Un año y medio tardó Miguel D’Agostino en hallar el lugar donde había estado secuestrado tres meses durante la última dictadura cívico militar y unos 20 en confirmarlo. De aquella mañana de sábado de abril de 2002 en la que una pala mecánica se clavó en un terreno ganado por la autopista, en Paseo Colón y San Juan, ciudad de Buenos Aires, y descubrió las paredes de lo que había sido el centro clandestino de detención, tortura y extermino conocido como “Club Atlético”, hoy se cumplen dos décadas. Miguel D’Agostino y Ana María Careaga, dos sobrevivientes de ese campo de concentración, reconstruyen aquel momento en diálogo con este diario.

El 86 no venía y Miguel, parado en la Avenida Paseo Colón entre Cochabamba y San Juan, miró el horizonte. Unas palas mecánicas y otras maquinarias demolían un edificio en la vereda de enfrente, fuera de foco. En eso, prestó más atención al centro de la manzana que se estaba quedando sin construcciones y a la que pronto le pasaría una autopista por encima. “Quedé paralizado, las celdas en donde había estado encerrado aparecieron frente mío, claramente”, recordó. Era “algún día” de principios de abril de 1979 y Miguel regresaba a su casa, en Castelar, de uno de los tantos recorridos que hacía por semana en la Ciudad de Buenos Aires, en búsqueda del infierno.

“Cuando me liberaron fui a avisarles a las familias de las personas que había visto dentro del campo de concentración. Ellos me preguntaban dónde era eso, dónde quedaba y yo no sabía qué responder. Ahí me di cuenta de que tenía que averiguarlo”, explicó.

Tenía 18 años la noche del 30 de septiembre del ‘78 cuando uno de sus captores fue a buscarlo a la celda que lo “alojaba” en el Club Atlético. Lo llevó a cambiarse. Le dieron una camisa que pertenecía a un secuestrado. "Era de Juan --dice--, que cuando me vio dijo: ‘Por lo menos algo mío sale en libertad’”. Juan era uno de los "destabicados". Además de la ropa, le dieron un pantalón pijama y pantuflas. Lo subieron a un camión “de esos que transportan alimentos” junto a otro hombre, más grande y de quien nunca supo el nombre. Los “tiraron” en el Hospital Borda.

Los días siguientes a su liberación repartió el tiempo entre materias adeudadas del último año de secundaria, el servicio militar obligatorio que cumplió en Campo de Mayo y la búsqueda del sótano donde había estado cautivo. De allí se había llevado dos datos: que el lugar pertenecía a la Policía Federal –había encontrado el nombre de la fuerza represiva impreso en una cuchara y en un tacho de basura– y que quedaba cerca de la cancha de Boca. De su liberación, uno más: que para dejarlo en el Borda la patota había subido y bajado un puentecito leve. Al principio creyó que era alguno de los puentes que cruzaban el Riachuelo –el Bosch en Avellaneda– así que dibujó una especie de rectángulo en un mapa de la Ciudad de Buenos Aires que incluía el estadio, el Riachuelo, el neuropsiquiátrico. Y empezó a “recorrerlo por dentro, de ida y de vuelta. Después me puse a caminar por las Avenidas Montes de Oca y Paseo Colón, porque recordaba que era un lugar transitado. Buscaba edificios donde entraran y salieran autos policiales, o Falcón”, relató y recordó que se había quedado “enganchado un tiempo con una comisaría que estaba sobre Montes de Oca pensando podía ser esa”. Finalmente lo descartó.

Hasta que llegó aquella tarde de principios de abril de 1979. Y en la demolición del edificio del Servicio de Aprovisionamiento y Talleres de la División Administrativa de la Policía Federal lo descubrió.

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El Club Atlético funcionó en el sótano de aquel edificio de la Policía Federal. El lugar, ubicado en la manzana delimitada entre Paseo Colón, Azopardo, San Juan y Cochabamba, al sur de la ciudad de Buenos Aires, fue uno de los centros clandestinos que el Primer Cuerpo del Ejército tuvo a su cargo dentro del territorio porteño. Con los otros campos de concentración llamados Banco y Olimpo, completó el circuito represivo conocido como ABO: los tres lugares estuvieron a cargo de los mismos grupos de tareas, conformados en su inmensa mayoría por efectivos de la Federal. El Atlético estuvo activo entre principios y finales de 1977; fue dado de baja porque el edificio debía ser derribado: sobre el terreo construyeron una de las vías de la Autopista 25 de Mayo. Tras la reconstrucción que llevaron, y llevan, a cabo les sobrevivientes pudieron establecer que allí estuvieron secuestradas de manera clandestina unas 1500 personas.

“Se manejaron con una impunidad total porque creyeron que habían enterrado el horror para siempre”, consideró Ana María Careaga, otra sobreviviente del campo que, como Miguel y tantos otros –Mario Villani, Carmen Lapacó, Delia Barrera entre les más recordados–, trabajaron en la reconstrucción muchos años antes de que una máquina excavadora confirmara lo que denunciaron durante décadas: que su infierno estaba bajo ese pedazo de tierra.

Después de aquel hallazgo en abril de 1979, Miguel D’Agostino volvió varias veces a la demolición y el 13 de ese mes le escribió a su hermana, que estaba en el exilio en Holanda, para contarle que había encontrado el centro clandestino. En 1984 lo denunció ante la Conadep, pero no era el único que contó ante la Comisión que había estado en un lugar de características similares. “Ruidos de cadenas, ruidos de vehículos, apodos de represores, una mesa de ping pong en el lugar. En la Conadep escuchaban datos similares y nos ponían en contacto entre nosotros”, apuntó Careaga, que tenía 16 años cuando fue secuestrada, a mediados de junio de 1977 y liberada el mismo día que Miguel. Junto a les otres denunciantes solicitaron entonces la excavación del lugar. No lo consiguieron, pero sentaron precedente.

A mediados de los 90, junto a un grupo territorial del barrio que se llamaba Encuentro por la Memoria del que participaban integrantes del Servicio Paz y Justicia (Serpaj), la Asociación de ex Detenidos Desaparecidos y otres sobrevivientes y familiares empezaron a pensar actividades artísticas, murgas, recitales, choripaneadas para llevar a cabo en el lugar. El “Atlético” fue uno de los primeros ex centros clandestinos señalizados por la sociedad civil. Tiempo después, el reclamo lo tomó Abel Fatala, que entonces era concejal de la Ciudad de Buenos Aires. El proyecto de excavación recién pudo ser posible en 2002. Fatala era secretario de Obras y Servicios Públicos porteño y Gabriela Alegre estaba en la Dirección de Derechos Humanos. “Fue un debate muy fuerte y concurrido del que participaron no solo sobrevivientes y familiares de víctimas del Atlético sino todos los organismos de derechos humanos, Madres, Abuelas, HIJOS. Entonces, la excavación del Atlético era una llama de esperanza en cuanto a política pública”, recordó D’Agostino.

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Las máquinas llegaron a Paseo Colón entre Cochabamba y San Juan la mañana del 13 de abril de 2002. Sobrevivientes y familiares usaron un mapa del edificio de la Federal que D’Agostino había conseguido en Aguas Argentinas y un croquis que habían consensuado de la estructura: dos sectores de celdas separados por los “quirófanos”, como los represores llamaban a las salas de torturas, los baños, el pañol, la enfermería, una escalera.


El primer pozo dio a la nada. “Había un error de cálculo y se excavó en otro lugar. Reacomodamos y entonces sí, se empezó a desvelar, en el sentido de sacar el velo, lo que allí había. Y fue impresionante”, recordó Careaga, que insistió en “el nivel de impunidad con el que actuaron que ni siquiera se habían tomado el trabajo de sacar las cosas que habían usado”. La excavación descubrió cadenas con las que les secuestrades eran engrillados, ropas que habían usado, fragmentos de uniformes y cachiporras de los represores y hasta una pelotita de ping pong.

Pasaron 20 años y, hasta ahora, solo pudo excavarse un 20 por ciento de la estructura del centro clandestino: la enfermería, el Consejo donde los represores “bajaban” la información de inteligencia y registro del funcionamiento del lugar, el ascensor, parte de los baños, parte del pañol. Recién a fines del año pasado comenzaron a efectivizarse las obras de remoción del talud de tierra que sostenía la autopista que cubría el lugar, que impedía continuar. Se prevé que en el transcurso de este año puedan avanzar los trabajos, que tienen “una importancia fundamental” para quienes pasaron por allí y sobrevivieron así como para familiares de quienes no volvieron más, opinó Careaga.

Desde el punto de vista jurídico los hechos que tuvieron al Club Atlético como escenario del terrorismo de Estado están probados –hubo cuatro juicios y en junio comienza un quinto–. Sin embargo, concluyó Careaga, “la Justicia no puede reparar en todo la historia que vivimos. Hay un aporte que solo hace el reencuentro con el espacio concreto, es un modo de intentar tramitar y simbolizar algo de lo imposible del horror”.


*D’Agostino y Careaga participarán este miércoles a las 12.30 en el Espacio memoria que funciona en la exESMA compartirán un conversatorio a propósito del 20° aniversario de las excavaciones en el Atlético junto al secretario de Derechos Humanos, Horacio Pietragalla Corti, el juez federal Daniel Rafecas y referentes de organismos de derechos humanos.