En este preciso momento, los titulares internacionales se están haciendo un festín con el caso televisado como si fuese un reality show de alto voltaje del litigio por difamaciones entre los actores Johnny Depp y Amber Heard. La violencia que ambos acusan de haberse ejercido, los detalles truculentos de los testimonios y el ver a Depp en el estrado y a Amber llorando frente al jurado convirtió a este juicio en una performance morbosa que disparó clicks, debates en tuiter, notas de opiniones contrapuestas y raitings. En definitiva, la violencia doméstica que denunció Heard en una nota que ella misma redactó para el Washington Post pasó a un segundo plano, sobre todo cuando se empezó a dudar de su salud mental y, por lo tanto, eso horadó su legitimidad. 

Por otro lado, la narrativa que prevaleció y se viralizó, sobre todo entre quienes fueron golpeados o se sintieron amenazados por la ola del “Me Too”, es clara: las mujeres pueden ejercer falsas acusaciones de maltratos y pueden acabar con la carrera de hombres inocentes.

Hace 16 años no existían las redes sociales ni los hilos calientes de tuiter; tampoco había rastros de un feminismo organizado e institucionalizado con el poder de poner en agenda y cuestionar el tratamiento mediático sobre los femicidios que, en esa época, eran -mal- abordados bajo la figura de crímenes pasionales. Sin embargo, como en el caso Heard-Depp, no faltaron los juicios transformados en ficciones audiovisuales con todos los ingredientes para crear un show virulento y revictimizante.

La violencia mediática del caso Nora Dalmasso

En noviembre del 2006, Nora Dalmasso fue hallada asesinada en su casa en un country de Río Cuarto, Córdoba, estrangulada con el cinto de su bata de baño y golpeada con un elemento contundente. Ella no sólo fue víctima de un femicidio, sino de un circo mediático que se gestó alrededor de su muerte y que tuvo a su sexualidad como centro gravitacional de la investigación y de los informes periodísticos que siguieron su caso, para convertirlo en tema de interés nacional. 

Desde las remeras que rezaban “Yo no estuve con Norita” hasta titulares que informaban que “Le harán ADN a los 18 amantes de Nora”, pasando por todo tipo de especulaciones sobre su vida privada y hasta la presunción que se acostaba con su hijo que, entonces, tenía 19 años. Además de la macabra difusión en televisión y en horario central de su cuerpo durante al menos veinte minutos en el canal América, donde se detalló cada centímetro la escena del crimen, como recordó la cronista Marcela Ojeda en el podcast “Nuestro Día”.

En definitiva, los medios afilaban los dientes a la hora de señalar sistemáticamente los supuestos comportamientos reprochables e inmorales de esta “señora bien” de la elite de Río Cuarto, a quien acusaron con saña y goce de haber participado de orgías u actos incestuosos, entre otras elucubraciones. Como si su posible vida sexual, construida como “non sancta”, fuese un motivo o un atenuante de su homicidio. Todo esto, bajo una lógica disciplinante y patriarcal de violencia mediática que le daba rienda suelta a todo tipo de chismes y rumores escabrosos con el objetivo de generar interés y rating. 

Salvando las obvias distancias de clase, el tratamiento mediático de su caso remite al infame titular del femicidio de la adolescente Melina Romero, descripta como “una fanática de los boliches que dejó la secundaria”, y que despertó un sinfín de comentarios acerca de su sexualidad, como ocurrió con la muerte de Nora.

El juicio a Marcelo Macarrón

16 años después de que se haya cometido su femicidio, que tiene como único acusado a Marcelo Macarrón, su viudo, este caso reflotó y se encuentra en su novena semana de juicio. Como si siguiese una línea coherente con su lógica inicial, las nuevas declaraciones, derivadas de un estudio de su cuerpo realizado por un médico forense, continuaron redundando en su vida privada y su intimidad. Si en el comienzo del juicio el médico forense Ricardo Cacciaguerra sostuvo que ella había sido forzada a tener relaciones sexuales previamente a su asesinato, el 10 de mayo el también forense Martin Subirachs insistió en que las dichas relaciones habían sido consentidas. 

Macarrón, por otro lado, enfrenta una condena que contempla la prisión perpetua por “homicidio calificado por el vínculo, por alevosía y por precio o promesa remuneratoria en concurso ideal”. La acusación de la fiscalía es que, mientras él participaba de un torneo de Golf en Punta del Este, instigó el crimen de su esposa a través de un plan delictivo que fue llevado a cabo por una persona no identificada, que la asfixió mientras ella se encontraba en la habitación de su hija. Por otro lado, quien la mató no robó nada de su casa.

Las hipótesis del fiscal

Luis Pizarro, el fiscal de la causa, sostiene esta hipótesis y se basa en una serie de testimonios que indican que la pareja atravesaba una “crisis matrimonial” y que el móvil sería económico: Macarrón no quería poner en riesgo sus bienes ante un posible divorcio. A su vez, considera que el hecho de que él no se encontraba en el momento del crimen le funcionaba como una coartada y que fue asesinada por sicarios profesionales. Sin embargo, no hay ninguna prueba sostenible de esto último y varias pistas se perdieron a lo largo de la investigación por un deficiente accionar policial.

Con respecto a los otros sospechosos, se barajaron numerosas posibilidades que fueron desestimadas, como un pintor que había trabajado en la casa de Nora y un hombre con el que ella había tenido relaciones laborales años atrás y con quién había tenido una conversación telefónica días antes de su muerte. Paralelamente, se mandó a que el FBI analice material genético encontrado en la escena del crimen. Los resultados de esta pericia determinaron que este ADN correspondía a Marcelo Macarrón, a un sujeto no identificado y a Juan Dalmasso, el hermano de Nora. 

Facundo Macarrón, el "sospechoso" más damnificado

El hijo de Nora, Facundo Macarrón, fue, sin dudas, el sospechoso más damnificado. Con tan solo 19 años, fue acusado por el fiscal Di Santo de haber asesinado y violado a su madre. A pesar de que él no había salido del clóset en ese momento, se creyó que su móvil fue que su madre no aceptaba su sexualidad. Aunque no fue detenido, tuvo que testificar durante nueve horas y se le impartieron varias restricciones que, siendo un adolescente que cursaba su segundo año de abogacía, hicieron que él cobre un perfil público revestido de un aura siniestra y fuera perseguido constantemente por cámaras de televisión y móviles periodísticos. 

Años después, dijo sobre esa estigmatización en una carta que envió desde París, donde trabajaba como diplomático: “Más allá de destruir mi juventud, lo que hizo el fiscal Di Santo y el aparato judicial que lo respaldó fue intentar matarme socialmente. No les alcanzó con dejar impune el crimen de mi madre, quisieron matar a su hijo no solo por facilismo en resolver la causa sino por una marcada y explícita homofobia institucionalizada. Nunca les escuché pedir disculpas, ni creo que les interese hacerlo”.

Revictimización, sexualización, morbo y señalamientos hacia la víctima sustentados en una lógica patriarcal construyeron a este caso con los tintes de un crimen novelístico y espectacularizado que desviaron el eje de lo que realmente fue: un femicidio que, aún hoy, sigue sin resolverse.