Así se titula la huella que la pluma de León Benarós dedicó a Mariano Moreno, desde siempre evocado como revolucionario informacional por la “Gazeta”, aun cuando la resonancia de sus columnas puedan ser atendidas por quienes —usen o no chupines— sólo con exagerada compasión puedan ser considerados honorables legatarios. Cada 7 de junio la historia en modo Billiken rescata del panteón a quien por grosera injusticia todavía no ranqueó para la numismática, menos para fecha patria en el día de su asesinato, pero que tuvo la sabiduría y pasión de darnos a conocer las anfractuosidades del sendero por el cual deberemos transitar en un período histórico de degradación y barbarie, con actualidades demostrativas.

La mística de su patriotismo —“energía que atropella dificultades”, definía— alumbra cualquier pretensión dirigida a desmontar los dispositivos fundamentales del colonialismo, ya que sin transformaciones efectivas del sistema económico y el modo de apropiación y distribución de riquezas el proyecto emancipador queda inconcluso. Será porque como enseñó el Forjismo de Scalabrini: “La nación debe constituirse entera en la concepción de Moreno”.

Insurrecto y contradictor, procedía de un hogar de Buenos Aires con no muchos recursos y sin linaje de sangre en el formato aristocrático de entonces. Entre los rasgos constantes y prominentes de su carácter, siempre aparece su combate inflexible a todos los privilegios. Sobreviviente de una viruela, que por entonces provocaba la muerte de más del tercio de los infectados —en su mayoría pobres, como siempre—, por los auspicios de la Iglesia recaló en la célebre Universidad de Chuquisaca, creada bajo la autoridad de los jesuitas que reivindicaron el jusnaturalismo contra la escolástica tradicional. Desde allí palpó las rebeliones indígenas de fines del XVIII, fruto de la codicia y despotismo del ocaso de una España que demandaba ingresos para la guerra que se repartía el mundo desde Europa. Estudió a la escuela económica napolitana de Filangieri y Genovesi, el pactismo de Suarez y el contractualismo de quien luego traduciría y castellanizaría como “Rosó”, junto con Jefferson y su federalismo, tanto que Levene lo reputa el primer constitucionalista.

Aunque su verdadero mentor fue el fiscal Villaba, auténtico precursor de la revolución americana, que en Potosí denunció la subhumanización del indígena e inspiró su tesis doctoral, donde supo combatir la jerarquización por castas y la explotación de los nativos: “Desde el descubrimiento empezó la malicia a perseguir a unos hombres que no tuvieron otro delito que haber nacido en unas tierras que la naturaleza enriqueció con opulencia”. Es que la estructura económico-social colonial aparecía dominada por la esclavitud (negros) y la servidumbre (indios), en una matriz de explotación minera dependiente y opresiva, que guardará persistencia mucho más que simbólica hasta nuestros días.

De regreso al Plata, en sus “Memorias sobre la invasión” expresa su confianza en el instinto del pueblo ante el abandono de las autoridades por el ataque británico: “Yo he visto en la plaza llorar muchos hombres por la infamia con que se los entregaba; y yo mismo he llorado más que otro alguno”. Aunque luego en su célebre “Representación de los Hacendados” (y también ¡“Labradores”!) busca autorizar el comercio con los ingleses en razón de la crisis fiscal, prohibía la salida de moneda y gravaba las manufacturas que compitieran con la industria nacional: “Los pueblos deben estar siempre atentos a la conservación de sus intereses y derechos; y no deben fiar sino de sí mismos. El extranjero no viene a nuestro país a trabajar en nuestro bien, sino a salvar cuantas ventajas pueda proporcionarse”. Allí también cuestiona el endeudamiento externo: “Engreídos los prestamistas por haber salvado al gobierno de tan peligrosa situación, se contendrán difícilmente en los límites de una subordinación respetuosa”. Así, frente a la descomposición colonial del monopolio mercantil y la dependencia del modelo exportador predatorio, marcó un claro rumbo de inserción internacional con autonomía política. Difícilmente pueda dejar de anotarse en un momento con acontecimientos globales de tamaña influencia como la pandemia y una guerra.

Cuando los días de Mayo, resultaran centrales sus planteamientos junto a los de su colega Castelli sobre la soberanía popular a través de la doctrina jurídica de la retroversión, desde donde funda un nuevo pacto que denomina “Constitución del Estado”. Y aun cuando sus llamados “apócrifos” han devenido en un subgénero historiográfico, bien cabe destacar que el “Plan de Operaciones” fue encomendado por la Junta para unificar el destino de la revolución fundante con el fin de un profundo cambio estructural de proyección americanista y no meramente administrativo.

Pero es también allí donde asombra su gestión extraordinaria. En apenas 8 meses de “alienación” —al decir de Rodolfo Puiggrós— Moreno interviene en todo: prepara las expediciones militares, se ocupa de las relaciones con la Iglesia, promueve la división de poderes y la inauguración del judicial, funda y redacta un periódico, crea la biblioteca pública y la escuela de matemática, habilita los puertos de Ensenada, Maldonado y del Río Negro, hace levantar un censo de la ciudad y las provincias. La causa de la emancipación y el progreso no admite pausa.

Cierto que la existencia de otro modelo que hizo centro en intereses diferenciados —a veces divergentes—, soportado en un conservadurismo complaciente, lo expatrió a sus escasos 32 años, para terminar envenenándolo y arrojándolo al Atlántico, lo que tanto memora la práctica genocida de la última dictadura. “Don Mariano Moreno ¡Que no dijera, Si desde el mar profundo, Nos respondiera!”, reza el poeta. Y un pasado que no pasa.


(*) Profesor titular UBA / UNLP