Las letras de tango fueron la primera biblioteca de Luis Gusmán; con ellas aprendió “los celos, la venganza, la amistad, la vida, la muerte, la suerte (la mala y la buena), y que una boca también puede ser loca”. El tango era una lengua que había que descifrar en el barrio de la infancia. Ese niño -hijo de un cantor de tango cuyo seudónimo era Carlos Montana y de una madre espiritista- aprendió a leer para poder ordenar en su cabeza “todas esas letras que sabía de memoria, pero cuyo significado no llegaba a entender”.

En la Biblioteca de Racing Club, el bibliotecario y poeta de apellido Ochipinti fue tentando al joven que aún no sabía que sería escritor con Felisberto Hernández, Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges, Leopoldo Marechal y Norah Lange, entre otros. En Avellaneda profana, publicado por Ampersand, el escritor y psicoanalista configura el mito fundacional de un “contador de historias” que irrumpió en la literatura con la novela El frasquito (1973), un texto vanguardista que entonces vendió 10.000 ejemplares, un libro de acentuación alucinada prohibido por la dictadura cívico militar que ahora define como “mal escrito” por “las huellas agudas de una sexualidad oída”.

Lo oído y lo escrito

Una trenza apenas perceptible entre lo oído, lo vivido y lo escrito articula las historias de Avellaneda profana. Luis tenía 5 años cuando su padre le regaló Las mil y unas noches, una edición de lujo de 1949, que sobrevivió a mudanzas, separaciones y cambios de domicilio, un libro que lo acompaña hace setenta años. “La única vez que mandé un cuento a un concurso literario elegí el seudónimo que usaba Stevenson, Tusitana, que significa ‘contador de historias’. Sin haberlo calculado, ese nombre terminó siendo muy poderoso en mi literatura”, confiesa Gusmán en este libro cuya geografía se desplaza de la Avellaneda de la infancia y adolescencia (vivió más de veinte años en la calle Helguera 1257 y en 2020 fue nombrado personalidad destacada de Avellaneda) a la calle Corrientes de la juventud, con las librerías Fausto y Martín Fierro a la cabeza.

En ese desplazamiento geográfico y sentimental emergen también los primeros amores como “La pecosa” (muy parecida a la actriz Elsa Daniel) y las amistades literarias; con Osvaldo Lamborghini comparten departamento en Lavalle y Pasteur (“éramos inseparables”, revela en una parte del libro) y conoce a Manuel Puig, Oscar Masotta, Ricardo Piglia, Augusto Roa Bastos y Germán García, entre otros. Los libros de Gusmán, recomendados por libreros, lectores y críticos, están en la “lengua” de la literatura argentina: Brillos (1975), Cuerpo velado (1978), En el corazón de junio (1983), La música de Frankie (1993), Villa (1996), Ni muerto has perdido tu nombre (2002), El peletero (2007), Los muertos no mienten (2009), La casa del Dios oculto (2012) y Hasta que te conocí (2015), entre otros títulos que incluyen también trabajos más autobiográficos como La rueda de Virgilio (1989) y ensayos eclécticos como La ficción calculada, Epitafios. El derecho a la muerte escrita (2005), La valija de Frankenstein (2018) y Flechazo (2021).

La biblioteca de la infancia de Luis era “dos por uno”. “Comprabas dos, los leías, los devolvías y te daban otro: de esa manera, en lugar de aumentarse, la biblioteca se iba reduciendo. Era una biblioteca al revés de todas las bibliotecas”, recuerda el escritor y psicoanalista la biblioteca de ese abuelo materno asmático que respiraba de manera agitada, fumaba como un murciélago y que leía desde que oscurecía hasta altas horas de la madrugada.

-En “Rastros”, el primer texto del libro, afirmás que El frasquito es un libro “mal escrito”. Más allá de la acentuación ortográfica, (amandolá por amándola) y las huellas de una sexualidad oída, ¿por qué lo oído, lo escuchado, está mal escrito? ¿En qué sentido está “mal escrita” tu primera novela?

-Sin duda es un prejuicio. No reducir la cuestión a la acentuación ortográfica da en el blanco. Entre lo oído y lo escrito había un referente literario: Reinaldo Arenas y su Celestino antes del alba, la música loca de ese libro. Esa repetición donde la biografía es barrida porque la madre se arroja a un aljibe y se mata más de una vez. Mal escrito es una repuesta posterior temporalmente a la escritura inspirada de El frasquito. La crítica literaria, en el estado de lengua de esa época, lo transformó en un libro de ruptura. Y es posible que así fuera. Escribí ese libro y me quedé sin lengua literaria. En mis otros libros posteriores, apelando al collage, al plagio, fui trabajando una escritura que se separaba de lo oído.

Una vida en tres minutos

 

-¿Por qué fue tan importante la figura de tu abuela, esa mujer que murió a los 99 años y aunque vos ya tenías cincuenta “lloraste como un chico”?

-Mi abuela siempre me contaba relatos: cuando vio el cometa Halley; cómo en la Semana Trágica pudo esconder comida entre su ropa. Cuando mi abuelo desertó del servicio militar y ella lo fue a ver a Hipólito Yrigoyen. Su emoción al escuchar a Gardel cantar en un teatro. Cuando en su infancia en una isla del Paraná, vio los ojos de un yaguareté brillando en la noche. Por sus diabluras de la lengua: “Me río de Janeiro”. O el trabalenguas Tres tristes tigres comen trigo...

-Quizá la infancia consista en ese pasaje entre lo oído y lo leído. ¿Cómo se conjuga lo oído y lo leído en tu literatura?

-Lo oído en los relatos espiritistas fueron trabajados por los libros que fui leyendo.

-“El tango era una lengua que había que descifrar”, subrayás en el libro. ¿El tango, esa primera biblioteca, te ayudó a leer y a descifrar la “lengua” literaria?

-Creo que algún guionista de Hollywood decía que había que contarle al productor el guion en tres minutos. Las letras de tango cuentan una historia de toda una vida en tres minutos. Es impresionante. La de Malena, la del Tigre Millán. También a partir de sus letras se podría reconstruir una topografía del relato de Buenos Aires, de un barrio: Bajo Belgrano o el barrio Cafferata en “Ventanita de arrabal”. Una cita en “El último café”. El drama de la inmigración “que brilla en los ojos del tano/con la perla de algún lagrimón” con letra de Nicolás Olivari.

Masacre en nombre de la libertad

 

-“En la literatura, marchar enmascarado fue uno de los caminos que elegí”, decís en Avellaneda profana. ¿Qué significa para vos “marchar enmascarado”? ¿Acaso en ese “marchar enmascarado” hay una forma de resistencia o un cuestionamiento a lo autobiográfico, a la llamada “literatura del yo”?

-Es una frase de Descartes y el título de un libro que George Perec nunca escribió: Marcho enmascarado. Sí, es una resistencia. El frasquito fue prohibido durante la dictadura. En la librería Martín Fierro en 1977 lo secuestró una señora de la liga de Tradición, Familia y Propiedad. Si usaba un estilo elusivo era para escapar a la censura que venía de revistas de derecha como Cabildo, El Burgués. Y muchos de los escritores de mi generación marchaban enmascarados detrás de distintos procedimientos literarios. Es buena la metáfora de la máscara para escapar a una literatura del yo. En (la revista) Literal los textos que funcionaban como manifiestos iban sin firma.

Como su abuelo materno con la lectura, para Luis escribir podría ser equivalente a respirar. “A Ricardo Zelarayán, un poeta de la poesía y de la prosa, cada vez que dejaba de fumar le cambiaba la puntuación. Me dijo: ‘Porque te cambia la respiración’. A esa respiración la llamo estilo”, plantea el escritor y psicoanalista, que en el prólogo de El frasquito, novela que en 2023 cumplirá cincuenta años, escribió que “el estilo siempre le impone un límite a la confesión”.

-Hay algo que generan tus libros y tiene que ver con que hay una suerte de proliferación de relatos que se podrían desprender, como “cuentos” que se podrían seguir contando. Por ejemplo, en Avellaneda profana, en el capítulo de la lectura desviada, comentás que el 16 de junio de 1955 “los gorilas bombardearon la Plaza de Mayo donde casi muere mi madre”. ¿Qué te contó tu mamá del bombardeo y qué recuerdos propios tenés?

-Lo del 16 de junio del bombardeo a la Plaza de Mayo me lo contó mi madre porque trabajaba a una cuadra de la plaza. Yo tenía miedo de que viajara en el trolebús que fue bombardeado. El bombardeo fue una masacre en nombre de la libertad. Mi madre se refugió en las columnas del ministerio de Hacienda. Por eso escribí En el corazón de junio. Mi corazón estaba como una bomba a punto de estallar, pensando si mi madre no volvía viva.

-En un momento advertís que en los setenta, como muchos otros, tenías en la pared de tu cuarto un póster de la imagen de Sartre con su pipa y su ojo bizco y que hoy en tu escritorio tenés la foto de Joyce con el ojo izquierdo emparchado. ¿En qué momento te diste cuenta de que tu camino por la literatura pasaba más por Joyce que por Sartre?

-Sí, es verdad, un día habría que hacer una historia de los posters que teníamos en las paredes en la década del setenta. Tenía el de Sartre y su autobiografía Las palabras. Joyce con un ojo tapado es terrible. Quizás por mi mirada bizca y porque a los ocho años me operaron de estrabismo. El desvío como estilo como afirma (Leo) Spitzer. Sí, es así; mi estilo es orgánico.

Peronismo inclusivo

 

-Beatriz Guido escribió una nota titulada Los tres negritos de la literatura sobre Enrique Medina, Jorge Asís y vos, los tres best sellers en los años 70 con Las tumbas, Flores robadas en los jardines de Quilmes, ambos superaban los 100 mil ejemplares vendidos, y vos con El frasquito y sus 10.000 ejemplares. ¿Por qué decís que sin el peronismo esa literatura no hubiera sido posible?

-Creo que la nota salió en el Cronista Comercial. Beatriz Guido era muy generosa con la nueva literatura. La conocí porque presentó un libro suyo en la librería Martín Fierro. Creo que la extracción social de Asís, Medina, y yo estaba fuera de los círculos convencionales por donde circulaban los escritores. El peronismo permitió cierto acceso, a Germán García con Nanina. Me parece que más allá de que los tres somos morochos, el título de la nota se refería a ese acceso que históricamente coincidió con la publicación de El frasquito en 1973.

-Estás convencido de que ser escritor es un oficio inestable, que un escritor nunca está hecho y que siempre se está haciendo. Ahora que estás escribiendo poesía, ¿cómo es el escritor que se está haciendo a través de esos poemas? ¿Qué clase de poeta es ese Luis Gusmán en construcción?

-Inestable es no establecida. El escritor debe luchar para que su propia “lengua”, si es posible llamarlo así, no se establezca en su propia obra; cada libro debe luchar contra el anterior. No puedo evitar el pudor. Son solo Ejercicios inútiles para abandonar la trama que me estaba comiendo el estilo. Es una circulación íntima para personas muy queridas. Recuerdo un verso de (César) Vallejo: “Jamás tan cerca arremetió lo lejos”. Es una música con palabras. Una vez que Zelarayán me hizo un reportaje me preguntó por qué me había dedicado a la literatura, le dije: “Porque no sabía bailar”. Lo mío es dos por cuatro. En los poetas el lenguaje baila de otra manera; hay escritores como Truman Capote que logran música para camaleones.

-A propósito de una frase que decía Masotta, citando a Barthes, “cada vez que se publica un libro hay que preguntarse: ¿qué ha sido herido?”. ¿Qué ha sido herido con Avellaneda profana?

 

-Eso lo dirá la lectura crítica. En cuanto a mí, creo que es un estilo que comienza en La rueda de Virgilio, una autobiografía que me pidió Ricardo Piglia. Creo que ese estilo se continua en una miniatura que escribí sobre Barthes; en algunos fragmentos de Kafkas, en Flechazo, y que en Avellaneda profana se vuelve a disparar. El lector cruzado existe. El hijo del bibliotecario de Racing leyó el anticipo de Radar y posiblemente me encuentre algún día con él. Lo mismo la compañera de banco llamada “La pecosa”. Un libro siempre se cruza en el camino de los que están atravesados por la lectura.