, si dice lo que realmente quiere decir, ahí, entonces, es algo que no se puede nombrar.

Con su imaginación disparada hacia un pasado que era futuro, Ernesto rompe tiempos y distancias, se sueña arriba de una locomotora que transporta el producto bruto de Latinoamérica, de Chile a Brasil, de Argentina a Venezuela, y de ahí a El Salvador y México. Tiene un gorro frigio, barba bien oscura, y va en ese tren junto a compañeras y compañeros de todo el continente, llevando maíces andinos y café y pimientos y frijoles y peras y mangos y aceites y quesos, de un lado a otro, con agricultores aplaudiendo el paso, con ciudades enteras esperando la llegada de esos vagones tan plenos de riquezas y felicidad, tan lejanos del hambre. Le meten carbón y carbón, porque la verdad es que en ese sueño del pasado se les había pasado por alto el tema de las energías limpias y sustentables, y el tren avanza conectando esa Latinoamérica pujante y unida, con personas pura sonrisa, tan bien alimentadas que están, tan sanas y soberanas y saludables.

--¡Recortá los sueños a la baja, zurdo nostálgico! -le grita Atilio, alumbrándolo con la linterna del celular en la frente.

Ernesto sabe que sí, que incluso desde antes de la caída del muro ya pensaba en otras cosas, había quedado del bando de la derrota, les habían llenado la canasta de goles, les habían esquilmado las ovejas. Desde entonces quiere que todo baje: la inflación, el dólar, la desocupación, la panza. Tiene sueños de baja intensidad. ¿Y si al menos pudiera ofrecer algunos alimentos a las doñas de la comuna? ¿Y si al menos pudiera juntar a cooperativas de agricultores que quieren vender sus alimentos con las personas que los quieren comprar? Hace cuentas y piensa en ponerse una despensa, de pocos metros cuadrados, para abrirla algunas horas, de lunes a viernes; o de jueves a domingo, pero se le va a complicar porque le gusta pasear con la nieta. Esa pibita, que ahora le hace escuchar Nicki Nicole, Wos, Trueno, Ca7riel. A Ernesto al principio le generaban un poco de rechazo, no entendía muy bien lo que decían, cantaban demasiado rápido estos payadores digitalizados. Ahora le gustan, aunque le hacen un poco de ruido todas esas palabras que meten en inglés, pero está bueno que se pongan nombres de fantasía, que hablen de las cosas del barrio, de lo que pasa en la calle, con esas ganas de comerse el mundo, de cambiarlo, de revolucionarlo, con tan pocas marcas de nuestra derrota. Ernesto tiene ganas de volver a encontrarse con sus ñeris, de volver a traerlos a la mesa y juntar fuerzas para sacar a patadas en el culo a los Atilio de este mundo.

Mira hacia un costado y ve en otra mesa al compañero japonés con ceguera, que apura un Campari con una rodaja de naranja flotando, porque se cayó del paragüitas que le había improvisado el Gallego. A su lado, su joven lazarillo, el seguidor argentino del neopresidente chileno Gabriel Boric, ensaya dichos típicos: “quiacei, huevoon, dale po”. Repite una y otra vez. Se prepara para algo, aunque salga pato o gallareta.

Ernesto nota que el japonés tiene una bolsa en el suelo de una tienda que vende productos de la economía social y la agricultura familiar. Y vuelve a pensar en ponerse una despensa y que se vaya todo a la goma. Quiere vivir de sus propios tomates. Y dejar de pensar en Atilio, Cristián Rotonda, Javier MI-Ley, Joe Louis Experto y tanto pelafustán.

Vuelve la mirada a la tele y sigue la Copa África, el torneo más interminable del mundo. Juegan Gambia y Camerún por el repechaje de los cuartos de final. Ernesto se siente atrapado por la fiesta de gambetas, firuletes y falta de amor por el gol de los africanos. A Camerún lo conoce de los mundiales. Recuerda el trágico encuentro contra Argentina en el 90, el salto para abajo de Pumpido y cómo hacían fila en el segundo tiempo para salir a acribillar a Caniggia, ese pájaro rubio, el eslabón perdido entre Maradona y todo el resto, porque le resuena en el oído derecho esa frase de Víctor Hugo Morales. De Gambia no sabe absolutamente nada.

En la esquina se escuchan tambores. Por un segundo, Ernesto siente que ha transportado realmente a la Copa África, pero no: la cadencia le indica que es la murga del barrio “Los Retorcidos del Cuello”, que están ensayando porque ya se viene el carnaval. Cosa que Ernesto odia con todas sus tripas, pero sabe que no debe decirlo porque queda muy mal políticamente. Entre los murguistas, irrumpe el joven delivery arroja panfletos del General Auditor Pichetto y esta vez se frena curiosamente en la puerta del bar. Aún más curioso es que el sociólogo de la posmodernidad sale a su encuentro y le pasa cuadernillos con encuestas y pactan entre señas y murmullos un próximo encuentro.

Ernesto no sale del asombro, se sonríe, tira una carcajada. Recién ahora se da cuenta: el sociólogo de la posmodernidad tiene un convenio de pasantía universitaria con el delivery del General Auditor Pichetto, por el cual el pibe entrega pizzas a domicilio, reparte los panfletos del pseudo rionegrino y le enchufa una encuesta al que quiere comer la pizza sobre los efectos del coronavirus en los espacios culturales barriales de los países en las vías del subdesarrollo.

Nuestro personaje recobra las esperanzas. Este pibe hace tres por uno. Es el ingenio popular, la Argentina potencia, la locomotora latinoamericana. Vuelve a creer. Una canción de Wos y Trueno le despierta los sueños. Se acerca a la barra y le dice a Ansia, la compañera colombiana que contrató el Gallego para ponerse en onda sibarita: “Dame otro café “.

--¡Pero ya son catorce hoy, don Ernesto! --le responde Ansia.

 

--Déjame ser feliz. Al menos hoy déjame ser feliz --dice nuestro ñeri.