Las diversas reacciones que generó la presentación del programa acordado entre el gobierno argentino y el FMI tienen algo en común. En alguna medida, todas suponen que la política económica o el programa que el Gobierno pueda llevar adelante de ahora en más estarán determinados en conjunto con el organismo; en parte, porque el propio acuerdo así lo demanda.

Los detractores del entendimiento con el FMI se muestran conmocionados por considerar que ataría las posibilidades del Gobierno hasta el punto de impedirle satisfacer las demandas sociales cuya resolución es su primer compromiso político. Quienes respaldan el acuerdo aducen que era necesario de cualquier manera, puesto que la situación externa del país impide afrontar las consecuencias de no alcanzarlo, y que en todo caso, la negociación tuvo el éxito de alcanzar el acuerdo menos malo posible.

Curiosamente, frente a un hecho que suscita tanta atención, no se han analizado las condiciones reales en las que opera el FMI y cuáles son sus intereses y sus límites. Los países subdesarrollados se endeudan para sostener la importación de insumos críticos que producen los países desarrollados y son necesarios para el crecimiento. El proceso deviene en endémico porque la presión cultural lleva a que se intente mejorar el nivel de vida de la población para alcanzar a los países desarrollados sin afianzar un proceso de sustitución de importaciones acorde.

Cuando se acaba la refinanciación del sector privado, interviene el FMI para otorgar salvatajes a los países afectados con el fin de que puedan repagar parte de las deudas del sector privado, o bien morigerar las contracciones de la actividad a las que induce el hecho de que ya no puedan financiar el nivel de importaciones que los llevó a la situación en la que están. Sin embargo, por las propias características del proceso, los países deudores no están en condiciones de pagar sus deudas, puesto que para hacerlo, deberían incrementar su saldo comercial.

Obstáculos

Los países subdesarrollados se topan con tres tipos de obstáculos casi infranqueables. Uno, que sus productos son también producidos por los países desarrollados en los que se origina el capital que compone los préstamos. Dos, si se pretendiese encarar una sustitución de importaciones, requeriría un tiempo que es incompatible con la necesidad de resultados inmediatos. En tercer lugar, la alternativa de reducir las importaciones por mucho tiempo implica una recesión prolongada que se vuelve políticamente inaceptable y también comporta una reducción de las exportaciones de los países desarrollados.

Sin embargo, hasta que esto sucede, los grandes fondos de inversión internacionales que otorgan los préstamos anotaron beneficios contables por las colocaciones que realizan, se embolsaron sus honorarios, vieron incrementar el valor de sus acciones y desconocieron los riesgos evidentes de incobrabilidad que se suscitaban. Si las pérdidas se reconociesen, sus balances se tornarían negativos. Frente a este hecho, el FMI interviene para evitar este desenlace con efecto dominó entre los otros grandes actores de las finanzas globales pero sin encontrarse en condiciones de ofrecer alternativas muy congruentes a los países deudores.

Cuando se acaba el proceso, la magnitud del endeudamiento externo resultante siempre es impagable, por lo que una vez que el FMI interviene asegurándoles a los acreedores privados el retiro de una parte del capital o meramente una suerte de tranquilidad, se limita a acordar programas de austeridad que ni siquiera tienen su centro de atención en el saldo comercial, si no meramente en la disminución del gasto fiscal.

Gran parte de lo "terrible" de estos programas se explica a veces por la propia orientación de los gobiernos que los aplican, o bien, en casos como en el de Grecia, por condiciones políticas y económicas objetivas que exceden largamente al FMI. De la misma manera, su capacidad de control sobre el cumplimiento de estos programas es limitada, puesto que cancelar un acuerdo significaría reconocer que los bancos privados a los que está asegurando queden expuestos al riesgo de reconocer la incobrabilidad de la deuda, que intentan evitar.

Es de prever que cuando se trata de sostener un sistema contradictorio como éste, los atrasos en los reembolsos, las reestructuraciones y la falta de pagos sean recurrentes, como de hecho ocurre, y pasado un período de inestabilidad, no redundan en ninguna penalidad para los países involucrados. Hacerlo contradiría la lógica de base del negocio. En los hechos, si bien casi no se registran defaults con el FMI, desde 1950 a la fecha se anotan más de 600 defaults soberanos, que conciernen casi exclusivamente a los países subdesarrollados.

A pesar de las presiones que el FMI efectúa, sus posibilidades también son limitadas. Sucede que romper un acuerdo por incumplimientos requeriría desautorizar a la ficción y sería tan lesivo como no firmarlo. Bajo estas circunstancias estructurales el margen de acción del gobierno de un país como la Argentina, que si bien no es desarrollado no carece de fortaleza, se amplía conforme la voluntad política actúe comprendiendo la realidad. El creer que el país debe sucumbir como víctima del FMI es una caricatura de la realidad mediante la que no se reconocen responsabilidades políticas.

(*) Analista económico.