Kendrick Lamar, ¿quién se cree que es? Evidentemente, un montón de personas. Solo en el primer adelanto de su nuevo disco, se montó sobre un sample de Marvin Gaye, usó la máscara de cinco personas y escribió un epígrafe casi bíblico: “Yo soy. Todos Ustedes”. La galería de espejos produce un efecto paradójico. Ataviado con una remera blanca y sin marcas, Lamar descompone la cadena de ADN de la cultura afronorteamericana y se incorpora a la saga con un gesto de devoción, pero "The Heart Part 5" es intransferiblemente personal. Sin dejar de bailar ni un segundo, habla de vandalizar el dolor. De sus amigos bipolares. De secar sus lágrimas en Argentina. De cómo se ve un negro en un auto a prueba de balas. De mirar a los ojos y perdonar a su propio asesino. Pero, dice en el estribillo, también quiero que me quieras. Ajá. Así que así se siente. Así que eso realmente es estar en la cima. Querer ser uno más y no ser como nadie. 

Nacido y criado en la república separatista de Compton, Lamar tiene las marcas en la frente. Fue bautizado en honor al capo de los Temptations y tuvo su noche de los dones cuando asistió al rodaje de “California Love”: el hitazo de Tupac Shakur con Dr. Dre. Era, a juzgar por su madre, el arquetípico muchacho tímido con un agitado mundo interior: tensado entre el poster de Jordan, las pandillas y la autobiografía de Malcolm X. No hizo falta elegir. A los 16 años, lanzó un primer mixtape bajo el pseudónimo de K.Dot y empezó a forjar su herramienta con partes iguales. Por entonces, 50 Cent entraba triunfalmente in da club y Jay Z editaba su Álbum Negro. ¿Quién iba a notar ese movimiento minúsculo en la Costa Oeste? En uno de los negocios más lucrativos que se recuerden desde las inyecciones catalanas para Messi, el sello Top Dawg tocó la puerta de los Lamar y ofreció un contrato. La re vieron o qué.

Nadie se salva del derecho de piso. A lo largo de una década de mixtapes y giras con artistas de segunda línea, Lamar se dedicó a afilar su estilo como un samurai. Nada de golpes de efecto. Nada de bling-bling. Solo la lengua, el poder de observación y una batería humillante de recursos. Dr. Dre, que no come precisamente vidrio, lo advirtió. Así, en marzo de 2012, Lamar firmó un contrato con Interscope y Aftermath y publicó su debut multinacional: Good Kid, M.A.A.D City.

El disco anduvo bien y lo ubicó en el sitio correcto. Pero nadie en su sano juicio podría haberse imaginado que este tipo era capaz de agarrarse de un pararrayos y convocar todas las tormentas culturales de la Patria Negra: las cadenas de Kunta Kinte y el rugido demencial de Ornette Coleman; la fiesta interminable de Funkadelic y el puño en alto de Tommie Smith y John Carlos en los Juegos Olímpicos; el murmullo de Billie Holiday, las conferencias de Angela Davis en la Universidad de California, el fuego sagrado de Sly & The Family Stone y los caños debajo de cada almohada en Compton. A sus pies, con los escombros del cráter, edificó la catedral de To Pimp a Butterfly (2015). Si ahora mismo, en este remoto paraje de la Argentina, pasa un niño en bicicleta y dice que es el disco más importante del siglo XXI, no pienso negarlo.

Una pregunta antigua, ¿cómo se escucha un disco de hip hop? Entre el slang, las hiper-velocidad del flow y algunas implicancias sociales o culturales, conviene admitir de antemano que perdemos una parte en el camino. Sin embargo, parafraseando aquella célebre sentencia de Borges sobre Hojas de hierba, el murmullo de Lamar se abre paso a través de las traducciones. De las malinterpretaciones. A veces a las piñas. A veces a los besos. A veces a las corridas, con la cara bañada en sudor y lágrimas. Siempre con el swing de su lado. Igual, a veces ni hace falta saber inglés. La mera tapa de To pimp a butterfly lo dice casi todo.

Aún antes de escuchar una puta canción, todo el mundo sabía de qué se trataba el disco. La foto en riguroso blanco y negro de Denis Rouvre, tomada bajo la estricta supervisión del propio Lamar, retrata a unos veinte negros en la puerta de la Casa Blanca. Tipos, chicas, niños. Un bebé. Todos extasiados. Felices o desafiantes o las dos cosas al mismo tiempo. Casi todos en cueros, agitando botellas de Crystal y fajos de dólares sobre el cadáver de un juez blanco. No hace falta ser Roland Barthes para sentir el latigazo. Para jugar con la analogía de “Las Patas en la Fuente” y medir la magnitud del ícono. En el pico de la Era Obama, esa imagen tenía la potencia de un manifiesto.

Después, el mero golpe de uno-dos del comienzo era para el nocaut técnico. Como si fuera una película, “Wesley’s Theory” abre con el sample de un viejo blaxplotaition rodado en los setenta (casi todos podemos entender qué significa “Every Nigger is a Star”) y una advertencia de George Clinton. El bajo de Thundercat extrapola el sueño de Hendrix y toca su línea de funk en el agujero de gusano que conecta la Vía Láctea con El Otro Lado. Cinco minutos más tarde, casi sin solución de continuidad, un saxo alto es la cabina de descompresión hacia “For Free”: un paso de comedia sobre un ensamble de be-bop. Tal como lo escuchan. Ochenta años después de la era dorada de Bird, Lamar solucionó el problema de la voz para el género en dos minutos reloj. Así que era así. Alardeando sobre el valor de su pija mientras salta sobre el compás como Tita Merello en la síncopa de la milonga. La vulgaridad nunca fue tan sofisticada.

Como buen geminiano, Lamar tiene una profunda autoconciencia. Si la paleta expansiva de To pimp a butterfly había saltado el vallado del género, el siguiente disco tenía que renovar sus credenciales. Así, desde el título hasta el propio arte de tapa, DAMN. (2017) fue un álbum arquetípico de hip hop. Un beat, unas barras, un hook. La etiqueta del Parental Advisory. Deliberadamente ajustado a las restricciones del dogma, Lamar abrió su panel de herramientas de rapper como si una Victorinox. Tengo solo esta navaja, parecía decir, pero puedo hacer toda clase de cortes. El espectáculo fue mesmerizante. Unos meses después, le dieron un Pulitzer, pero el tipo se obstinó detrás de su propio estribillo. Se humilde: sentate.

Una paradoja. Tenemos wi-fi hasta en la Antártida, pero un retiro espiritual es más sencillo que nunca. No hay que viajar hasta las montañas o pedir reserva en un monasterio. Solo hay que mover el dedo pulgar y apretar el botón de apagado del celular. En el medio de un bloqueo creativo y lo que podemos interpretar como una crisis matrimonial, Lamar se escapó de las redes sociales y se fue a vivir… a su casa. Si seguimos el hilo dorado de sus versos, todo parece indicar que enfrentó sus demonios, anduvo mucho en bicicleta y engendró dos hijos. No sabemos sus nombres, aunque en “Worldwide steppers” habla de Enoch. El giro bíblico tendría sentido. “Le pedí a Dios que hablara a través de mí”, dice. “Eso es lo que están escuchando ahora”.

Mr. Morale & the Big Steppers es un artefacto extraño: un intimísimo disco en dos actos con un monstruoso simple social como motor fuera de borda. Lamar, que nunca da punta sin hilo, armó una lista de invitados capaz de dinamitar el algoritmo: desde Beth Gibbons (Portishead) hasta el canceladísimo Kodak Black, pasando por la revelación r&b de Summer Walker, Thundercat, Ghostface Killah (Wu Tang Clan), la actriz Taylour Paige y su propio maestro espiritual: el alemán Eckhart Tolle. Por supuesto, no es un cumpleañito muy relajado. Lamar se para en el centro y, como si fuera el maestro de ceremonias de su propia intervention, pide a cada uno de los invitados que lance la primera piedra. Así, multiplicado hasta el infinito en su rol de pastor góspel, abre el primer surco con un rezo: “espero que encuentren algo de paz mental”.

Como Lennon o nuestro Charly García, Lamar usa de combustible lírico su vida privada. Sin embargo, a diferencia de aquellos maestros, no tenemos la más remota idea de lo que ha sucedido puertas adentro. En ese sentido, está más cerca de Bob Dylan. Coronado de espinas y con un revolver en la cintura, sostiene a uno de sus hijos en un cuarto innominado. “Estuve pasando por algunas cosas”, dice, como si hiciera falta aclararlo. “Mil ochocientos cincuenta y cinco días. Tengan miedo”. A juzgar por “N95”, la amenaza está dirigida al corazón del hip hop. En su temporada en el desierto, Lamar recibió las tentaciones y se despojó de todo menos del beat. Si la gran brecha del trap está signada por la relación con el consumo, el tipo quedó del otro lado. De nuestro lado.

El personal del disco es una sábana más larga que las listas de las PASO. Sin embargo, el concepto y un sentido ajustadísimo de la producción hacen que suene casi contenido. Bekon y DJ Dahi tocan y programan por aquí y allá. Homer Steinweiss, el baterista asesino del Back to black de Amy Winehouse, solo mueve el pie del bombo en “Auntie Diaries” (la crónica del vínculo con su tía trans). Thundercat vuelve a tirar magia, pero son solo dos intervenciones. El pianista Duval Timothy se lleva algunos laureles en cuatro entradas angulares y misteriosas. En “We cry together”, una suite para piano, batería y pareja tóxica, la actriz Taylour Paige ofrece la performance de su vida y se retira por la puerta trasera. ¿Qué acabamos de escuchar? “Recuerdo cuando mis papás cantaban esta canción”, dice un comentario agridulce de Youtube. “No tenía idea de que eran tan fans de Kendrick”.

A su manera, a su indescifrable y gloriosa manera, es un disco sobre la ética. También sobre la redención, aunque jamás –como corresponde- siquiera lo mencione. Así, casi sobre el cierre, Lamar se enfrenta a su propia madre y le canta las cuarenta en la Larga Noche de las Recriminaciones mientras Gibbons cruza el aire como un fantasma. Es incómodo: como si no debiéramos estar asistiendo a esta escena. De pronto llega el amanecer y advertimos que, en verdad, Lamar siempre estuvo solo. “Sentite orgulloso”, le dice su esposa, con un hijo en cada mano. “Rompiste la maldición de una generación”.

Ruedan los créditos. Funde a negro.