En mi vida conocí mucha gente mala, pero como el párroco de la iglesia del pueblo, ninguna. Era un hombre bajo, con tendencia a la esfericidad, de movimientos intempestivos y cortos, como si funcionara con un sistema propio de corriente alterna. Tenía unas cejas formidables, donde podía darle uso al peine, innecesario en la cabeza. Esas cejas hacían de cornisa protectora de sus ojos, líquidos y verdes, que parecían haber pertenecido a otro rostro.

Mientras los mayores le decían “padre” de aquí, “padre” de allá, para nosotros era el fraile Satán. No permitía que subiéramos al campanario, era capaz de pasar con un cesto de sandías o duraznos frescos y jamás convidaba, se negaba a instruir a la comunidad en la doctrina de la Iglesia, les sacaba el cuerpo a los funerales, nunca estaba cuando hacía falta y lo más perverso de todo: no nos dejaba usar la canchita que había al fondo de la iglesia. Era de tierra pelada y reducida, pero estaba enfrente de la plaza, una ventaja para todos nosotros. El fruto prohibido.

No supimos los motivos, pero yo estoy convencido de que era por haragán. Abrir la puerta con alambrado, fijarse en que todo estuviese en orden, aleccionarnos para que no hiciésemos ningún estropicio, todo eso lo estresaba y empeoraba su malhumor promedio.

Cuando se es niño, en cuestión de días se puede pasar por varias fases: la etapa diligente, la desobediente, la heroica, la temerosa. Yo estaba sumido en una breve e intrascendente fase heroica un día, a la hora de la siesta, en el que me metí en la iglesia, llegué a la sacristía, descolgué de un tablero donde Satán colgaba las llaves la de la puerta del ciocé, como se dice en piamontés, y subí.

La escalera estaba sucia, llena de tela de araña, con manchones que parecían de aceite de auto, pero llegar a la cima compensó esa falta de incentivos: mirado desde allí, el pueblo mostraba los techos de las casas y adquiría, de una manera primitiva, cierta inocencia, la de la desnudez. Aquella tarde la luz estaba pesada, como maicena, y cruzaban por el aire bandadas fosforescentes de húmeros de difuntos, en dirección al poniente.

Para escapar, usé el refectorio, que daba al pasillo de la canchita. Nunca le conté a nadie esa excursión hacia los astros.

En aquellos años, la misa se daba en latín y de espaldas a los fieles. Fray Satán leía encorvado, como un psíquico en un trance doloroso. Mientras lo hacía, no podía estarse quieto, a su manera entrecortada, y no faltaba la mañana de domingo en que embistiera al monaguillo. “Parece que tiene el mal de San Vito”, decían los feligreses. Algunos utilizaban la expresión “el baile de San Vito”.

Yo no entendía una sola palabra de sus latines (ni de los de él, ni de los de otros), pero tenía en el oído el piamontés, y me daba la impresión que las letanías de Satán se emancipaban de las palabras sagradas para recalar más cómodamente en aquélla lengua de consonantes cortas. … e nen noi fane tombé an la tentassion, no nos hagas caer en la tentación, latín no era. Lo dicho: un haragán redomado, un farsante.

Al verano siguiente, Fray Satán había agregado una inesperada destreza a su ínfima lista: según me contaron los pibes la tarde misma en que llegué, ahora le daba por curar. Seguía propinando puntinazos en las canillas, tirando del pelo en los temporales –donde más duele–, pegando coscorrones con sus nudillos despiadados, es decir, faltos de religión, no abriendo la puerta de la capellanía, cuando llamábamos y sabíamos que él estaba del otro lado. Pero ahora, curaba.

Se especializaba en la irresponsabilidad del alma, locura sistematizada, abulia catatónica, ruina cerebral y parálisis histérica. Él decía que aplicaba “un programa moral, en forma de grageas curativas de los agentes higienistas, que aliviaban y traían el sosiego del alma, desdeñando el ‘espíritu socorrista’ en su intervención”. Hasta el día de hoy no sé qué quería decir, pero me lo acuerdo patente. En esencia, practicaba el empleo de recursos espirituales según el área específica del sufrimiento.

Se decía que prescribía el uso del "Polvo de James", una combinación de calomel y emético tártaro, que recomendaba el sangrado regular, los baños de mar (para lo que sus pacientes usaban la más próxima Mar Chiquita), e infusiones cardiotónicas y preparados fosforilados.

Como yo vivía en la casa de mi nonna, a media cuadra de la iglesia, podía ver a la hora de siesta el peregrinaje de dolientes, exclusivamente mujeres, mientras sus maridos, labriegos de brazos como troncos, descansaban del madrugón y de la cosecha y triturado del cereal.

De entre ellas, destacaba una joven, vestida siempre como una sufragista, a la que el marido había abandonado y desparecido de la casa de su madre, ya fallecida, por lo que vivía sola. En mi casa decían que por “tonta”, por “no haberle dado hijos”, por no “ganarle el estómago”, y –como es sabido–, porque mujer que no es buena en la cocina, “no es mejor en otra habitación de la casa”. Ella, bonita y acicalada, asistía cada vez con mayor frecuencia.

Fue en ese mismo verano que Fray Satán desapareció un sábado. La gente se enteró el domingo, porque no dio la misa. A los tres o cuatro días, que también faltaba la moza. Nunca se volvió a saber de ninguno de los dos. La bella casa materna de ella fue cayendo en el más absoluto abandono.

Cuando se corrió la voz, nuestra banda fue corriendo hasta la canchita, a hacer lo que nunca habíamos podido: patear hasta rompernos las Skippy, unas sandalias que te dejaban los pies llenos de tierra y hediondos. Llegamos y estaba cerrada. Malo hasta el final, el fraile no había dejado las llaves.

Yo, recordando mi fugaz fase épica, me trepé al alambrado y a caballo de la cumbrera los ayudé a los pibes a entrar de a uno. Jugamos hasta bien entrada la noche, cuidando que la pelota no se nos fuera por encima de los alambres.

Pero lo hice porque habíamos soñado mucho con ese momento, por solidaridad. En realidad, lo que hubiese preferido habría sido abrir el campanario, invitar a los pibes, y que todos viésemos, apretados, los matorrales de tejas que se incendiaban hacia el poniente, el canesú de la noche metiéndose en el estuche del viento.

 

Creo que fue la primera vez que entendí qué quería decir “libre como un pájaro”. La primera que lo sentí, seguro.