“Malene canta el tangue como ningune,

Malene tiene pene de bandoneón”

(extraña versión siglo XXI

de un maravilloso tango del siglo XX).

He visto, queride lectore, a un eclownomista, que aspira a liderar el circo dentro de un año y medio, formulando patéticas acrobacias culturales a la vez que mímicas mientras simulaba presentar un libro en la Feria del ídem.

He visto multitudes arder, mas no en el Averno (en el que se convertiría nuestro país si el eclownomista en cuestión llegara a cumplir sus pesadillescas aspiraciones gobernáculas), festejando cada una de sus amenazas verbogestuales como si no les estuviesen dirigidas a quienes, en un rasgo de piedad, llamaremos “su público”.

Como he señalado en estas mismas columnas, tal vez ya redundantemente, no suele preocuparme que alguien se crea Dios, Zeus o "El Hacedor”, ya que psicótiques no faltan en la viña del Señor, y merecen su lugar en la Tierra -de ser posible, no en el sitio donde se deben tomar decisiones que influyen en la vida del resto, pobres neuróticos-.

Pero también señalé que, si bien no me preocupa la divinidad autopercibida, no puedo dejar de preocuparme cuando, rato después, una pequeña o gran multitud procede a rezarle a la sedicente divinidad, en vez de aconsejarle un calmo retiro, quizás acompañado por la ingesta de algún ansiolítico debidamente recetado por un profesional idóneo.

Mas no fue así. Nada de eso ocurrió.

Por el contrario, engalanando la ya extraña ceremonia, Mileiquito (¿será ese su nombre de clown?) era instigado y estimulado por su “joven Wonder Woman”, dama que supo convocar a argentines y argentinis a la ingesta lavandínica o, para ser más exactos, cloroquínica, en aquellos tiempos en que la bandera que la derecha no aceptaba resignar era la de la satanización de las vacunas, porque aún no era negocio multinacional el aplicarlas.

Bajo los lemas “mi anticuerpo, mi decisión”, “no queremos vivir en Valenzuela” o "Dios le da pan al que no tiene demia”, instaban, desde los medios enfermónicos, a la libertad de “criterio científico” sin necesidad de conocimiento alguno.

Quizás se autopercibían “epidemiotas” (que no "epidemiólogos") y proponían salir a la calle, no vacunarse, reunirse clandestinamente, incluso quitarse los barbijos como manera de evitar que el virus se extinguiera.

Por suerte, gran parte de la población no les hizo caso, porque, si así lo hubiera hecho, es posible que muches de les presentes en la ceremonia no hubieran podido estar por motivos biológicos. No lo aseveramos, pero tampoco lo negamos.

Volviendo entonces al acto aquel, Mileiquito se dio cuenta de que cuanto más exageraba, más lo aplaudían. Es un recurso que muchos comediantes conocen y utilizan. En un monólogo digno de tiempos peores, hizo estallar (aunque lamentablemente no de risa) a los presentes con un ataque de mini-histeria, desgañitándose contra los ministerios. Es como proponer que todos dejáramos de comer para que bajase el precio de los alimentos. (¡Uy!, le estoy dando ideas, mejor borro esta frase. ¡No, la dejo; total, esto él ya lo sabe!).

Saben los comediantes que un buen monólogo debe tener un final brillante. Que el último chiste suele ser recordado –y si es bueno, repetido– por el público. Sin embargo, por alguna causa que no queremos conocer, él remata su arenga gritando que no se avergüenza por tener pene. Honestamente, he escuchado chistes mejores.

Quisiera desde este humilde texto preguntar por qué se vio obligado a semejante confesión pública. Pero no espero su respuesta. Sí me gustaría que esta cuestión lo lleve a cierta reflexión, sin duda íntima, privada, eventualmente psicoanalítica (aunque el Licenciado A. no lo va a tomar como paciente, ya tiene suficiente con mi neurosis).

Y, finalmente, una pequeña opinión personal al respecto: “Nadie debería avergonzarse por tener pene (o no tenerlo), pero tampoco es cuestión de confundirlo con el cerebro”.

Sugiero al lector acompañar esta columna con el video “Canciones de la guerra contra la inflación; Viene otro aumento” de RS Positivo: