Los antecedentes
El libro Mi cuerpo, ese deseo, esta ley. Reflexiones sobre la política de la sexualidad de Geoffroy de Lagasnerie, que El cuenco de plata acaba de distribuir entre nosotros, dialoga con varios otros libros (y con los casos judiciales que desencadenaron) inscriptos en los debates parisinos sobre sexualidad de los últimos años.
Conviene recordar esos libros para entender mejor el gesto polémico que sostiene Geoffroy, pero antes hay que destacar que el nombre de la conferencia (luego transformada en libro) es el eco de un clásico texto de Michel Foucault, que se llama “Mi cuerpo, ese papel, ese fuego”.
Aunque no se lo mencione nunca, habría que pensar también en el libro de Guy Sorman, Mi diccionario de boludeces, que ya el año pasado concitó la atención de este suplemento a raiz de las acusaciones de abuso de menores y violación que contra Foucault realizó Sorman. Aunque no debata contra ese antecedente, el texto de Geoffroy termina con un conmovedor relato en primera persona que parece intersectar aquellas acusaciones.
Ahora bien, los otros libros que conviene repasar para leer estas reflexiones sobre la política de la sexualidad son, en primer término, los libros de Édouard Louis Historia de la violencia (2016, dedicado a Geoffroy de Lagasnerie y en el cual Didier Eribon es un personaje secundario) y Lucha y metamorfosis de una mujer (2022). El segundo es la historia de la madre del autor, víctima de la supremacía masculina y el patriarcado. El primero cuenta la violación y el intento de asesinato que sufrió Édouard en su departamento en 2012 a manos de un inmigrante que llevó a su departamento. En 2014 Édouard había publicado su primer relato autobiográfico, centrado en la figura de su padre, Para acabar con Eddy Bellegueule. Hoy se lo considera una de las figuras de la izquierda radical francesa, dentro de la cual seguramente también Geoffroy de Lagasnerie y Didier Eribon se imaginan.
También hay que tener en cuenta The girl (2013) de Samantha Geimer, donde cuenta la violación de la que fue objeto por parte Roman Polanski cuando tenía 13 años, asunto que volvió a ocupar las primeras planas de los diarios cuando a Polanski le dieron el premio César por su película J'accuse. Lo que le importa a Geoffroy es que en ese entonces Samantha se apartó de las voces escandalizadas por ese premio y declaró que “pedir a todas las mujeres que soporten el peso de su agresión, pero también de la indignación eterna de todo el mundo, es escupir en la cara a todas las que se recuperaron y pasaron a otra cosa”.
Otro libro que Geoffroy cita es El consentimiento (2020) de Vanessa Springora, donde la autora cuenta la relación que tuvo a sus trece años con Gabriel Matzneff, un escritor treinta y seis años mayor que ella, uno de cuyos efectos (más allá de la condena pública a Matzneff) fue la ley francesa de abril de 2021 que agravó las penas para las relaciones, aún consentidas, entre un menor de entre quince y dieciocho años y cualquier “persona mayor que tenga sobre la víctima una autoridad de hecho o de derecho”. En contra de esa ley, Geoffrey argumenta que habría implicado una pena de cinco años de cárcel como pedocriminal para Brigitte Macron, la primera dama de Francia. Ese libro de Springora se podría colocar en serie (no lo hace Geoffroy) con La familia grande (2021), donde Camille Kouchner contó los abusos sexuales de los que fue objeto su hermano gemelo desde los 13 años por parte de su padrastro, el constitucionalista Olivier Duhamel.
Las experiencias plurales
Hasta allí, los libros previos, cada uno de los cuales enarbola una idea de justicia y que pretende restaurar un trauma por alguna vía u otra y que impactaron de un determinado modo en la opinión pública, instaurando lo que Geoffroy llama “excepcionalismo sexual”. Contra toda predicción, la izquierda francesa abandonó respecto de los temas que involucran la sexualidad sus posiciones históricas y abrazó cualquier causa destinada a reforzar la acción represiva y punitiva.
El libro de Geoffroy es polémico porque no se detiene en esta constatación: “La única actitud valedera para cualquier política de la sexualidad es aceptar el pluralismo de las experiencias, de las relaciones con el deseo y el cuerpo, la herida y el trauma, y reconocer por lo tanto la necesidad de que las medidas legislativas o las movilizaciones culturales no impongan nunca restricciones que prescriban una representación específica de la intimidad en detrimento de otras”, bastante razonable, sino que impugna la lógica del aparato jurídico-represivo, que pone antes el acento en aumentar el sufrimiento del culpable antes que en hacerse cargo del que siente la víctima. “La lógica penal, al mantener durante años un vínculo con la herida, hace mal”, sostiene Geoffroy.
Es una lástima que Geoffroy no haya leído (además de La dominación masculina de Bourdieu) Las estructuras elementales de la violencia de Rita Segato, porque su queja en relación con el tratamiento a partir de categorías psicológicas, penales o individualizantes encontraría en el libro de Segato el marco teórico preciso para entender la “cultura de la violación” como una estructura de dominación que produce subjetividades y para buscar una transformación de ese paradigma.
Si el libro terminara ahí, no habría mucho más que agregar y el pensamiento de Geoffroy se nos revelaría particularmente endeble por el etnocentrismo típico de la escolástica parisina, que no es capaz de encontrar más allá de la lengua francesa discursos, teorías o políticas que expliquen cómo pensar y actuar en el mundo.
Poder y sexualidad
Mucho más interesantes son los capítulos que examinan críticamente las posiciones comunmente aceptadas entre poder y sexualidad, dado que el hecho de que vivimos en sociedades atravesadas por diferencias y desigualdades de todo tipo que, necesariamente (y más allá de las edades) suponen casi todo el tiempo posiciones asimétricas de poder (no sólo de género, sino también raciales, generacionales, económicas, profesionales, culturales).
Un poco por eso, es artificial y ciertamente incoherente establecer una ley psicológica según la cual cuando los integrantes de una relación erótica tienen diferencias demasiado marcadas y uno, por ejemplo, tiene una mayor notoriedad que otro, estaríamos ante una relación de dominio y por lo tanto de consentimiento viciado.
Aquí Geoffroy examina la “mirada retrospectiva” (tan frecuente en nuestros días) que encuentra en una experiencia del pasado un perjuicio a causa de una situación de dominación o jerarquía, entonces no percibida como tal. ¿Puede hablarse en ese caso de descubrimiento de una herida pasada, o es la toma de conciencia la que la produce? ¿Se puede examinar el pasado a partir de un sistema de categorización presente? ¿Una reconstrucción así realizada debe entenderse como necesariamente verdadera?
Las preguntas que Geoffroy nos plantea son inquietantes porque apuntan directamente a la comprensión del propio deseo. “En el fondo, cabe preguntarse si cualquier proyecto de genealogía del deseo que se muestre animado por una intención crítica, ya que pretende inscribir dicho deseo en relaciones de dominación, sus orígenes o sus expresiones, no está condenado a convertirse en un proyecto reaccionario”, concluye el autor y, para fundamentar esa conclusión vuelve a los libros de su amigo Édouard Louis, quien ha insistido en caracterizar al deseo como una fuerza encarnada que a veces empuja a actuar incluso a pesar de la voluntad y contra la voluntad.
¿Esas situaciones, en las que alguien es víctima de su propio involuntario deseo, podría ponerse bajo el paraguas salvador de la coacción o el dominio? La línea que traza Geoffroy es suficientemente clara como para que se entienda cuál es el objeto de su pensamiento crítico: no, no hay posibilidad de confundirse porque la violación “es un proceso externo en el que un cuerpo se impone a otro cuerpo” y aquí hablamos de un cuerpo que se rebela a la norma, que se inclina hacia otro buscando su complicidad.
Y sin embargo, el punto de vista de la “excepcionalidad sexual” tiende a caracterizar toda escena de sexo gozoso (incluidas escenas de sexo homosexual entre menores, completamente legales según la legislación actual) como “escenas de abuso”, como si “la idea de trauma estuviera hoy inscripta en la idea de sexualidad de manera casi independiente de la experiencia de quienes la viven”.
Las víctimas “naturales” y más inmediatas de una concepción semejante son las personas homosexuales y transexuales, de quienes podría pensarse que todo su deseo y sus rebeliones identitarias provienen de experiencias traumáticas de las cuales fueron víctimas, lo cual no sólo es un absurdo, sino que es insultante.
En una cartilla de UNICEF sobre el consentimiento en América latina (en Argentina rige la edad mínima de 13 años) se lee: “La edad mínima legal para el consentimiento sexual no debería ser demasiado baja ni demasiado alta y debe contener disposiciones que tomen en cuenta la diferencia de edad limitada entre las parejas –tres años por ejemplo”. Según ese criterio, una relación entre una persona de 13 años y once meses y una persona de 17 años debería ser considerada abusiva.
Todas las penas, los traumas y las hipótesis de destrucción que arrastra consigo la sexualidad, tal y como es conceptualizada por el discurso hegemónico (que, sin embargo, no tiene el menor interés en involucrarse con las heridas que provoca el amor) reposan en el carácter “excepcional” que se le otorga. La tendencia actual a poner toda relación sexual a mayor o menor distancia de la violación entendida como un centro significativo, sólo tiene como efecto la aniquilación del deseo. Tal vez, propone Geoffroy, nos convendría recuperar la hipótesis de Foucault: “liberarse del dispositivo dramatúrgico de la sexualidad podría permitir la multiplicación de las posibilidades de placer”.
En todo caso, no habría por qué abandonar la discusión sobre políticas de la sexualidad a los juristas.
Fragmento
Por Geoffroy de Lagasnerie
El último capítulo de Mi cuerpo, este deseo, esta ley se cierra con un relato autobiográfico que pone en perspectiva el problema (jurídico, filosófico) del consentimiento.
Si bien hoy se multiplican las tomas de la palabra sobre el dominio, la diferencia de edad y de estatus en las relaciones, el abuso, etc., querría terminar contando lo que pasó durante el nacimiento de la relación que me une a Didier Eribon desde hace más de veinte años: cuando lo conocí, yo era muy joven, la diferencia de edad era grande –sigue siéndolo, porque esas cosas no cambian con el tiempo– y es indudable que el deseo que sentía por él, el deseo de acostarme con él y tener una relación, se enraizaba también en el hecho de que Didier fuera lo que era: su estatus, el descubrimiento por su conducto de la vida cultural e intelectual, su renombre, la fascinación que ejercía sobre mí la figura del autor que publica.
Su belleza y su atracción sexual estaban ligadas, como dice Deleuze, a todo el mundo que él llevaba en sí y se desplegaba por su intermedio. Cuando mi madre descubrió esa relación estalló una crisis violenta, con gritos e insultos (hoy, por fortuna, las cosas se han calmado por completo), y, de haber tenido yo dos años menos, de haber sido menor, ella, con toda seguridad, habría presentado una denuncia. Lo que mi madre percibía en ese momento como un dominio, yo lo viví como un contrapoder liberador enfrentado a la familia, la escuela, la universidad –todos esos marcos que ejercen también su dominio sin que jamás se los ponga en tela de juicio–, y creo que, gracias a la relación con Didier, tuve la suerte de tener una vida mucho más libre de la que hubiera tenido de no conocerlo.
Didier y yo seguimos enamorados y en pareja. Pero las cosas podrían haber sucedido de otra manera. La vida podría haber sido diferente. Didier habría podido perfectamente dejarme, desenamorarse o conocer a otro muchacho. Y tal vez yo hubiera podido entonces, algunos años después, a causa de ciertos marcos contemporáneos, reconfigurar mi experiencia, reescribir mi alma y denunciarlo con el argumento de que ahora me daba cuenta de que él había utilizado su prestigio y su poder para seducirme y abusar de mí. Hubiera podido publicar un tuit que dijese: hoy me doy cuenta de que fui abusado. O incluso: hoy me doy cuenta de que me violó. Y lo peor es que, probablemente, me habrían creído, que algunos otros hubieran podido escribirme “te creo”, a tal punto que yo mismo hubiese terminado por creerlo y que, entonces, Didier hubiera sido criticado en las redes sociales e incluso públicamente denunciado, que acaso habría debido mudarse y hubiesen dejado de publicarlo o de invitarlo a los Estados Unidos. Quizás hubiera habido manifestaciones delante de su casa y carteles pegados en las paredes para denunciarlo.
Esta simple eventualidad muestra el carácter problemático de algunas formas contemporáneas de toma de la palabra sobre la sexualidad, que tienden cada vez más a someterse a operaciones subjetivas y retrospectivas de interpretación, de reconstrucción a posteriori de la vivencia.
En el transcurso de nuestra vida todos podemos hacer cosas que luego lamentamos, cambiamos de opinión, de impresión, de preferencia. Una mujer me dijo un día, acerca de su exmarido: “cuando pienso que me acosté con ese tipo durante diez años me dan ganas de vomitar”. Surge un problema político cuando esa reconstrucción a posteriori tiende a promoverse, no como una interpretación a posteriori del pasado, sino como una expresión del momento pasado, en la que lo mentiroso sería la experiencia sentida entonces. Esta confusión sostiene una especie de psicologización de la agresión sexual, definida como relación con una escena, como una interpretación de uno mismo más que como negación patente de la voluntad.