Si la originalidad es –como quería Chesterton– el don de disentir con los demás, la clave será siempre quiénes son “los demás”. Para Hector Hugh Munro, fueron los aristócratas y burgueses británicos de comienzos del siglo XX, entre los que él mismo estaba, y que la originalidad de Saki –el seudónimo que Munro eligió para escribir ficción– haya logrado perdurar hasta hoy, a cien años de su muerte, remite tanto a su talento literario, a su prosa sofisticada y elegante, a su ironía sutil y punzante, como a la empecinada supervivencia de ciertos rasgos de clase, los que desnudan sus relatos de humor y de horror, desde la indiferencia social, la desaprensión y la apatía hasta la frivolidad y la hipocresía. Munro escribió crónicas políticas, novelas, teatro y una serie de cuentos que son parte de los clásicos de la short story y que todavía se leen con el mismo placer culposo e inolvidable que debió de sentir hace un siglo su público de ladies and gentlemen. De hecho, es difícil encontrar una antología sensata que excluya relatos como “Gabriel Ernesto” (el licántropo al que le gustaban los chicos), “La reticencia de Lady Anne” (el cese de las hostilidades matrimoniales), “El narrador” (de impiadosos cuentos infantiles), “Sredni Vashtar” (el hurón que atiende las plegarias de un nene), “Los intrusos” (dos enemigos se reconcilian con demora), “Esmé” (la amistosa hiena infanticida) o “Tobermory” (el gato que hablaba demasiado).
Aunque escribió casi aislado, la peculiaridad de Munro/Saki reconoce un sugestivo parentesco con autores de los que fue más o menos contemporáneo. Como Rudyard Kipling, fue un hijo del imperialismo británico, nacido en una colonia y criado bajo estricta disciplina lejos del afecto de sus padres; y en su obra, como en la de Kipling, los chicos y los animales son protagonistas recurrentes, víctimas y victimarios del injustificable mundo adulto (“llegar a los treinta es haber fracasado en la vida”, escribió Saki). Como Oscar Wilde, como Lewis Carroll, parece haber convivido con un íntimo deseo que contrariaba la moral dominante y también esa carga se puede leer en sus narraciones. Curiosamente, la carrera literaria de Munro empezó con textos que parodiaban a Kipling y a Carroll. Y su estilo, los elaborados epigramas de sus dandies, se emparientan, como observó Borges, con “las deliciosas comedias de Wilde”, por su delicadeza y levedad, por el “tono de trivialidad” y la “ausencia de énfasis” en relatos “cuya íntima trama es amarga y cruel”.
De familia escocesa, H. H. Munro nació en 1870 en Akyab, hoy Sittwe, entonces una de las ciudades birmanas sometidas por el imperio británico y donde su padre era oficial de la policía militar. Tras la muerte de su madre en 1872, Munro y sus hermanos mayores fueron enviados a Inglaterra, y quedaron al cuidado de sus tías, dos mujeres inescrupulosas y “turbulentas” que “se odiaban mutuamente con ferocidad”, según describió su hermana Ethel (las tías son personajes repetidos en los cuentos de Saki y rara vez quedan bien paradas, cuando tienen suerte y quedan vivas). Munro fue educado en casa por institutrices y sólo tres años en escuelas públicas y privadas (“no puede esperarse que un chico sea depravado hasta haber asistido a una buena escuela”, escribió Saki). Después de fracasar en el intento de seguir la carrera militar de su padre (duró catorce meses y siete ataques de malaria en Birmania), en 1896 se mudó a Londres para dedicarse a escribir.
Poco se sabe de su vida privada, en parte porque su hermana, tras escribir la primera (y, por décadas, única) biografía del escritor, destruyó sus cartas y papeles personales, y en parte por la extremada reserva que él mismo cultivó. Es comprensible, sobre todo si es cierto que era homosexual, como sostienen sus biógrafos modernos con razonables presunciones. Un año antes de que Munro se instalara en Londres se había producido el escándalo que llevó a Oscar Wilde a la cárcel (“nunca seas pionero –escribió Saki–, el primer cristiano es el que consigue el león más gordo”).
Su primer, insólito libro, una historia del imperio ruso, se publicó en 1900 sin mayor trascendencia, pero ese mismo año Munro comenzó a trabajar para la prensa. En el diario The Westminster Gazette escribió tres series de sátiras sobre la actualidad política: “Alicia en Westminster”, basada en Alicia en el País de las Maravillas; “El libro de la selva política” e “Historias no tan así” que, con menor éxito, parodiaban a Kipling. Fue la partida de nacimiento de Saki. Desde entonces y hasta su muerte escribió asiduamente cuentos cortos para diarios y revistas, mientras ejercía el periodismo como corresponsal en el extranjero o como cronista en el parlamento británico.
Sus relatos fueron recopilados en seis libros: Reginald (1904), Reginald en Rusia (1910), Las crónicas de Clovis (1911), Animales y superanimales (1914), Los juguetes de la paz (1919) y El huevo cuadrado (1924). Las clases acomodadas son protagonistas dominantes de los cuentos. Sus imposturas y miserias interesadas, su ociosidad y apatía, sus códigos y rituales son puestos en evidencia o son destruidos por un personaje excéntrico: puede ser un joven asexuado y amoral, distante e irónico, imperturbable, carente de afecto; puede ser un chico o un animal que, en ese caso, pondrá en juego el latente salvajismo a la sombra de la refinada civilización; pueden ser, también, las fuerzas de la naturaleza. En la sala de estar doméstica, en una reunión social, en un paseo por el parque, en una partida de caza por el bosque, casi siempre con el diálogo irónico como motor de la trama, las apariencias que reinan entre aristócratas y burgueses están bajo constante amenaza de una revelación macabra, de una broma despiadada, del chantaje o la venganza. “Las víctimas son suficientemente tontas como para no suscitar compasión: son personas maduras, con poder, y está bien que sufran humillaciones temporarias porque el mundo, a la larga, siempre está de parte de ellas –apuntó Graham Greene–. Saki, como un caballeresco salteador de caminos, sólo roba a los ricos: detrás de todos sus cuentos hay un excitante sentido de la justicia”. Pero no es lo único que hay. La paradoja de Saki es que, en esos mismos cuentos donde asedia a la alta sociedad, se trasluce su credo conservador, imperialista, racista, misógino y antidemócrata. De algún modo, era a la vez rebelde y reaccionario. “Quizá se podría decir –resumió L. P. Hartley– que odiaba aquello en lo que creía y creía en aquello que odiaba”.
Con el estallido de la guerra, la ambivalencia de Munro/Saki encontró una oportunidad para resolverse. A punto de cumplir 44 años y con una salud delicada, en 1914 se alistó en el ejército como voluntario; rehusó cumplir funciones administrativas e insistió en participar de los combates. En la madrugada del 14 de noviembre de 1916, en las trincheras de Beaumont-Hamel, recibió un disparo en la cabeza. Había elegido narrar su propio final. “Odio a la posteridad –había escrito Saki–, es tan aficionada a quedarse con la última palabra”.