A todas luces exitosísima pese a los embates de la prensa, durante 1990 la versión de Los invertidos de Alberto Ure llenó la sala Casacuberta con un público que aplaudía de pie el tremendo drama donde era la mano heterosexual la que inducía al suicidio a un gay tapado que hacía de su única vida, dos. Este personaje era un psiquiatra, en lugar del juez de la versión original (no es de extrañar que con el auge psi de la época, Ure haya preferido situar el juicio más cerca del diván que del tribunal). Aquella fue una convocatoria imperdible para una comunidad gltb que buscaba señales de representatividad artística más allá de las que ofrecían en el off. Hacíamos largas colas en la boletería del San Martín para vernos a nosotrxs mismxs (yo fui tres veces) en esos personajes interpretados por Antonio Grimau, que besaba a Toni Vilas en la penumbra, o por Alfonso de Gracia bailando, setenta y seis años antes, un tango con Willy Lemos, que hacía el papel de una glamorosa travesti. Todos esos seres de ficción sufrían el estigma de una aberración que conocíamos, de una expulsión que tachaba esas identidades que eran también las nuestras, los de lxs llevadxs por las razzias en las noches de Bunker o Contramano. Con la pieza Los invertidos el tema gay, trans o cross drasser (Carlos Florez, el personaje que encarnaba Antonio Grimau, se sentía una mujer por las noches) se montaba sobre el gran escenario del San Martín ante 566 personas que, contra todo intento de desbarranque mediático, armaron la cadena invencible del boca a boca. “La CHA tuvo un acercamiento muy interesante a nosotros y también los amigos de la cultura que apreciaron la puesta en escena –cuenta Cristina Banegas, actriz protagónica–. Fue un éxito, ganamos muchísimos premios, Antonio ganó todo lo que se podía ganar.” Para Grimau se produjo un giro en su carrera, que pasó de ser la de un galán televisivo a la de un actor serio gracias al pase mágico de Ure que lo catapultaría al reconocimiento eterno sobre todo en los memoriales gay lésbicos de mi generación. “No conocía la obra –cuenta el actor–. Era un enorme desafío: un maravilloso personaje acompañado de una gran carga dramática pero también con todos los riesgos de interpretar un homosexual evitando caer en el estereotipo. También era un riesgo que la gente, que hasta ese momento me había visto como un galán, no creyera en mi trabajo.”

La “inversión”, esa ironía aplicada desde el título de la obra a la homosexualidad, en realidad apunta en el libreto a la hipocresía con que la oligarquía argentina de comienzos del siglo XX, proyectaba, proyecta, en lxs otrxs, lo que rechazaba, y sigue rechazando, en su propio seno. Pero podría decirse que, paradójicamente, ese mecanismo de ver la paja en el ojo ajeno, fue el que encarnó el espantado periodismo de comienzos de los 90, cuando tras el reestreno, quizás excedido por el planteo complejo del autor José González Castillo, o hechizado por el tema gay sobre el que no tenía demasiado para decir, no dudó en tildar de homofóbica la obra. Desorientada, la prensa de entonces parece haber optado por ubicar el despiste afuera: en la puesta de un director trasgresor para su época o de un autor anarquista, que si de algo carecía, era de ingenuidad. Cuenta Banegas: “Cuando fue estrenada por primera vez en Buenos Aires fue prohibida por el intendente de turno y nos pareció curioso que la crítica la leyera en 1990 como una crítica a la homosexualidad. Ure escribió algo gracioso: es como si el gobierno de Dinamarca elevara una protesta al gobierno de Gran Bretaña porque Hamlet en su obra dice que algo huele a podrido en Dinamarca”.  

Al terminar cada función de Los invertidos, cuando el elenco hacía su saludo final, Willy Lemos, a quien habíamos visto en el papel de la Princesa de Bourbon, salía con el vestido a media asta, el pecho plano y desnudo y una cabellera medio corta, pero abundante, que había estado ajustada bajo la peluca de bucles durante una hora y media. El, el mismo Ure, o los dos, querían mostrar que debajo de la princesa había un varón que había producido una transformación actoral en el límite de lo indetectable. Dice Lemos: “Fue muy fuerte. Vino Tita Tamame, que era como la madame del San Martín, una duquesa que ponía la plata extra de las producciones más caras, y dijo: ‘Eso así no’. Eso así no era yo”. El papel de Willy, según cuenta, dejó boquiabierto al mismísimo Alfredo Alcón no pudiendo creer que no se trataba de una mujer. Si bien es conocido a esta altura su talento para interpretar mujeres cis y trans, Ure puso lo suyo para extraer de esa capacidad su máxima potencia. Cuenta la princesa: “Cada vez que yo tenía que salir a escena, Alberto venía, se ponía atrás mío con respeto y dulzura, y me decía frases. Me decía: Hoy te quiero perra. Yo le hacía caso. Eso es estar vivo en el escenario. ¡Pasión!” La táctica de Ure de abordar a sus actores desde atrás, es algo de lo que el mismo Grimau da cuenta: “Tenía un humor ácido, negro, pero siempre genial. En más de una función, a punto de salir a escena, sorpresivamente una mano me tomaba de la parte de atrás de mi saco y no me permitía ingresar al escenario. Cuando con desesperación giraba mi cabeza veía detrás de mí, riéndose como un chico, al inolvidable Alberto”.

Alberto Ure, director de más de veinte obras de teatro desde 1968 hasta 2002, merecedor de premios importantísimos como el María Guerrero o el Podestá, murió hace pocos días. Ahora el director Mariano Dossena estrenó su versión de Los influenciado por la marca indeleble que la obra de Ure dejó en su memoria: “Tenía quince años cuando estuvo en cartel –dice Dossena–, no pude verla pero sí recuerdo cómo se hablaba de esta obra. A partir de la puesta de Ure, la obra siguió vigente. Ure hizo una adaptación y llegó a cosas más extremas en cuanto a la actuación. Hoy podemos hacer una relectura y ver cómo lo que pasaba en 1914 sigue sucediendo, por eso es un clásico: hay algo que todavía debe resolverse, algo que debe volverse a contar”.