La semana pasada, después de terminar un libro aburridísimo, me di cuenta que la mala literatura tiene algo muy luminoso: Despertar la esperanza por descubrir buenos escritores. Cuando uno percibe la interna de un espacio, el tiempo deja plasmada una frase que lo sintetiza. Generalmente la interna es la violencia sutil que se ramifica en el pasillo de las promesas no cumplidas. El mejor ejemplo de la dicotomía en un mismo universo lo citó, si no me equivoco, Don Julio Cortázar en el ida y vuelta de sus publicaciones: “Cuando les hablo de publicar literatura, las editoriales me contestan con las necesidades del mercado y cuando les pregunto por el dinero, las editoriales me contestan con literatura”.

El dilema de la humanidad es la contienda entre la utopía y su administración, donde la construcción épica de la zanahoria es fundamental para el garrote.

La vida cotidiana y sus internas son la expresión de un lenguaje en lo universal y se entienden sentados en el cordón de la vereda.

Debe ser por esa razón que el economista televisivo encontró un lenguaje familiar con metáforas de remisería para abordar la ciencia abstracta del Dios dinero. La resolución práctica de lo complejo puede darle el prestigio para aspirar a un cargo o a la banda presidencial.

Con la misma temática vemos que el cielo y el mostrador han sido enemigos necesarios en la historia. Decido, entonces, ir de lleno a la interna de todos los días, entre el taller y la oficina, en el mundo del trabajo bonaerense. Allí donde las horas vuelan para llegar al sueño de la casa propia.

En las sagradas escrituras donde la épica le dio origen al vino como sangre de Cristo, el trabajo está presente en la poesía del pescador para caer en las manos del comercio. El dilema eterno entre mercader y el trabajo con las manos.

Por esa misma razón abro el radar de la antropología para captar que sucede en el lenguaje del universo laboral por estos días y tomar la General Paz para bajar en altura Ciudadela y entregarme a la Avenida Rivadavia al fondo. Cuando paso el mosaico de boliches, con la resaca de un sábado matinal en Ramos Mejía, gana el recuerdo del mítico Juan de los Palotes. En la infancia me hacía imaginar a un hombre clavando palos gigantes en el bosque, que ganó la noche en los años 70.

Al fondo, ya casi en Haedo y pasando la zona militar, me da la pista para aterrizar desde una calle transversal unas 50 cuadras adentro, en un taller de Villa Luzuriaga donde se hacen trabajos de fresado y tornería.

Cuando paso la cortina metálica, de fondo suena “hacer un puente” con la viola de Fran Aguilar y el bajo de Lucas Rocca. Con vos alta, por encima de la música, me anticipan que los sábados cierran a las 13 porque hay un asado y están atrasados. Pienso, entre una especie de comedia musical y balancines con virutas bajando, que lo mejor es volver en la semana con más tiempo. La biblioteca improvisada en las paredes de una sala ochentosa, con sillones de algarrobo, me llamó la atención con un texto de Roberto Arlt que vi como pieza teatral, años antes, en la manzana de las luces. "La isla desierta", un cuento donde la oficina en un astillero puede abrir la inquietud de ser libres.

Me interrumpió un grito furioso por la disputa en gobernar la agenda de la producción y las prioridades del taller que me tenía de visitante. Más allá de ese hecho anecdótico también salió a la luz el morbo del poder del oficinista ascendente frente a la rebelión de los muchachos que ponen el cuerpo en el banco de trabajo.

La discusión marcó una serie de comentarios entre los cuales subrayé uno: En este país la solución es tener más talleres y menos oficinas.

La herida tácita del lugar donde los trabajadores son guerreros de la batalla diaria por cumplir los objetivos trazados, me hace tomar partido sin dudarlo. Allí veo colgado un San Cayetano y el almanaque de 1987 donde la gatita de Porcel sugiere lo prohibido.

Detrás del vidrio, como si fuera una metáfora de la exclusión elitista, se escucha que es imposible dar órdenes y a pie juntillas pedir perdón por si alguien se ofende. Pese a las distintas corrientes del pensamiento, los templos laborales del conurbano tienen como lema el verbo “resolver”. Hay que ir a los bifes cuando hay una orden y en esas tensiones la democracia es para los libros.

Suena la radio que maravilla a los que se sientan en el espacio con cerramiento de aluminio y aire acondicionado. El televisor prendido con el mute de audio gesticula con los slogan de la intolerancia.

La tensión es entre compañeros, solo se diferencia por el perfume de oficina y el olor a taller.

En uno de los casos, el que estaba antes en taller y ahora en oficina dijo a los que usan las manos: no rechacen facultades, que en el ejercicio del trabajo tal vez tengan que usar en un posible cambio de puesto.

El que habló fue designado por el dueño en su lugar para comandar las jornadas de haberes y deberes del taller y la oficina.

Observé en silencio la situación y eso me hizo pensar las consecuencias de las reformas laborales, los cambios de oficios y la disputa de poder por los territorios. La tornería parecía la analogía teatral de esa hipótesis. En el horizonte inmediato aparece la problemática del trabajo y como reubicarse en las necesidades actuales.

Lo que luego salió a la luz es que el patrón no estaba yendo hace tiempo porque tuvo un pico de estrés en pandemia y quedó internado en un neuropsiquiátrico porque se angustiaba al no poder pagar los sueldos de su PYME.

Buscar una conclusión frente al panorama de la diversidad de internas laborales que rigen la producción y el desarrollo nacional, me hace pensar que todo proyecto transformador nace en lo sentimental.

Me recuerda a “1984”, película dirigida por Michael Radford. Allí el protagonista defiende sus sentimientos en la interna de la información. El lema es: “La guerra es paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es fuerza”.