Marcelo Tinelli ya no cortará las polleras de las bailarinas en su mega show televisivo, no pondrá en escena el baile del caño ni tampoco volverá a reírse en cámara de varones con peluca que hasta el año pasado cantaban en un sketch “me la como y qué”. “Quiero ser más responsable”, dijo el conductor antes de iniciar el ciclo de este año y atribuyó la toma de consciencia al doble efecto de su terapia y de las enormes movilizaciones #Ni Una Menos. Puede ser una postura, un intento de conseguir más y mejor prensa de la que tiene, una estrategia de marketing ¿pero cuándo la autocrítica sobre las actitudes machistas que -guste o no- dan rating le sirvieron al marketing?

 Algo cambió de manera irremediable desde el 3 de junio de 2015, para todos, para todas. Cada quien sabe íntimamente en qué medida, en qué hechos, en qué forma de mirar su propio cuerpo y el mundo, movió de eje su vida cotidiana. Tinelli es un eco de esos parpadeos que al batirse juntos, son capaces de empujar tempestades. Es como si se hubiera derribado uno sólo de los muros de un laberinto y después de esa primera opción todas la curvas se hubieran modificado, como si hacia atrás no hubiera rastros para volver, ni pan, ni piedras brillando a la luz de la luna, ni ganas de encontrarlas, más bien seguir adelante al encuentro de la bruja que no va a comerse a nadie si no a compartir hechizos; adelante, aunque no se vea la salida, empujadas por el deseo, lanzadas a la aventura, diferentes aventuras, rasgándose los pies a veces, con más o con menos ambición de perderlo todo porque ese “todo” hecho con los materiales del amo todavía da sombra y la sombra a veces se confunde con resguardo.

Hay quienes se sorprenden tapándose la boca justo cuando empezaban a decir a las hijas mujeres -y no a los varones- que tenían que levantar la mesa. Y quienes se descubren asfixiadas en la monogamia. Quienes eligen paladear un trago de vino sin culpa en lugar de correr a atender el bebé -y no dejarlo llorar por instrucción de un pediatra- y quienes deciden ligarse las trompas antes de los treinta o fugarse de la heterosexualidad obligatoria o divorciarse de una vez. Quienes empezaron a militar en una u otra agrupación como si agarraran pico y pala para derribar al patriarcado, quienes dicen ahora patriarcado y saben de qué hablan, quienes no saben pero quieren aprender y entonces andan de charla en mesa debate sobre cuestiones de género que hasta hace poco eran casi clandestinas. 

Dos años pasaron nada más desde aquella vez en que se ocupó masivamente la plaza de los Dos Congresos en Buenos Aires y cientos de miles de mujeres ocuparon su lugar a la intemperie en casi 80 ciudades del país. Aquel primer día se interpelaba al Estado en demanda de políticas públicas -que siguen pendientes- y también a la sociedad y los medios de comunicación. Los cambios culturales son muy lentos, no hay modificaciones rápidas, se decía entonces y todavía se escucha. Y sin embargo, hay escenas que hace poco más de 600 días eran posibles y otras que ya no. Aun con resistencias, aun frente a la represión de las manifestaciones feministas y a otros, muchos intentos de disciplinar esa fuerza rebelde que ahora, en la víspera del 3 de junio, se siente como un cosquilleo y una corriente cálida que pone a bullir la sangre rebelde y se siente en la garganta como preparando un aullido. 

 Y sin embargo en la misma semana, esta semana en que volvemos a la calle, la cara de Fernando Farré literalmente manchada con la sangre de la mujer con la que había estado casado ilustra las notas del comienzo del juicio en su contra. La instantánea fue tomada apenas después de que la apuñalara decenas de veces, con familiares de la víctima y profesionales que representaban al matrimonio como testigos, en la misma escena que se suponía una división de los bienes de la casa que habían compartido en un country. ¿Por qué el zoom sobre ese rostro una y otra vez? ¿a quién interpela? Las noticias dan cuenta de la elección de la defensa de un juicio por jurados para Farré y de las impugnaciones de la defensa del acusado sobre quienes lo integrarían: nadie que tuviera simpatía por el #Ni Una Menos -como si eso hablara de parcialidad, como si para juzgar a un supuesto femicida hubiera que estar limpia de la sospecha de manifestarse contra la violencia machista, como si se pudiera obviar todo lo que se dice cuando se dice Ni Una Menos. 

Mientras, en la calle y en ámbitos oficiales, la temperatura de la agitación colectiva que mañana será ríos de gente ocupándola en cada ciudad del país y en la mayor parte de los países de América Latina, otra vez un tres de junio, por tercera vez, se despliega y crece. El martes, los cuerpos desnudos y amontonados de las activistas del colectivo de arte FACC, señalaban en Plaza de Mayo y otros dos escenarios políticos -Tribunales y el Congreso de la Nación- una bandera con la inscripción “femicidio es genocidio”. El martes también, a destiempo pero sin poder desatender la voz de la calle, en el Congreso de la Nación se presentaron una serie de proyectos de ley que con el nombre de Micaela García, violada y asesinada en Entre Ríos, se proponen como herramientas de prevención de la violencia machista. El miércoles, otras activistas, de la Campaña contra la Violencia hacia las Mujeres, fueron a las puertas del Inadi y de la Defensoría del Público, a denunciar la inacción frente al machismo recalcitrante de Baby Etchecopar quien dijo al aire que el problema de la violación era responsabilidad de “la provocación” de las nenas “que salen mostrando las tetas y haciendo trompita”. También el miércoles, en la comisión de seguridad de la Legislatura de la Ciudad, la voz de algunas de las detenidas arbitraria y violentamente después del Paro Internacional de Mujeres del 8 de marzo pasado, se escuchará para dar prueba de la necesidad de controlar el uso de las fuerzas de seguridad. El jueves, en Tribunales, algunas de las detenidas el 7 de marzo pasado por hacer pintadas que convocaban a la manifestación del día siguiente, siguieron declarando ante el fiscal que las imputa por “daño agravado”. Hoy, al mediodía, se señalará al Banco Central como un punto clave de la precarización de nuestras vidas: en esa catedral de las políticas financieras, el Colectivo Ni Una Menos denunciará cómo el endeudamiento público condiciona a la obediencia de generaciones enteras sometidas a la precarización laboral y cómo esa violencia económica hace a las mujeres más vulnerables a la violencia machista. Y a la tarde, feministas de todo el continente latinoamericano se reunirán en asamblea antes de marchar el 3 de junio en Buenos Aires. Y todo el día, como toda la semana, las redes sociales darán cuenta de las mesas de debate en torno a temas de género, de las complicidades entre amigas que se juntan para llegar el sábado a la plaza pública, de los detalles de las columnas organizadas, de quienes acarrarearán bombos o banderas o solo contarán con su propio cuerpo pintado, sus performances o sus historias de vida a cuesta, dispuestas a repararla un poco en el abrazo colectivo y el grito común que es Ni Una Menos.

En ese vaivén entre el empoderamiento de enormes masas de mujeres y lesbianas -que provoca también a los colectivos lgbtiq a cuestionar agendas y alianzas- y el disciplinamiento es como se viene gestando el 3 de junio. Hay preguntas reiteradas que se suceden y las respuestas no son cerradas: ¿Se puede comparar a la violencia contra las mujeres con un genocidio? ¿Estamos hablando de una guerra contra las mujeres? ¿Somos las mujeres o los feminismos un grupo antagónico al poder? ¿Cómo explicamos que la rebeldía de cientos de miles se traduzca en una aceleración del ritmo escalofriante en que aparecen cuerpos femeninos masacrados? No se puede leer esta sincronía como una ecuación sencilla, de ninguna manera es aceptable seguir el guión del patriarcado que siempre devuelve la culpa sobre las víctimas. La jerarquización de las voces de las víctimas fue uno de los primeros efectos de aquel 3 de junio de 2015 en la Plaza de los Dos Congresos. Al día siguiente, nada más, las denuncias a las líneas de ayuda se multiplicaron por diez. Todavía ahora ese ritmo de denuncias no recibe la asistencia necesaria desde los organismos del Estado pero es el Estado el que tiene que dar respuesta y no las que son victimizadas las que tienen que dejar de denunciar. Muchos medios de comunicación, a través de opinólogos perfectamente elegidos, alientan la demonización de las marchas como responsables del incremento de la violencia contra las mujeres. En el diario Perfil, por ejemplo, se consultó al mismo siquiatra forense que dijo que dos chicas mendocinas asesinadas en Ecuador habían buscado su propio destino por viajar “solas”, aun cuando estaban juntas, para abonar a la teoría de que las marchas #NiUnaMenos crispan a la sociedad y alientan la violencia. Del mismo modo se amplificó desde diversos medios la voz de una vedette que recomendaba no transmitirlas por televisión. No logran disciplinar la rebeldía, no alcanzan para meter miedo ni para tapar el entusiasmo; pero no puede dejar de advertirse que la potencia que se siente en la calle también la leen quienes se sienten amenazados en sus privilegios. A las marchas y a los dos paros de mujeres que se hicieron en estos dos años siguieron llegando de a miles. Igual que a los Encuentros Nacionales de Mujeres que en 2015 y 2016 duplicaron la cantidad de asistentes llegando a marchar 100 mil en Rosario, al cierre del último ENM. Y es que no se consigue siquiera con represión frenar la marea que también modificó las costas de otros continentes. El 7 de noviembre de 2015, España tuvo su propio Ni Una Menos, el 24 de abril de 2016 las manifestaciones feministas tomaron las ciudades de México al grito de Vivas nos queremos, el 1 de Junio de 2016, Brasil, las mujeres salieron a protestar en contra de la cultura de la violación, el 3J de 2016 Argentina sumó a la consigna Ni Una Menos el Vivas Nos queremos mexicano, el 3 de octubre en Polonia las calles se llenaron de mujeres, el 19 de octubre de 2016 tomamos otra vez las calles de nuestro país y el Paro Nacional de Mujeres empezó a hacerse internacional. El 26 de noviembre de 2016 las italianas salieron a las calles a decir Non una di menno, el 21 de enero, en Estados Unidos y otras 600 ciudades del mundo se repudió la misoginia del presidente Donald Trump a un día de electo, el 8 de marzo fueron 50 países organizando un Paro Internacional. Y ahora, este 3 de junio, las acciones se suceden en la mayoría de los países de esta región del sur. Ninguna de estas movilizaciones puede leerse separada de las otras, estamos envueltas en la misma marea. 

¿Tiene sentido seguir convocando a la calle si no hay nada concreto que se pueda conseguir? ¿No se corre el riesgo de ritualizar una manifestación y que sea sólo aniversario de un hecho que al evocárselo se vuelve romo? ¿Cuál es la política pública específica que están demandando? ¿Quieren la declaración de la emergencia en violencia de género, la caída de una funcionaria? ¿Qué quieren? ¿Cómo se calmaría la rabia? ¿Un ministerio de la mujer, qué? La lógica del patriarcado exige eficiencia, la íntima complicidad con el capitalismo la pide, más que a gritos, a berreos de bebé desorientado. Si este 3 de junio se mece entre el empoderamiento y la reacción disciplinadota, también se marea entre la pulsión al cinismo y la demanda de eficacia; posiciones de altura, como felinos apostados en las paredes más altas del cañadón por el que pasa la estampida. ¿Es que acaso no va a jugar de alguna manera determinada el feminismo en las próximas elecciones? Como si no hubiera otra forma de hacer política que participando con listas o detrás de determinados nombres bajo las reglas de la democracia formal. Los dos paros de mujeres del año pasado fueron una enorme apuesta política y lo que emergió de esa puesta en cuestión de las nociones de trabajo -jerarquizando también a las economías populares y poniendo en primer plano la división sexual del trabajo-, la disputa misma sobre la hegemonía de la herramienta de la huelga y las alianzas insólitas que se produjeron durante los días revoltosos del verano dejaron huella política: desde octubre, casi como una constatación capilar, el número de delegadas mujeres aumentaron en los sindicatos. Pero sobre todo, ya no se puede hablar de violencia contra las mujeres -y otras identidades vulneradas por el patriarcado- sin cruzar sus razones con la vulnerabilidad económica, con los sistemas financieros que se aprovechan de esos rasgos de género que se nos imponen y que cumplimos tantas veces, tanto tiempo, tan resignadas. Por nuestros hijos y nuestras hijas, nos encorvamos sobre las mesas de las cocinas a hacer cuentas, a multiplicar el trabajo invisible, a inventar maneras de sostenernos. Los organismos internacionales de crédito lo saben; si se trata de fabricar escobas, hay que prestarle plata a las mujeres porque no importa cómo ellas pagan. El género y la clase, el género y el lugar en el mundo del trabajo y por ende, el lugar en el mundo -porque no es lo mismo una trabajadora migrante sin documentos que una oficinista porteña- no son cruces nuevos pero sí es cierto esas intersecciones se llenaron masivamente de cuerpos que podían relatarse de otra manera. Esto es algo que se consiguió en la calle, con los paros, una manera de profundizar las razones de la violencia desplegándolas, leyendo las propias historias de vidas en muchas capas. 

¿Y no es algo que se consiguió esa forma de hacer comunidad con otras para caminar del brazo, de sentirse narradas por los cantos y por los cuerpos de las otras, de saber con la otra de la profunda transformación de nuestras vidas?  Que no mutan sólo en el puro presente si no que recrean su propia genealogía y así es como las Madres de Plaza de Mayo, 40 años después de haber dado las primeras vueltas a la Plaza se reconocen ahora feministas porque entienden el feminismo como una forma de enfrentarse al poder. Y las feministas, que hace 40 años no terminaban de dialogar con estas amas de casa recién salidas de la cocina -salvo excepciones contadas como las de René Epelbaum y Laura Bonaparte, feministas convencidas-  hoy encuentran en las locas de la Plaza su lengua, su saber de sobrevivientes, su modo de poner en común la fragilidad que en definitiva, es lo que estaremos haciendo mañana en la calle. 

Cobijo a cielo abierto cuando se está en la calle, respaldo para la acción feminista que se derrama en los barrios, en las casas, en las escuelas, los lugares de trabajo, los sindicatos, los territorios y las universidades; contraseña para nombrar lo que no queremos reescrito cientos de veces: NI Una menos en las cárceles, Ni Una Travesti Menos, Ni Una Trabajadora Menos, Ni Una Migrante Menos, Sin aborto Legal no hay Ni Una Menos. Ni Una Menos para que los nenes y las nenas entiendan que el rosa que no se elige es una cárcel y el que no se permite también. 

Nosotras nos apropiamos de la palabra: hablamos de revolución. Y es una constatación cotidiana que se está produciendo una revolución sensible, micropolítica, una ebullición como de volcán activo aunque entre en letargo que ya no quiere seguir resistiendo si no ampliando los espacios de libertad, reclamando autonomía para los propios cuerpos y decisiones, poniendo al deseo en su lugar de motor de la vida. Rasgándose los pies en el camino, peleando con las miserias propias, contra las muchas formas en que quieren disciplinarnos, contra la represión más concreta y contra la simbólica, porque vivas y libres nos queremos, mañana vamos a tomar las calles otra vez. Ni Una Menos.