La extrema derecha perdió por tercera vez en una segunda vuelta presidencial en Francia en veinte años. La primera ocurrió en el 2002, cuando Jean Marie Le Pen obtuvo 17.79% para un total de 5.525.032 votos frente a Jacques Chirac, la segunda con Marine Le Pen en el 2017 con 33.9% equivalente a 10.644.118 votos, frente a Emmanuel Macron, y finalmente el pasado domingo con nuevamente Marine Le Pen que logró 41.46% con 13.297.760 votos, perdiendo contra el reelecto presidente.
La tendencia es entonces clara en términos numéricos: la extrema derecha es un actor estable, fuerte, que incrementa su peso presidencial tras presidencial. El aumento puede leerse de varias maneras. Por un lado, producto de la estrategia de Marine Le Pen de deshacerse de los elementos explícitos de extrema derecha, incluido su propio padre Jean Marie, para construir un discurso en clave nacionalista-soberanista. Por otro lado, los cambios permanentes en sus propuestas económicas, del reaganismo de los ochenta a un discurso actual de Estado más fuerte, en contraposición al “mundialismo” con el que Le Pen confronta políticamente.
En tercer lugar, por su apuesta a un sujeto sobre el que crecen varias extremas derechas, como Donald Trump o Vox: sectores rurales, semi-rurales, de ciudades intermedias, zonas desindustrializadas, fuera de las narrativas dominantes, “esa Francia demasiado olvidada”, como la nombró Le Pen el domingo en la noche. Esa Francia en la que antes tenía fuerza el Partido Comunista, y fue abandonada por el Partido Socialista que centró su estrategia en los centros urbanos, liberales, universitarios. Una expresión de ese sujeto olvidado fue la revuelta de los chalecos amarillos, a quienes Macron calificó de “multitud llena de odio”.
La conjunción de los elementos explica cómo Le Pen se construyó en una figura representante de una franja del país perdedor en la globalización, con un discurso soberanista con “preferencia nacional”, es decir contra los inmigrantes, planteo casi-moderado frente a Éric Zemmour, cuarto en la primera vuelta con 7%, con un discurso ant-islámico y civilizacional. Le Pen niega ser de extrema derecha al igual que muchos de sus votantes también: la candidata sabe que no puede construir una mayoría social/electoral sobre esa identidad.
Otro elemento la favoreció: enfrentarse a Macron, presidente neoliberal, elitista, “de los ricos” como muchos lo califican, representante del país ganador, urbano, defensor del statu quo que empeorará como lo anunció con su plan de prolongar la edad de jubilación. Los números del reelecto presidente dan cuenta de su bajo apoyo: disminuyó de 66.10% en 2017 a 58.85% en el 2022 con cerca de 1.5 millones de votos menos, resultó el candidato menos votado desde 1969, y, según una encuesta de Ipsos-Sopra Steria, 42% de quienes lo eligieron lo hicieron para impedir que gane Le Pen.
“Numerosos compatriotas votaron por mí no para defender las ideas que llevo, sino para impedir que pase la extrema derecha”, afirmó el reelecto presidente la noche del domingo, algo que también había reconocido en el 2017, al igual que Chirac en el 2002. Macron necesitaba enfrentarse a Le Pen para tener mayores posibilidades de ganar, Le Pen necesitaba hacer frente a Macron para crecer. La abstención derivada de ese escenario, con aire de resignación para muchos, fue 28.5%, la segunda más alta en la historia de la Quinta República iniciada en 1958.
Queda ahora lo que se conoce como la tercera vuelta: las elecciones legislativas que tendrán lugar el 12 y 19 de junio. De la mayoría resultante emergerá el primer ministro. Jean Luc Mélenchon, candidato de izquierda, tercero en la primera vuelta, realizó un llamado para lograr esa mayoría y llegar a ser primer ministro. El escenario no parece sencillo para el hombre que logró un buen resultado el 10 de abril a 1.5 puntos de Le Pen, con un discurso de izquierda, nacional, popular, ambientalista, no alineado internacionalmente, y logró un fuerte apoyo en la juventud, ciudades importantes y periferias urbanas llamadas banlieues.
Mélenchon deberá trabajar de cara a las legislativas en la reunificación de una izquierda fragmentada, ante dos extremas derechas que aún no se sabe si se unirán, y una fuerza presidencial que traccionará votos de centro-izquierda y centro-derecha en el cuadro de hundimiento de los dos partidos que forjaron el bipartidismo de la Quinta República, el Partido Socialista y la derecha tradicional.