Durante siglos, la categoría griega “idiotes” (ιδιωτης) nombra a quién solo se ocupa de sus intereses privados e ignora los públicos. “Nadie se salva solo” es condición antropológica primaria. Ignorarla se consideraba necio. En el siglo XXI resulta suicida.

Sobran estadísticas probando que los mejores resultados personales y colectivos son consecuencias de la solidaridad humana. Existe profusa bibliografía acerca de la muerte y el dolor que siguieron por el mundo a cada mito y narración xenófoba. Hasta hace poco, se adjudicaba la idiotez a la falta de educación. Una afirmación desmentida por la memoria. El Holocausto ocurrió en la ilustrada Europa. Graves violaciones a los derechos humanos ocurren en cultísimos países.

Tampoco, la actual epidemia de émulos de Hitler y Mussolini se debe al analfabetismo. Se creyó que la interdependencia entre individuos solo es invisible a los cachorros de la especie. Sin embargo, abundan ancianos, adultos de grandes mayorías (pobres, mujeres) e incluso minorías con trágicas experiencias históricas de discriminación y genocidio, que reniegan de la justicia social.

Se sabe que las crisis provocan incertidumbre y conductas adaptativas irracionales. Se registra que los imprevistos dramáticos (guerras, pestes) zarandean las estructuras económicas, políticas y sociales. Alcanza un vistazo a las iniquidades globales –hambre y violencia, desigual distribución de la riqueza, extinción de especies, daños en la biosfera- o apreciar la proliferación de armas de destrucción masiva, para reconocer que la humanidad está tan ciega como antes y más cerca de la destrucción que nunca.

Resulta innegable que la convergencia, es decir, el control centralizado de redes digitales, satélites y medios audiovisuales es una magnífica obra de la inteligencia humana.

Mal que pese, también es producto de la concentración económica; cuyo voraz e irresponsable perfeccionamiento se presta con obstinación a la descalificación, persecución y denigración del prójimo. Nadie debería asombrarse pues, que la constante exposición a mensajes tóxicos incremente los guarismos de personas con graves problemas psicológicos e inclinadas a direccionar sus miedos, ira y odios variopintos hacia ajenos y diferentes.

No hay que sorprenderse que crezcan las tendencias globales a la violencia, la degradación de las instituciones o la descalificación a la participación política democrática mientras, los dueños y distribuidores de meta-multi-versos consideren al resto de los humanos menos relevante que personajes de reparto de ficciones marvelianas y apliquen sus sofisticadas herramientas a inclinar voluntades.

Tanto las voluntades de quienes ocupan los trabajos peor remunerados, cuanto de aquellos sectores de la (aún llamada) clase media que, en pocas décadas fueron sutilmente adoctrinados para compartir en la actualidad, expectativas y valores orientados al goce del consumo propio y excluyente.

No extraña pues, que la ciudadanía de las grandes urbes, abducida por voces neocoloniales -o si el lector prefiere, neoliberales- habite en los planetas “Cada quien ocúpese de su quinta”, “Viva la grieta” o “Todo lo humano me es ajeno” y justifique el abandono, la persecución y hasta asesinatos del prójimo. Tales estados de conciencia arrojan indicios sobre por qué una docente ignora la identidad de los responsables de la deuda externa o un trabajador se opone a que la paguen los grandes evasores.

Asimismo, provee cierta trama lógica a la morocha que vota candidato-de-ojos-azules porque-los-negros-quieren-quedarse-con-todo y al jubilado que asocia sus impuestos con retenciones y manifiesta en apoyo a la evasión de multinacionales.

Incuestionable que dosis intensivas de eslóganes darwinistas estropean los mejores esfuerzos para honrar el bien colectivo y confundan a militantes y ciudadanos progresistas, respecto a las causas por las cuales sus conciudadanos votan contra sus propios intereses.

Como dice David Grossman “Hay un retroceso que lleva a que los individuos dejen de resistirse a la burocracia del mal, pasen a explicarla, luego se afanen por cumplir los trámites y más tarde se erigen en sus mensajeros”.

Para invalidar las campañas de desinformación, odio y construcción de chivos expiatorios, vale tener en cuenta que las fuentes tóxicas no resisten a los antídotos de la risa, el arte y el debate sincero.

Siempre en comunidad porque, no en vano, les idiotes dirigen sus mayores esfuerzos para que hombres y mujeres de los movimientos populares luchen entre ellos y desgasten su más íntimo y feliz registro del prójimo.

Y el prójimo es siempre el próximo. El más próximo. Aquel que demanda el abrazo de las acciones colectivas.

* Antropóloga